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Durante más de un mes la habían distraído con la promesa de que vería a Pablo Escobar en persona. Ensayó su actitud, sus argumentos, su tono, segura de que sería capaz de entablar con él una negociación. Pero la demora eterna la había llevado a extremos inconcebibles de pesimismo.

Dentro de aquel horror su imagen tutelar fue la de su madre, de quien heredó quizás el temperamento apasionado, la fe inquebrantable y el sueño escurridizo de la felicidad. Tenían una virtud de comunicación recíproca que se reveló en los meses oscuros del secuestro como un milagro de clarividencia. Cada palabra de Nydia en la radio o la televisión, cada gesto suyo, el énfasis menos pensado le transmitían a Diana recados imaginarios en las tinieblas del cautiverio. «Siempre la he sentido como si fuera mi ángel de la guarda», escribió. Estaba segura de que en medio de tantas frustraciones, el éxito final sería el de la devoción y la fuerza de su madre. Alentada por esa certidumbre, concibió la ilusión de que sería liberada la noche de Navidad.

Esa ilusión la sostuvo en vilo durante la fiesta que le hicieron la víspera los dueños de casa, con asado a la parrilla, discos de salsa, aguardiente, pólvora y globos de colores. Diana lo interpretó como una despedida. Más aún: había dejado listo sobre la cama el maletín que tenía preparado desde noviembre para no perder tiempo cuando llegaran a buscarla. La noche era helada y el viento aullaba entre los árboles como una manada de lobos, pero ella lo interpretaba como el augurio de tiempos mejores. Mientras repartían los regalos a los niños pensaba en los suyos, y se consoló con la esperanza de estar con ellos la noche de mañana. El sueño se hizo menos improbable porque sus carceleros le regalaron una chaqueta de cuero forrada por dentro, tal vez escogida a propósito para que soportara bien la tormenta. Estaba segura de que su madre la había esperado a cenar, como todos los años, y que había puesto la corona de muérdago en la puerta con un letrero para ella: Bienvenida. Así había sido, en efecto. Diana siguió tan segura de su liberación, que esperó hasta después de que se apagaron en el horizonte las últimas migajas de la fiesta y amaneció una nueva mañana de incertidumbres.

El miércoles siguiente estaba sola frente a la televisión, rastreando canales, y de pronto reconoció en la pantalla al pequeño hijo de Alexandra Uribe. Era el programa Enfoque dedicado a la Navidad. Su sorpresa fue mayor cuando descubrió que era la Nochebuena que ella le había pedido a su madre en la carta que le llevó Azucena. Estaba la familia de Maruja y Beatriz, y la familia Turbay en pleno: los dos niños de Diana, sus hermanos, y su padre en el centro, grande y abatido. «Nosotros no estábamos para fiestas -ha dicho Nydia-. Sin embargo, decidí cumplir con los deseos de Diana y armé en una hora el árbol de Navidad y el pesebre dentro de la chimenea. «A pesar de la buena voluntad de todos de no dejar a los secuestrados un recuerdo triste, fue más una ceremonia de duelo que una celebración. Pero Nydia estaba tan segura de que Diana sería liberada esa noche, que puso en la puerta el adorno navideño con el letrero dorado: Bienvenida. «Confieso mi dolor por no haber llegado ese día a compartir con todos -escribió Diana en su diario-. Pero me alentó mucho, me sentí muy cerca de todos, me dio alegría verlos reunidos». Le encantó la madurez de María Carolina, le preocupó el retraimiento de Miguelito, y recordó con alarma que aún no estaba bautizado; la entristeció la tristeza de su padre y la conmovió su madre, que puso en el pesebre un regalo para ella y el saludo de bienvenida en la puerta. En vez de desmoralizarse por la desilusión de la Navidad, Diana tuvo una reacción de rebeldía contra el gobierno. En su momento se había manifestado casi entusiasta por el decreto 2047, en el cual se fundaron las ilusiones de noviembre. La alentaban las gestiones de Guido Parra, la diligencia de los Notables, las expectativas de la Asamblea Constituyente, las posibilidades de ajustes en la política de sometimiento. Pero la frustración de Navidad hizo saltar los diques de su comprensión. Se preguntó escandalizada por qué al gobierno no se le ocurría alguna posibilidad de diálogo que no fuera determinada por la presión absurda de los secuestros. Dejó en claro que siempre fue consciente de la dificultad de actuar bajo chantaje. «Soy línea Turbay en eso -escribió- pero creo que con el paso del tiempo las cosas han sucedido al revés». No entendía la pasividad del gobierno ante lo que a ella le parecieron burlas de los secuestradores. No entendía por qué no los conminaba a la entrega con mayor energía, si había fijado una política para ellos, y había satisfecho algunas peticiones razonables. «En la medida en que no se les exija -escribió en su diario- ellos se sienten más cómodos tomándose su tiempo y sabiendo que tienen en su poder el arma de presión más importante». Le parecía que las mediaciones de buen oficio se habían convertido en una partida de ajedrez en la que cada quien movía sus piezas hasta ver quién daba el jaque mate. «¿Pero qué ficha seré yo?», se preguntó. Y se contestó sin evasivas: «No dejo de pensar que seamos desechables». Al grupo de los Notables -ya extinto- le dio el tiro de gracia: «Empezaron con una labor eminentemente humanitaria y acabaron prestándoles un servicio a los Extraditables».

Uno de los guardianes que terminaban el turno de enero irrumpió en el cuarto de Pacho Santos.

– Esta vaina se jodió -le dijo-. Van a matar rehenes.

Según él, sería una represalia por la muerte de los Priscos. El comunicado estaba listo y saldría en las próximas horas. Matarían primero a Marina Montoya y luego uno cada tres días en su orden: Richard Becerra, Beatriz, Maruja y Diana.

– El último será usted -concluyó el guardián a manera de consuelo-. Pero no se preocupe, que este gobierno no aguanta ya más de dos muertos.

Pacho, aterrorizado, hizo sus cuentas según los datos del guardián: le quedaban dieciocho días de vida. Entonces decidió escribir a su esposa y a sus hijos, sin borrador, una carta de seis hojas completas de cuaderno escolar, con su caligrafía de minúsculas separadas, como letras de imprenta, pero más legibles que de costumbre, y con el pulso firme y la conciencia de que no sólo era una carta de adiós, sino su testamento.

«Sólo deseo que este drama, no importa cuál sea el final, acabe lo más pronto posible para que todos podamos tener por fin la paz», empezaba. Su gratitud más grande era para María Victoria -decía-, con quien había crecido como hombre, como ciudadano y como padre, y lo único que lamentaba era haberle dado mayor importancia a su oficio de periodista que a la vida doméstica. «Con ese remordimiento bajo a la tumba», escribió. En cuanto a sus hijos casi recién nacidos lo tranquilizaba la seguridad de que quedaban en las mejores manos. «Háblales de mí cuando puedan entender a cabalidad lo que sucedió y así asimilen sin dramatismo los dolores innecesarios de mi muerte». A su padre le agradecía lo mucho que había hecho por él en la vida, y sólo le pedía «que arregles todo antes de venir a unirte conmigo para evitarles a mis hijos los grandes dolores de cabeza en esa rapiña que se avecina». De este modo entró en materia sobre un punto que consideraba «aburrido pro fundamental» para el futuro: la solvencia de sus hijos y la unidad familiar dentro de El Tiempo. Lo primero dependía en gran parte de los seguros de vida que el diario había comprado para su esposa y sus hijos. «Te pido exigir que te den lo que nos ofrecieron -decía pues es apenas justo que mis sacrificios por el periódico no sean del todo en vano». En cuanto al futuro profesional, comercial o político del diario, su única preocupación eran las rivalidades y discrepancias internas, consciente de que las grandes familias no tienen pleitos pequeños. «Sería muy triste que después de este sacrificio El Tiempo acabe dividido o en otras manos». La carta terminaba con un último reconocimiento a Mariavé por el recuerdo de los buenos tiempos que vivieron juntos.