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El guardián la recibió conmovido.

– Tranquilo, papito -le dijo-, yo me encargo de que llegue.

La verdad era que a Pacho Santos no le quedaban entonces los dieciocho días calculados sino unas pocas horas. Era el primero de la lista, y la orden de asesinato había sido dada el día anterior. Martha Nieves Ochoa se enteró a última hora por una casualidad afortunada -a través de terceras personas- y le envió a Escobar una súplica de perdón, convencida de que aquella muerte terminaría de incendiar el país. Nunca supo si la recibió, pero el hecho fue que la orden contra Pacho Santos no se conoció nunca, y en su lugar se impartió otra irrevocable contra Marina Montoya.

Marina parecía haberlo presentido desde principios de enero. Por razones que nunca explicó, había decidido hacer las caminatas acompañada por el Monje, su viejo amigo, que había vuelto en el primer relevo del año. Caminaban una hora desde que terminaba la televisión, y después salían Maruja y Beatriz con sus guardianes. Una de esas noches Marina regresó muy asustada, porque había visto un hombre vestido de negro y con una máscara negra, que la miraba en la oscuridad desde el lavadero. Maruja y Beatriz pensaron que debía ser una más de sus alucinaciones recurrentes, y no le hicieron caso. Confirmaron esa impresión el mismo día, pues no había ninguna luz para ver un hombre de negro en las tinieblas del lavadero. De ser cierto, además, debía tratarse de alguien muy conocido en la casa para no alebrestar al pastor alemán que se espantaba de su propia sombra. El Monje dijo que debía ser un aparecido que sólo ella veía.

Sin embargo, dos o tres noches después regresó del paseo en un verdadero estado de pánico. El hombre había vuelto, siempre de negro absoluto, y la había observado largo rato con una atención pavorosa sin importarle que también ella lo mirara. A diferencia de las noches anteriores, aquélla era de luna llena y el patio estaba iluminado por un verde fantástico. Marina lo contó delante del Monje, y éste la desmintió, pero con razones tan enrevesadas que Maruja y Beatriz no supieron qué pensar. Desde entonces no volvió Marina a caminar. Las dudas entre sus fantasías y la realidad eran tan impresionantes, que Maruja sufrió una alucinación real, una noche en que abrió los ojos y vio al Monje a la luz de k veladora, acuclillado como siempre, y vio su máscara convertida en una calavera. La impresión de Maruja fue mayor, porque relacionó la visión con el aniversario de la muerte de su madre el próximo 23 de enero.

Marina pasó el fin de semana en la cama, postrada por un viejo dolor de la columna vertebral que parecía olvidado. Le volvió el humor turbio de los primeros días. Como no podía valerse de sí misma, Maruja y Beatriz se pusieron a su servicio. La llevaban al baño casi en vilo. Le daban la comida y el agua en la boca, le acomodaban una almohada en la espalda para que viera la televisión desde la cama. La mimaban, la querían de veras, pero nunca se sintieron tan menospreciadas.

– Miren lo enferma que estoy y ustedes ni me ayudan -les decía Marina-. Yo, que las he ayudado tanto.

A veces sólo conseguía aumentar el justo sentimiento de abandono que la atormentaba. En realidad, el único alivio de Marina en aquella crisis de postrimerías fueron los rezos encarnizados que murmuraba sin tregua durante horas, y el cuidado de sus uñas. Al cabo de varios días, cansada de todo, se tendió exhausta en la cama y suspiró:

– Bueno, que sea lo que Dios quiera.

En la tarde del 22 las visitó también el Doctor de los primeros días. Conversó en secreto con sus guardianes y oyó con atención los comentarios de Maruja y Beatriz sobre la salud de Marina. Al final se sentó a conversar con ella en el borde de la cama. Debió ser algo serio y confidencial, pues los susurros de ambos fueron tan tenues que nadie descifró una palabra. El Doctor salió del cuarto con mejor humor que cuando llegó, y prometió volver pronto.

Marina se quedó deprimida en la cama. Lloraba a ratos. Maruja trató de alentarla, y ella se lo agradecía con gestos por no interrumpir sus oraciones, y casi siempre le correspondía con afecto, le apretaba la mano con su mano yerta. A Beatriz, con quien tenía una relación más cálida, la trataba con el mismo cariño. El único hábito que la mantuvo viva fue el de limarse las uñas.

A las diez y media de la noche del 23, miércoles, empezaban a ver en la televisión el programa Enfoque, pendientes de cualquier palabra distinta, de cualquier chiste familiar, del gesto menos pensado, de cambios sutiles en la letra de una canción que pudieran esconder mensajes cifrados. Pero no hubo tiempo. Apenas iniciado el tema musical, la puerta se abrió a una hora insólita y entró el Monje, aunque no estaba de turno esa noche.

– Venimos por la abuela para llevarla a otra finca -dijo.

Lo dijo como si fuera una invitación dominical. Marina en la cama quedó como tallada en mármol, con una palidez intensa, hasta en los labios, y con el cabello erizado. El Monje se dirigió entonces a ella con su afecto de nieto.

– Recoja sus cosas, abuela -le dijo-. Tiene cinco minutos.

Quiso ayudarla a levantarse. Marina abrió la boca para decir algo pero no lo logró. Se levantó sin ayuda, cogió el talego de sus cosas personales, y salió para el baño con una levedad de sonámbula que no parecía pisar el suelo. Maruja enfrentó al Monje con la voz impávida.

– ¿La van a matar?

El Monje se crispó.

– Esas vainas no se preguntan -dijo. Pero se recuperó enseguida-: Ya le dije que va para una finca mejor. Palabra.

Maruja trató de impedir a toda costa que se la llevaran. Como no había allí ningún jefe, cosa insólita en una decisión tan importante, pidió que llamaran a uno de parte de ella para discutirlo. Pero la disputa fue interrumpida por otro guardián que entró a llevarse el radio y el televisor. Los desconectó sin más explicaciones, y el último destello de la fiesta se desvaneció en el cuarto. Maruja les pidió que les dejaran al menos terminar el programa. Beatriz fue aún más agresiva, pero fue inútil. Se fueron con el radio y el televisor, y dejaron dicho a Marina que volvían por ella en cinco minutos. Maruja y Beatriz, solas en el cuarto, no sabían qué creer, ni a quién creérselo, ni hasta qué punto aquella decisión inescrutable formaba parte de sus destinos.

Marina se demoró en el baño mucho más de cinco minutos. Volvió al dormitorio con la sudadera rosada completa, las medias marrones de hombre y los zapatos que llevaba el día del secuestro. La sudadera estaba limpia y recién planchada. Los zapatos tenían el verdín de la humedad y parecían demasiado grandes, porque los pies habían disminuido dos números en cuatro meses de sufrimientos. Marina seguía descolorida y empapada por un sudor glacial, pero todavía le quedaba una brizna de ilusión.

– ¡Quién sabe si me van a liberar! -dijo.

Sin ponerse de acuerdo, Maruja y Beatriz decidieron que cualquiera que fuese la suerte de Marina, lo más cristiano era engañarla.

– Seguro que sí -le dijo Beatriz.

– Así es -dijo Maruja con su primera sonrisa radiante. ¡Qué maravilla!