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La reacción de Marina fue sorprendente. Les preguntó entre broma y de veras qué recados querían mandar a sus familias. Ellas los improvisaron lo mejor que pudieron. Marina, riéndose un poco de sí misma, le pidió a Beatriz que le prestara la loción de hombre que Lamparón le había regalado en la Navidad. Beatriz se la prestó, y Marina se perfumó detrás de las orejas con una elegancia legítima, se arregló sin espejo con leves toques de los dedos la hermosa cabellera de nieves marchitas, y al final pareció dispuesta para ser libre y feliz. En realidad, estaba al borde del desmayo. Le pidió un cigarrillo a Maruja, y se sentó a ñamárselo en la cama mientras iban por ella. Se lo fumó despacio, con grandes bocanadas de angustia, mientras repasaba milímetro a milímetro la miseria de aquel antro en el que no encontró un instante de piedad, y en el que no le concedieron al final ni siquiera la dignidad de morir en su cama.

Beatriz, para no llorar, le repitió en serio el mensaje para su familia: «Si tiene oportunidad de ver a mi marido y a mis hijos, dígales que estoy bien y que los quiero mucho». Pero Marina no era ya de este mundo.

– No me pida eso -le contestó sin mirarla siquiera-. Yo sé que nunca tendré esa oportunidad.

Maruja le llevó un vaso de agua con dos pastillas barbitúricas que habrían bastado para dormir tres días. Tuvo que darle el agua, porque Marina no acertaba a encontrarse la boca con el vaso por el temblor de las manos. Entonces le vio el fondo de los ojos radiantes, y eso le bastó para darse cuenta de que Marina no se engañaba ni a sí misma. Sabía muy bien quién era, cuánto debían por ella y para dónde la llevaban, y si les había seguido la comente a las últimas amigas que le quedaron en la vida había sido también por compasión.

Le llevaron una capucha nueva, de lana rosada que hacía juego con la sudadera. Antes de que se la pusieran se despidió de Maruja con un abrazo y un beso. Maruja le dio la bendición y le dijo: «Tranquila». Se despidió de Beatriz con otro abrazo y otro beso, y le dijo: «Que Dios la bendiga». Beatriz, fiel a sí misma hasta el último instante, se mantuvo en la ilusión.

– Qué rico que va a ver a su familia -le dijo.

Marina se entregó a los guardianes sin una lágrima. Le pusieron la capucha al revés, con los agujeros de los ojos y la boca en la nuca, para que no pudiera ver. El Monje la tomó de las dos manos, con un cuidado de nieto, y la sacó de la casa caminando hacia atrás. Marina se dejó llevar caminando bien y con pasos seguros. El otro guardián cerró la puerta desde fuera.

Maruja y Beatriz se quedaron inmóviles frente a la puerta cerrada, sin saber por dónde retomar la vida, hasta que oyeron los motores en el garaje, y se desvaneció su rumor en el horizonte. Sólo entonces entendieron que les habían quitado el televisor y el radio para que no conocieran el final de la noche.

6

Al amanecer del día siguiente, jueves 24, el cadáver de Marina Montoya fue encontrado en un terreno baldío al norte de Bogotá. Estaba casi sentada en la hierba todavía húmeda por una llovizna temprana, recostada contra la cerca de alambre de púas y con los brazos extendidos en cruz. El juez 78 de instrucción criminal que hizo el levantamiento la describió como una mujer de unos sesenta años, con abundante cabello plateado, vestida con una sudadera rosada y medias marrones de hombre. Debajo de la sudadera tenía un escapulario con una cruz de plástico. Alguien que había llegado antes que la justicia le había robado los zapatos.

El cadáver tenía la cabeza cubierta por una capucha acartonada por la sangre seca, puesta al revés, con los agujeros de la boca y los ojos en la nuca, y casi desbaratada por los orificios de entrada y salida de seis tiros disparados desde más de cincuenta centímetros, pues no habían dejado tatuajes en la tela y en la piel. Las heridas estaban repartidas en el cráneo y el lado izquierdo de la cara, y una muy nítida como un tiro de gracia en la frente. Sin embargo, junto al cuerpo empapado por la hierba silvestre sólo se encontraron cinco cápsulas de nueve milímetros. El cuerpo técnico de la policía judicial le había tomado ya cinco juegos de huellas digitales.

Algunos estudiantes del colegio San Carlos, en la acera de enfrente, habían merodeado por allí con otros curiosos. Entre los que presenciaron el levantamiento del cuerpo se encontraba una vendedora de flores del Cementerio del Norte, que había madrugado para matricular una hija en una escuela cercana. El cadáver la impresionó por la buena calidad de la ropa interior, por la forma y el cuidado de sus manos y la distinción que se le notaba a pesar del rostro acribillado. Esa tarde, la mayorista de flores que la abastecía en su puesto del Cementerio del Norte -a cinco kilómetros de distancia la encontró con un fuerte dolor de cabeza y en un estado de depresión alarmante.

– Usted ni se imagina lo triste que fue ver a esa pobre señora botada en el pasto -le dijo la florista-. Había que ver su ropa interior, su figura de gran dama, su cabello blanco, las manos tan finas con las uñas tan bien arregladas.

La mayorista, alarmada por su postración, le dio un analgésico para el dolor de cabeza, le aconsejó no pensar en cosas tristes y, sobre todo, no sufrir por los problemas ajenos. Ni la una ni la otra se darían cuenta hasta una semana después de que habían vivido un episodio inverosímil. Pues la mayorista era Marta de Pérez, la esposa de Luis Guillermo Pérez, el hijo de Marina.

El Instituto de Medicina Legal recibió el cuerpo a las cinco y media de la tarde del jueves, y lo dejaron en depósito hasta el día siguiente, pues a los muertos con más de un balazo no les practican la autopsia durante la noche. Allí esperaban para identificación y necropsia otros dos cadáveres de hombres recogidos en la calle durante la mañana. En el curso de la noche llegaron otros dos de adultos varones, también encontrados a la intemperie, y el de un niño de cinco años.

La doctora Patricia Álvarez, que practicó la autopsia de Marina Montoya desde las siete y media de la mañana del viernes, le encontró en el estómago restos de alimentos reconocibles, y dedujo que la muerte había ocurrido en la madrugada del jueves. También a ella la impresionó la calidad de la ropa interior y las uñas pulidas y pintadas. Llamó al doctor Pedro Morales, su jefe, que practicaba otra autopsia dos mesas más allá, y éste la ayudó a descubrir otros signos inequívocos de la condición social del cadáver. Le hicieron la carta dental y le tomaron fotografías y radiografías, y tres pares más de huellas digitales. Por último le hicieron una prueba de absorción atómica y no encontraron restos de psicofármacos, a pesar de los dos barbitúricos que Maruja Pachón le había dado unas horas antes de la muerte.

Cumplidos los trámites primarios mandaron el cuerpo al Cementerio del Sur, donde tres semanas antes había sido excavada una fosa común para sepultar unos doscientos cadáveres. Allí la enterraron junto con los otros cuatro desconocidos y el niño. Era evidente que en aquel enero atroz el país había llegado a la peor situación concebible. Desde 1984, cuando el asesinato del ministro Rodrigo Lara Bonilla, habíamos padecido toda clase de hechos abominables, pero ni la situación había llegado a su fin, ni lo peor había quedado atrás. Todos los factores de violencia estaban desencadenados y agudizados. Entre los muchos graves que habían convulsionado al país, el narcoterrorismo se definió como el más virulento y despiadado. Cuatro candidatos presidenciales habían sido asesinados antes de la campaña de 1990. A Carlos Pizarra, candidato del M-19, lo mató un asesino solitario a bordo de un avión comercial, a pesar de que había cambiado cuatro veces sus reservaciones de vuelo en absoluto secreto y con toda clase de argucias para despistar. El precandidato Ernesto Samper sobrevivió a una ráfaga de once tiros, y llegó a la presidencia de la república cinco años después, todavía con cuatro proyectiles dentro del cuerpo que sonaban en las puertas magnéticas de los aeropuertos. Al general Maza Márquez le habían hecho estallar a su paso un carrobomba de trescientos cincuenta kilos de dinamita, y había escapado de su automóvil de bajo blindaje arrastrando uno de sus escoltas heridos. «De pronto me sentí como suspendido en vilo por la cresta de un oleaje», contó el general. Fue tal la conmoción, que debió acudir a la ayuda siquiátrica para recobrar el equilibrio emocional. Aún no había terminado el tratamiento, al cabo de siete meses, cuando un camión con dos toneladas de dinamita desmanteló con una explosión apocalíptica el enorme edificio del DAS, con un saldo de setenta muertos, setecientos veinte heridos, y estragos materiales incalculables. Los terroristas habían esperado el momento exacto en que el general entrara en su oficina, pero no sufrió ni un rasguño en medio del cataclismo. Ese mismo año, una bomba estalló en un avión de pasajeros cinco minutos después del despegue, y causó ciento siete muertos, entre ellos Andrés Escabí -el cuñado de Pacho Santos-, y el tenor colombiano Gerardo Arellano. La versión general fue que estaba dirigida al candidato César Gaviria. Error siniestro, pues Gaviria no tuvo nunca el propósito de viajar en ese avión. Más aún: la seguridad de su campaña le había prohibido volar en aviones de línea, y en alguna ocasión que quiso hacerlo tuvo que desistir, ante el espanto de otros pasajeros que trataron de desembarcar para no correr el riesgo de volar con él.