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Mejor dicho: se mantenían la entrega y la confesión como requisitos indispensables para la no extradición y para las rebajas de penas, pero siempre sujetas a que los delitos se hubieran cometido antes del 5 de setiembre de 1990. Pablo Escobar expresó su desacuerdo con un mensaje enfurecido. Su reacción tenía esta vez un motivo más que se cuidó de no denunciar en público: la aceleración del intercambio de pruebas con los Estados Unidos, que agilizaba los procesos de extradición.

Alberto Villamizar fue el más sorprendido. Por sus contactos diarios con Rafael Pardo tenía motivos para esperar un decreto de manejo más fácil. Por el contrario, le pareció más duro que el primero. Y no estaba solo en esa idea. El inconformismo estaba tan generalizado, que desde el día mismo de la proclamación del segundo decreto empezó a pensarse en un tercero.

Una conjetura fácil sobre las razones que endurecieron el 3030 era que el sector más radical del gobierno -ante la ofensiva de los comunicados conciliadores y las liberaciones gratuitas de cuatro periodistas- había convencido al presidente de que Escobar estaba acorralado. Cuando, en realidad, no estuvo nunca tan fuerte como entonces con la presión tremenda de los secuestros y la posibilidad de que la Asamblea Constituyente eliminara la extradición y proclamara el indulto.

En cambio, los tres hermanos Ochoa se acogieron de inmediato a la opción del sometimiento. Esto se interpretó como una fisura en la cúspide del cartel. Aunque, en realidad, el proceso de su entrega había empezado desde el primer decreto, en setiembre, cuando un conocido senador antioqueño le pidió a Rafael Pardo recibir a una persona que no identificó de antemano. Era Martha Nieves Ochoa, quien inició con ese paso audaz los trámites para la entrega de sus tres hermanos con intervalos de un mes. Así sería. Fabio, el menor, se entregó el 18 de diciembre; el 15 de enero, cuando menos parecía posible, se entregó Jorge Luis, y el 16 de febrero se entregaría Juan David. Cinco años después, un grupo de periodistas norteamericanos le hicieron la pregunta a Jorge Luis en la cárcel y su respuesta fue terminante: «Nos entregamos para salvar el pellejo». Reconoció que detrás estaba la presión irresistible de las mujeres de su familia, que no tuvieron paz hasta que los pusieron a salvo en la cárcel blindada de Itagüí, un suburbio industrial de Medellín. Fue un acto familiar de confianza en el gobierno, que todavía en aquel momento había podido extraditarlos de por vida a los Estados Unidos.

Doña Nydia Quintero, siempre atenta a sus presagios, no menospreció la importancia del sometimiento de los Ochoa. Apenas tres días después de la entrega de Fabio fue a verlo a la cárcel, con su hija María Victoria y su nieta María Carolina, la hija de Diana. En la casa donde se alojaba la habían recogido cinco miembros de la familia Ochoa, fieles al protocolo tribal de los paisas: la madre, Martha Nieves y otra hermana, y dos varones jóvenes. La llevaron a la cárcel de Itagüí, un edificio acorazado, al fondo de una callecita cuesta arriba, adornada ya con las guirnaldas de papel de colores de la Navidad.

En la celda de la cárcel, además de Fabio el joven, las esperaba el padre, Don Fabio Ochoa, un patriarca de ciento cincuenta kilos con facciones de niño a los setenta años, criador de caballos colombianos de paso fino, y guía espiritual de una vasta familia de hombres intrépidos y mujeres de riendas firmes. Le gustaba presidir las visitas de la familia sentado en un sillón tronal, el eterno sombrero de caballista, y un talante ceremonioso que iba bien a su habla lenta y arrastrada, y a su sabiduría popular. A su lado estaba el hijo, que es vivaz y dicharachero, pero que apenas si interpuso una palabra aquel día mientras hablaba su padre.

Don Fabio hizo en primer lugar un elogio de la valentía con que Nydia removía cielo y tierra por salvar a Diana. La posibilidad de ayudarla con Pablo Escobar la formuló con una retórica magistraclass="underline" haría con el mayor gusto lo que pudiera hacer, pero no creía que pudiera hacer algo. Al final de la visita, Fabio el joven le pidió a Nydia el favor de explicarle al presidente la importancia de aumentar el plazo de la entrega en el decreto de sometimiento. Nydia le explicó que ella no podía hacerlo, pero ellos sí, con una carta a las autoridades competentes. Era su manera de no permitir que la usaran como recadera ante el presidente. Fabio el joven lo comprendió, y se despidió de ella con una frase reconfortante: «Mientras haya vida hay esperanza».

Al regreso de Nydia a Bogotá, Azucena le entregó la carta de Diana en la cual le pedía que celebrara la Navidad con sus hijos, y Hero Buss la urgió por teléfono de ir a Cartagena para una conversación personal. El buen estado físico y moral en que encontró al alemán después de tres meses de cautiverio tranquilizó un poco a Nydia sobre la salud de su hija. Hero Buss no veía a Diana desde la primera semana del secuestro, pero entre los guardianes y la gente de servicio había un intercambio constante de noticias que se filtraban a los rehenes, y sabía que Diana estaba bien. Su único riesgo grave y siempre inminente era el de un rescate armado. «Usted no se imagina lo que es el peligro constante de que lo maten a uno -dijo Hero Buss-. No sólo porque llegue la ley, como dicen ellos, sino porque están siempre tan asustados que hasta el menor ruido lo confunden con un operativo». Sus únicos consejos eran impedir a toda costa un rescate armado y lograr que cambiaran en el decreto el plazo para la entrega.

El mismo día de su regreso a Bogotá, Nydia le expresó sus inquietudes al ministro de Justicia. Visitó al ministro de Defensa, general Óscar Botero, acompañada por su hijo, el parlamentario julio César Turbay Quintero, y le pidió angustiada, en nombre de todos los secuestrados, que usaran los servicios de inteligencia y no los operativos de rescate. Su desgaste era vertiginoso y su intuición de la tragedia cada vez más lúcida. Le dolía el corazón. Lloraba a todas horas. Hizo un esfuerzo supremo por dominarse, pero las malas noticias no le dieron tregua. Oyó por radio un mensaje de los Extraditables con la amenaza de botar frente al Palacio Presidencial los cadáveres de los secuestrados envueltos en costales, si no se modificaban los términos del segundo decreto. Nydia llamó á presidente de la república en un estado de desesperación mortal. Como estaba en Consejo de Seguridad la atendió Rafael Pardo.

– Le ruego que le pregunte al presidente y a los del Consejo de Seguridad si lo que necesitan para cambiar el decreto es que le tiren en la puerta los secuestrados muertos y. encostalados.

En ese mismo estado de exaltación estaba horas después cuando le pidió al presidente en persona que cambiara el plazo del decreto. A él le habían llegado ya noticias de que Nydia se quejaba de su insensibilidad ante el dolor ajeno, e hizo un esfuerzo por ser más paciente y explícito. Le explicó que el decreto 3030 acababa de expedirse, y que lo menos que podía dársele era el tiempo de ver cómo se comportaba. Pero a Nydia le parecía que los argumentos del presidente no eran más que justificaciones para no hacer lo que debió haber hecho en el momento oportuno.

– El cambio de la fecha límite no sólo es necesario para salvar la vida de los rehenes -replicó Nydia cansada de raciocinios- sino que es lo único que falta para lograr la entrega de los terroristas. Muévala, y a Diana la devuelven.

Gavina no cedió. Estaba ya convencido de que el plazo fijo era el escollo mayor de su política de entregas, pero se resistía a cambiarlo para que los Extraditables no consiguieran lo que perseguían con los secuestros. La Asamblea Constituyente iba a reunirse en los próximos días en medio de una expectativa incierta, y no podía permitirse que por una debilidad del gobierno le concediera el indulto al narcotráfico. «La democracia nunca estuvo en peligro por los asesinatos de cuatro candidatos presidenciales ni por ningún secuestro -diría Gaviria más tarde. Cuando lo estuvo de veras fue en aquellos momentos en que existió la tentación o el riesgo, o el rumor de que se estaba incubando la posibilidad del indulto». Es decir: el riesgo inconcebible de que secuestraran también la conciencia de la Asamblea Constituyente. Gaviria lo tenía ya decidido: si eso ocurría, su determinación serena e irrevocable era hundir la Constituyente.