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– ¡Nos cayó la ley!

Diana y Richard se demoraron a propósito lo más que pudieron porque el momento era propicio para que llegara la policía: los cuatro guardianes eran de los menos duros, y parecían demasiado asustados para defenderse. Diana se cepilló los dientes y se puso una camisa blanca que había lavado el día anterior, se puso sus zapatos de tenis y los bluejeans que llevaba puestos el día del secuestro y que le quedaban demasiado grandes por la pérdida de peso. Richard se cambió de camisa y recogió el equipo de camarógrafo que le habían devuelto en esos días. Los guardianes parecían enloquecidos por el ruido creciente de los helicópteros que sobrevolaron la casa, se alejaron hacia el valle y volvieron casi a ras de los árboles. Los guardianes apuraban a gritos y empujaban a los secuestrados hacia la puerta de salida. Les dieron sombreros blancos para que los confundieran desde el aire con campesinos de la región. A Diana le echaron encima un pañolón negro y Richard se puso su chaqueta de cuero. Los guardianes les ordenaron correr hacia la montaña y ellos mismos lo hicieron también por separado con las armas montadas para disparar cuando los helicópteros estuvieran a su alcance. Diana y Richard empezaron a trepar por una trocha de piedras. La pendiente era muy pronunciada, y el sol ardiente caía a plomo desde el centro del cielo. Diana se sintió exhausta a los pocos metros cuando ya los helicópteros estaban a la vista. A la primera ráfaga, Richard se tiró al suelo. «No se mueva -le gritó Diana-. Hágase el muerto». Al instante cayó a su lado, bocabajo.

– Me mataron -gritó-. No puedo mover las piernas.

No podía, en efecto, pero tampoco sentía ningún dolor, y le pidió a Richard que le examinara la espalda porque antes de caer había sentido en la cintura una especie de descarga eléctrica. Richard le levantó la camisa y vio a la altura de la cresta ilíaca izquierda un agujero minúsculo, nítido y sin sangre.

Como el tiroteo continuaba, cada vez más cerca, Diana insistía desesperada en que Richard la dejara allí y escapara, pero él permaneció a su lado esperando una ayuda para ponerla a salvo. Mientras tanto, le puso en la mano una Virgen que llevaba siempre en el bolsillo, y rezó con ella. El tiroteo cesó de pronto y aparecieron en la trocha dos agentes del Cuerpo Élite con sus armas en ristre.

Richard, arrodillado junto a Diana, levantó los brazos, y dijo: «¡No disparen!». Uno de los agentes lo miró con una cara de gran sorpresa y le preguntó:

– ¿Dónde está Pablo?

– No sé -dijo Richard-. Soy Richard Becerra, el periodista. Aquí está Diana Turbay y está herida.

– Compruébelo -dijo un agente.

Richard le mostró la cédula de identidad. Ellos y algunos campesinos que surgieron de las breñas ayudaron a transportar a Diana en una hamaca improvisada con una sábana, y la acostaron dentro del helicóptero. El dolor se le había vuelto insoportable, pero estaba tranquila y lúcida, y sabía que iba a morir.

Media hora después, el ex presidente Turbay recibió una llamada de una mente militar, para decirle que su hija Diana y Francisco Santos habían sido rescatados en Medellín mediante un operativo del Cuerpo Élite. De inmediato llamó a Hernando Santos, que lanzó un alarido de victoria, y ordenó a los telefonistas de su periódico que dieran la noticia a toda la familia dispersa. Luego llamó al apartamento de Alberto Villamizar, y le retransmitió la noticia tal como se la habían dado. «¡Qué maravilla!», gritó Villamizar. Su júbilo era sincero, pero enseguida cayó en la cuenta de que una vez liberados Pacho y Diana las únicas ejecutables que quedaban en manos de Escobar eran Maruja y Beatriz.

Mientras hacía llamadas de urgencia encendió el radio y comprobó que la noticia no estaba todavía en el aire. Iba a marcar el número de Rafael Pardo, cuando el teléfono volvió a timbrar. Era otra vez Hernando Santos para decirle descorazonado que Turbay había corregido la primera noticia. El liberado no era Francisco Santos sino el camarógrafo Richard Becerra, y Diana estaba mal herida. Sin embargo, a Hernando Santos no lo perturbaba tanto el error, como la consternación de Turbay por haberle causado una falsa alegría.

Martha Lupe Rojas no estaba en su casa cuando la llamaron del noticiero para darle la noticia de que Richard había sido liberado. Había ido a casa de sus hermanos, y estaba tan pendiente de las noticias que se llevó su radio portátil inseparable. Pero aquel día, por primera vez desde el secuestro, no funcionó.

En el taxi que la llevaba al noticiero cuando alguien le dio la noticia de que su hijo estaba a salvo, la voz familiar del periodista Juan Gossaín la puso en la realidad: las informaciones de Medellín eran todavía muy confusas. Se había comprobado que Diana Turbay estaba muerta, pero no había nada claro sobre Richard Becerra. Martha Lupe empezó a rezar en voz baja: «Dios mío haz que las balas le pasen por un lado y no lo toquen». En ese momento, Richard llamó a su casa desde Medellín para contarle que estaba a salvo, y no la encontró. Pero el grito emocionado de Gossaín le devolvió el alma a Martha Lupe:

– ¡Extra! ¡Extra! ¡El camarógrafo Richard Becerra está vivo!

Martha Lupe se echó a llorar, y no pudo controlarse hasta tarde en la noche, cuando recibió a su hijo en la redacción del noticiero Criptón. Hoy lo recuerda: «Estaba en los puros huesos, pálido y barbudo, pero vivo».

Rafael Pardo había recibido la noticia minutos antes en su oficina por una llamada de un periodista amigo que quería confirmar una versión del rescate. Llamó al general Maza Márquez y luego al director de la policía, general Gómez Padilla, y ninguno sabía de operativo de rescate. Al rato lo llamó Gómez Padilla y le informó que había sido un encuentro fortuito con el Cuerpo Élite en el curso de una operación de búsqueda de Escobar. Las unidades que operaban, dijo Gómez Padilla, no tenían ninguna información previa de que hubiera secuestradores en el lugar.

Desde que recibió la noticia de Medellín, el doctor Turbay había tratado de comunicarse con Nydia en la casa de Tabio, pero el teléfono estaba descompuesto. Mandó en una camioneta a su jefe de escolta con la noticia de que Diana estaba a salvo y la tenían en el hospital de Medellín para los exámenes de rutina. Nydia la recibió a las dos de la tarde, y en vez del grito de júbilo que había dado la familia, adoptó una actitud de dolor y asombro, y exclamó:

– ¡Mataron a Diana!

En el camino de Egreso a Bogotá, mientras escuchaba las noticias de la radio, se le acentuó la incertidumbre. «Seguí llorando -diría más tarde-. Pero entonces mi llanto no era a gritos, como antes, sino sólo de lágrimas». Hizo una escala en su casa para cambiarse de ropa antes de ir al aeropuerto, donde esperaba a la familia el decrépito Fokker presidencial que volaba por la gracia divina después de casi treinta años de trabajos forzados. La noticia en ese momento era que Diana estaba bajo cuidados intensivos, pero Nydia no le creía nada a nadie más que a sus instintos. Fue derecho al teléfono, y pidió hablar con el presidente de la república.