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Fue una tensión de cuatro días en los que fueron dando poco a poco los pedazos dispersos de la. noticia. El tercer día dijeron que soltarían sólo un rehén. Que podía ser Beatriz, porque a Francisco Santos y a Maruja los tenían reservados para destinos más altos. Lo más angustioso para ellas era no poder confrontar esas noticias con las de la calle. Y sobre todo con Alberto, que tal vez conociera mejor que los mismos jefes la causa real de las incertidumbres.

Por fin, el día 7 de febrero llegaron más temprano que de costumbre y destaparon el juego: salía Beatriz. Maruja tendría que esperar una semana más. «Faltan todavía unos detañitos», dijo uno de los encapuchados. Beatriz sufrió una crisis de locuacidad que dejó a los jefes agotados, y al mayordomo y su mujer, y por último a los guardianes. Maruja no le puso atención, herida por un rencor sordo contra su marido, por la idea peregrina de que había preferido liberar a la hermana antes que a ella. Fue presa del encono durante toda la tarde, y sus rescoldos se mantuvieron tibios durante varios días.

Aquella noche la pasó aleccionando a Beatriz sobre cómo debía contarle a Alberto Villamizar los pormenores del secuestro, y el modo como debía manejarlos para mayor seguridad de todos. Cualquier error, por inocente que pareciera, podía costar una vida. Así que Beatriz debía hacerle a su hermano un relato escueto y veraz de la situación sin atenuar ni exagerar nada que pudiera hacerlo sufrir menos o preocuparse más: la verdad cruda. Lo que no debía decirle era cualquier dato que permitiera identificar el lugar donde ellas estaban. Beatriz lo resintió.

– ¿Es que usted no confía en mi hermano?

– Más que en nadie en este mundo -dijo Maruja-, pero este compromiso es entre usted y yo, y nadie más. Usted me responde de que nadie lo sepa.

Su temor era fundado. Conocía el carácter impulsivo de su esposo, y quería evitar por el bien de ambos y de todos que intentara un rescate con la fuerza pública. Otro mensaje a Alberto era que consultara si la medicina que tomaba ella para la circulación no tenía efectos secundarios. El resto de la noche se les fue preparando un sistema más eficaz para cifrar los mensajes por radio y televisión, y para el caso de que en el futuro autorizaran la correspondencia escrita. Sin embargo, en el fondo de su alma estaba dictando un testamento: qué debía hacerse con los hijos, con sus antigüedades, con las cosas comunes que merecían una atención especial. Fue tan vehemente, que uno de los guardianes que la oyó se apresuró a decirle.

– Tranquila -le dijo-. A usted no le va a pasar nada.

Al día siguiente esperaron con mayor ansiedad, pero nada pasó. Siguieron conversando durante la tarde. Por fin, a las siete de la noche, la puerta se abrió de golpe y entraron los dos jefes conocidos, y uno nuevo, y se dirigieron de frente a Beatriz:

– Venimos por usted, alístese.

Beatriz se aterrorizó con aquella repetición terrorífica de la noche en que se llevaron a Marina: la misma puerta que se abrió, la misma frase que podía servir por igual para ser libre que para morir, el mismo enigma sobre su destino. No entendía por qué a Marina, como a ella, le habían dicho: «Venimos por usted», en vez de lo que ella ansiaba oír: «Vamos a liberarla». Tratando de provocar la respuesta con un golpe de astucia, preguntó:

– ¿Me van a liberar con Marina?

Los dos jefes se crisparon.

– ¡No haga preguntas! -le respondió uno de ellos con un gruñido áspero-. ¡Yo qué voy a saber de eso!

Otro, más persuasivo, remató:

– Una cosa no tiene nada que ver con la otra. Esto es político.

La palabra que Beatriz ansiaba -liberación- se quedó sin ser dicha. Pero el ambiente era alentador. Los jefes no tenían prisa. Damaris, con una minifalda de colegiala, les llevó gaseosas y un ponqué para la despedida. Hablaron de la noticia del día que las cautivas ignoraban: habían secuestrado en Bogotá, en operaciones separadas, a los industriales Lorenzo King Mazuera y Eduardo Puyana, al parecer por los Extraditables. Pero también les contaron que Pablo Escobar estaba ansioso por entregarse al cabo de tanto tiempo de vivir al azar. Inclusive, se decía, en las alcantarillas. Prometieron llevar el televisor y el radio esa misma noche para que Maruja pudiera ver a Beatriz rodeada por su familia.

El análisis de Maruja parecía razonable. Hasta entonces sospechaba que Marina había sido ejecutada, pero aquella noche no le quedó duda alguna por la diferencia del ceremonial en ambos casos. Para Marina no habían ido Jefes a aclimatar los ánimos con varios días de anticipación. Tampoco habían ido a buscarla, sino que mandaron a dos matones rasos sin ninguna autoridad y con sólo cinco minutos para cumplir la orden. La despedida con tarta y vino que le hicieron a Beatriz habría sido un homenaje macabro si fueran a matarla. En el caso de Marina les habían quitado el televisor y el radio para que ellas no se enteraran de su ejecución, y ahora ofrecían devolverlos para atenuar con una buena noticia los estragos de la mala. Maruja concluyó entonces sin más vueltas que Marina había sido ejecutada y que Beatriz se iba libre.

Los jefes le concedieron diez minutos para arreglarse mientras ellos iban a tomar un café. Beatriz no podía conjurar la idea de que estaba volviendo a vivir la última noche de Marina. Pidió un espejo para maquillarse. Damaris le llevó uno grande con un marco de hojas doradas. Maruja y Beatriz, al cabo de tres meses sin espejo, se apresuraron a verse. Fue una de las experiencias más sobrecogedoras del cautiverio. Maruja tuvo la impresión de que no se hubiera reconocido si se hubiera encontrado consigo misma en la calle. «Me morí de pánico», ha dicho después. «Me vi flaca, desconocida, como si me hubiera maquillado para una caracterización de teatro». Beatriz se vio lívida, con diez kilos menos y el cabello largo y marchito, y exclamó espantada: «¡Ésta no soy yo!». Muchas veces, entre bromas y veras, había sentido la vergüenza de que algún día la liberaran en tan mal estado, pero nunca se imaginó que en realidad fuera tan malo. Luego fue peor, porque uno de los jefes encendió el foco central, y la atmósfera del cuarto se hizo aún más siniestra, Uno de los guardianes sostuvo el espejo para que Beatriz se peinara. Ella quiso maquillarse pero Maruja se lo impidió. «¡Cómo se le ocurre! -le dijo, escandalizada-. ¿Usted piensa echarse eso, con esta palidez? Va a quedar terrible». Beatriz le hizo caso. También ella se perfumó con la loción de hombre que Lamparón le había regalado. Por último se tragó sin agua una pastilla tranquilizante.

En el talego, junto con sus otras cosas, estaba la ropa que llevaba puesta la noche del secuestro, pero prefirió la sudadera rosada con menos uso. Dudó de ponerse sus zapatos planos que estaban enmohecidos debajo de la cama, y que además no le iban bien con la sudadera. Damaris quiso darle unos zapatos de tenis que usaba para hacer gimnasia. Eran de su número exacto, pero con un aspecto tan indigente que Beatriz los rechazó con el pretexto de que le quedaban apretados. De modo que se puso sus zapatos planos, y se hizo una cola de caballo con una cinta elástica. Al final, por obra y gracia de tantas penurias, quedó con el aspecto de una colegiala.

No le pusieron una capucha como a Marina, sino que trataron de vendarle los ojos con esparadrapos para que no pudiera reconocer el camino ni las caras. Ella se opuso, consciente de que al quitárselos iban a arrancarle las cejas y las pestañas. «Espérense -les dijo-. Yo los ayudo». Entonces se puso un buen copo de algodón sobre cada párpado y se los fijaron con esparadrapos.

La despedida fue rápida y sin lágrimas. Beatriz estaba a punto de llorar pero Maruja se lo impidió con una frialdad calculada para darle ánimos. «Dígale a Alberto que esté tranquilo, que lo quiero mucho, y que quiero mucho a mis hijos», dijo. Se despidió con un beso. Ambas sufrieron. Beatriz, porque a la hora de la verdad la asaltó el terror de que tal vez fuera más fácil matarla que dejarla libre. Maruja, por el terror doble de que mataran a Beatriz, y por quedarse sola con los cuatro guardianes. Lo único que no se le ocurrió fue que la ejecutaran una vez liberada Beatriz.