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Villamizar se fue a Itagüí para visitar a los tres hermanos Ochoa, con la carta de Nydia y los poderes no escritos del gobierno. Lo acompañaron dos escoltas de DAS, y la policía de Medellín los reforzó con otros seis. Encontró a los Ochoa apenas instalados en la cárcel de alta seguridad con tres controles escalonados, lentos y repetitivos, cuyos muros de adobes pelados daban la impresión de una iglesia sin terminar. Los corredores desiertos, las escaleras angostas con barandas de tubos amarillos, las alarmas a la vista, terminaban en un pabellón del tercer piso donde los tres hermanos Ochoa descontaban los años de sus condenas fabricando primores de talabarteros: sillas de montar y toda clase de arneses de caballería. Allí estaba la familia en pleno: los hijos, los cuñados, las hermanas. Martha Nieves, la más activa, y María Lía, la esposa de Jorge Luis, hacían los honores con la hospitalidad ejemplar de los paisas.

La llegada coincidió con la hora del almuerzo, que se sirvió en un galpón abierto al fondo del patio, con carteles de artistas de cine en las paredes, un equipo profesional de cultura física y un mesón de comer para doce personas. Por un acuerdo de seguridad la comida se preparaba en la cercana hacienda de La Loma, residencia oficial de la familia, y aquel día fue un muestrario suculento de la cocina criolla. Mientras comían, como es de rigor en Antioquia, no se habló de nada más que de la comida.

En la sobremesa, con todos los formalismos de un consejo de familia, se inició el diálogo. No fue tan fácil como pudo suponerse por la armonía del almuerzo. Lo inició Villamizar con su modo lento, calculado, explicativo, que deja poco margen para las preguntas porque todo parece contestado de antemano. Hizo el relato minucioso de sus negociaciones con Guido Parra y de su ruptura violenta, y terminó con su convicción de que sólo el contacto directo con Pablo Escobar podía salvar a Maruja.

– Tratemos de parar esta barbarie -dijo-. Hablemos en lugar de cometer más errores. Para empezar, sepan que no hay la más mínima posibilidad de que intentemos un rescate por la fuerza. Prefiero conversar, saber qué es lo que pasa, qué es lo que pretenden.

Jorge Luis, el mayor, tomó la voz cantante. Contó las penurias de la familia en la confusión de la guerra sucia, las razones y las dificultades de su entrega, y la preocupación insoportable de que la Constituyente no prohibiera la extradición.

– Ésta ha sido una guerra muy dura para nosotros -dijo-. Usted no se imagina lo que hemos sufrido, lo que ha sufrido la familia, los amigos. Nos ha pasado de todo.

Sus datos eran precisos: Martha Nieves, su hermana, secuestrada; Alonso Cárdenas, su cuñado, secuestrado y asesinado en 1986; Jorge Iván Ochoa, su tío, secuestrado en 1983 y sus primos Mario Ochoa y Guillermo León Ochoa, secuestrados y asesinados.

Villamizar, a su turno, trató de mostrarse tan víctima de la guerra como ellos, y hacerles entender que lo que sucediera de allí en adelante iban a pagarlo todos por igual. «Lo mío ha sido por lo menos igual de duro que lo de ustedes -dijo-. Los Extraditables intentaron asesinarme en el 86, tuve que irme al otro lado del mundo y hasta allá me persiguieron, y ahora me secuestran a mi esposa y a mi hermana». Sin embargo, no se quejaba, sino que se ponía al nivel de sus interlocutores.

– Es un abuso -concluyó-, y ya es hora de que empecemos a entendernos.

Sólo ellos hablaban. El resto de la familia escuchaba en un silencio triste de funeral, mientras las mujeres asediaban al visitante con sus atenciones sin intervenir en la conversación.

– Nosotros no podemos hacer nada -dijo Jorge Luis-. Aquí estuvo doña Nydia. Entendimos su situación, pero le dijimos lo mismo. No queremos problemas.

– Mientras la guerra siga todos ustedes están en peligro, aun dentro de estas cuatro paredes blindadas -Insistió Villamizar-. En cambio, si se acaba ahora tendrán a su papá y a su mamá, y a toda su familia intacta. Eso no sucederá mientras Escobar no se entregue a la justicia y Maruja y Francisco vuelvan sanos y salvos a sus casas. Pero tengan por seguro que si los matan la pagarán también ustedes, la pagarán sus familias, todo el mundo.

En las tres horas largas de la entrevista en la cárcel cada quien demostró su dominio para llegar hasta el borde mismo del precipicio. Villamizar apreció en Ochoa su realismo paisa. A los Ochoa les impresionó la manera directa y franca con que el visitante desmenuzaba los temas. Habían vivido en Cúcuta -la tierra de Villamizar-, conocían mucha gente de allá y se entendían bien con ella. Al final, los otros dos Ochoa intervinieron, y Martha Nieves descargaba el ambiente con sus gracejos criollos. Los hombres parecían firmes en su negativa a intervenir en una guerra de la cual ya se sentían a salvo, pero poco a poco se hicieron más reflexivos.

– Está bien, pues -concluyó Jorge Luis-. Nosotros le mandamos el mensaje a Pablo y le decimos que usted estuvo aquí. Pero lo que le aconsejo es que hable con mi papá. Está en la hacienda de La Loma y le dará mucho gusto hablar con usted.

De modo que Villamizar fue a la hacienda con la familia en pleno, y sólo con los dos escoltas que había llevado de Bogotá, pues a los Ochoa les pareció demasiado visible el aparato de seguridad. Llegaron hasta el portal, y caminaron a pie como un kilómetro hacia la casa por un sendero de árboles frondosos y bien cuidados. Varios hombres sin armas a la vista les cerraron el paso a los escoltas y los invitaron a cambiar de rumbo. Hubo un instante de zozobra, pero los de la casa calmaron a los forasteros con buenas maneras y mejores razones.

– Caminen y coman algo por aquí -les dijeron-, que el doctor tiene que hablar con don Fabio.

Al final de la arboleda estaba la plazoleta y al fondo la casa grande y en orden. En la terraza, que dominaba las praderas hasta el horizonte, el viejo patriarca esperaba la visita. Con él estaba el resto de la familia, todas mujeres y casi todas de luto por sus muertos en la guerra. Aunque era la hora de la siesta, habían preparado toda clase de cosas de comer y de beber.

Villamizar se dio cuenta desde el saludo de que don Fabio tenía ya un informe completo de la conversación en la cárcel. Eso abrevió los preámbulos. Villamizar se limitó a repetir que el recrudecimiento de la guerra podría perjudicar mucho más a su familia, numerosa y próspera, que no estaba acusada de homicidio ni terrorismo. Por lo pronto tres de sus hijos estaban a salvo, pero el porvenir era impredecible. Así que nadie debería estar más interesado que ellos en el logro de la paz, y eso no sería posible mientras Escobar no siguiera el ejemplo de sus hijos.

Don Fabio lo escuchó con una atención plácida, aprobando con leves movimientos de cabeza lo que le parecía acertado. Luego, con frases breves y contundentes como epitafios, dijo en cinco minutos lo que pensaba. Cualquier cosa que se hiciera -dijo- se encontraría al final con que faltaba lo más importante: hablar con Escobar en persona. «De modo que lo mejor es empezar por ahí», dijo. Pensaba que Villamizar era el adecuado para intentarlo, porque Escobar sólo creía en hombres cuya palabra fuera de oro.

– Y usted lo es -concluyó don Fabio-. El problema es demostrárselo.

La visita había empezado en la cárcel a las diez de la mañana y terminó a las seis de la tarde en La Loma. Su mayor logro fue romper el hielo entre Villamizar y los Ochoa para el propósito común -ya acordado con el gobierno- de que Escobar se entregara a la justicia. Esa certidumbre le dio ánimos a Villamizar para transmitirle sus impresiones al presidente. Pero al llegar a Bogotá se encontró con la mala noticia de que también el presidente estaba sufriendo en carne propia el dolor de un secuestro.