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Nunca se había sentido más dueña de sí. Era claro que sus guardianes tenían instrucciones de no maltratarla, y se jugó la carta de que la necesitaban viva a toda costa. Fue un cálculo certero: tres días después de la liberación de Beatriz, muy temprano, la puerta se abrió sin ningún anuncio, y entró el mayordomo con el radio y el televisor. «Usted se va a enterar ahora de una cosa», le dijo a Maruja. Y enseguida, sin dramatismo, le soltó la noticia:

– Doña Marina Montoya está muerta.

Al contrario de lo que ella misma hubiera esperado, Maruja lo oyó como si lo hubiera sabido desde siempre. Lo asombroso para ella habría sido que Marina estuviera viva. Sin embargo, cuando la verdad le llegó al corazón se dio cuenta de cuánto la quería y cuánto habría dado porque no fuera cierta.

– ¡Asesinos! -le dijo al mayordomo-. Eso es lo que son todos ustedes: ¡asesinos!

En ese instante apareció el Doctor en la puerta, y quiso calmar a Maruja con la noticia de que Beatriz estaba feliz en su casa, pero ella no lo creería mientras no la viera con sus ojos en la televisión o la oyera por la radio. En cambio el recién llegado le pareció como mandado a hacer para un desahogo.

– Usted no había vuelto por aquí -le dijo-. Y lo comprendo: debe estar muy avergonzado de lo que hizo con Marina.

Él necesitó un instante para reponerse de la sorpresa.

– ¿Qué pasó? -lo instigó Maruja-. ¿Estaba condenada a muerte?

Él explicó entonces que se trataba de vengar una traición doble. «Lo de usted es distinto», dijo. Y repitió lo que ya había dicho antes: «Es político». Maruja lo escuchó con la rara fascinación que infunde la idea de la muerte a los que sienten que van a morir.

– Al menos dígame cómo fue -dijo-. ¿Marina se dio cuenta?

– Le juro que no -dijo él.

– ¡Pero cómo no! -persistió Maruja-. ¡Cómo no iba a darse cuenta!

– Le dijeron que la iban a llevar a otra finca -dijo él con la ansiedad de que se lo creyera-. Le dijeron que se bajara del carro, y ella siguió caminando adelante y le dispararon por detrás de la cabeza. No pudo darse cuenta de nada.

La imagen de Marina caminando a tientas con la capucha al revés hacia una finca imaginaria iba a perseguir a Maruja muchas noches de insomnios. Más que a la muerte misma, le temía a la lucidez del momento final. Lo único que le infundió algún consuelo fue la caja de pastillas somníferas que había ahorrado como perlas preciosas, para tragarse un puñado antes que dejarse arrastrar por las buenas al matadero.

En las noticias del mediodía vio por fin a Beatriz, rodeada de su gente y en un apartamento lleno de flores que reconoció al instante a pesar de los cambios: era el suyo. Sin embargo, la alegría de verla se estropeó con el disgusto de la nueva decoración. La biblioteca nueva le pareció bien hecha y en el lugar en que ella la quería, pero los colores de las paredes y las alfombras eran insoportables, y el caballo de la dinastía Tang estaba atravesado donde más estorbaba. Indiferente a su situación empezó a regañar al marido y a los hijos como si pudieran oírla en la pantalla. «¡Qué brutos! -gritó-. ¡Es todo al revés de lo que yo había dicho!» Los deseos de salir libre se redujeron por un instante a las ansias de cantarles la tabla por lo mal que lo habían hecho.

En esa tormenta de sensaciones y sentimientos encontrados, los días se le habían hecho invivibles y las noches, interminables. La impresionaba dormir en la cama de Marina, cubierta con su manta, atormentada por su olor, y cuando empezaba a dormirse oía en las tinieblas, junto a ella en la misma cama, sus susurros de abeja. Una noche no fue una alucinación sino un prodigio de la vida real. Marina la agarró del brazo con su mano de viva, tibia y tierna, y le sopló al oído con su voz naturaclass="underline" «Maruja».

No lo consideró una alucinación porque en Yakarta había vivido otra experiencia fantástica. En una feria de antigüedades había comprado la escultura de un hermoso mancebo de tamaño natural, con un pie apoyado sobre la cabeza de un niño vencido. Tenía una aureola como los santos católicos, pero ésta era de latón, y d estilo y los materiales hacían pensar en un añadido de pacotilla. Sólo tiempo después de tenerla en el mejor lugar de la casa se enteró de que era el Dios de la Muerte.

Maruja soñó una noche que trataba de arrancarle la aureola a la estatua porque le parecía muy fea, pero no lo logró. Estaba soldada al bronce. Despertó muy molesta por el mal recuerdo, corrió a ver la estatua en el salón de la casa, y encontró al dios descoronado y la aureola tirada en el piso como si fuera el final de su sueño. Maruja -que es racionalista y agnóstica-, se conformó con la idea de que era ella misma, en un episodio irrecordable de sonambulismo, quien le había quitado la aureola al Dios de la Muerte.

Al principio del cautiverio se había sostenido por la rabia que le causaba la sumisión de Marina. Más tarde fue la compasión por su amargo destino y los deseos de darle alientos para vivir. La sostuvo el deber de fingir una fuerza que no tenía cuando Beatriz empezaba a perder el control, y la necesidad de mantener su propio equilibrio cuando la adversidad las abrumaba. Alguien tenía que asumir el mando para no hundirse, y había sido ella, en un espacio lúgubre y pestilente de tres metros por dos y medio, durmiendo en el suelo, comiendo sobras de cocina y sin la certidumbre de estar viva en el minuto siguiente. Pero cuando no quedó nadie más en el cuarto ya no tenía por qué fingir: estaba sola ante sí misma La certidumbre de que Beatriz había informado a su familia sobre el modo como podían dirigirse a ella por radio y televisión la mantuvo alerta. En efecto, Villamizar apareció varias veces con sus voces de aliento, y sus hijos la consolaron con su imaginación y su gracia. De pronto, sin ningún anuncio, se rompió el contacto durante dos semanas. Entonces la embargó una sensación de olvido. Se derrumbó. No volvió a caminar. Permaneció acostada de cara a la pared, ajena a todo, comiendo y bebiendo apenas para no morir. Volvió a sentir los mismos dolores de diciembre, los mismos calambres y punzadas en las piernas que habían hecho necesaria la visita del médico. Pero esta vez no se quejó siquiera.

Los guardianes, enredados en sus conflictos personales y discrepancias internas, se desentendieron de ella. La comida se enfriaba en el plato y tanto el mayordomo como su mujer parecían no enterarse de nada. Los días se hicieron más largos y áridos. Tanto, que hasta añoraba a veces los momentos peores de los primeros días. Perdió el interés por la vida. Lloró. Una mañana al despertar se dio cuenta horrorizada de que su brazo derecho se alzaba por sí solo.

El relevo de la guardia de febrero fue providencial. En vez de la pandilla de Barrabás mandaron cuatro muchachos nuevos, serios, disciplinados y conversadores. Tenían buenos modales y una facilidad de expresión que fueron un alivio para Maruja. De entrada la invitaron a jugar nintendo y otras diversiones de televisión. El juego los acercó. Ella notó desde el principio que tenían un lenguaje común, y eso les facilitó una comunicación. Sin duda habían sido instruidos para vencer su resistencia y levantarle la moral con un trato distinto, pues empezaron a convencerla de que siguiera con la orden médica de caminar en el patio, de que pensara en su esposo, en sus hijos, y en no defraudar la esperanza que éstos tenían de verla pronto y en buen estado.

El ambiente fue propicio para los desahogos. Consciente de que también ellos eran prisioneros y tal vez necesitaban de ella, Maruja les contaba sus experiencias con tres hijos varones que ya habían pasado por la adolescencia. Les contó episodios significativos de su crianza y educación, de sus costumbres y sus gustos. También los guardianes, ya más confiados, le hablaron de sus vidas.

Todos eran bachilleres y uno de ellos había hecho por lo menos un semestre de universidad. Al contrario de los anteriores, decían pertenecer a familias de clase media, pero de una u otra manera estaban marcados por la cultura de las comunas de Medellín. El mayor de ellos, de veinticuatro años, a quien llamaban la Hormiga, era alto y apuesto, y de índole reservada. Había interrumpido sus estudios universitarios cuando sus padres murieron en un accidente de tránsito y no había encontrado más salida que el sicariato. Otro, a quien llamaban Tiburón, contaba divertido que había aprobado la mitad del bachillerato amenazando a sus profesores con un revólver de juguete. Al más alegre del equipo, y de todos los que pasaron por allí, lo llamaban el Trompo y lo parecía, en efecto. Era muy gordo, de piernas cortas y frágiles, y su afición por el baile llegaba a extremos de locura. Alguna vez puso en la grabadora una cinta de salsa después del desayuno, y la bailó sin interrupción y con ímpetu frenético hasta el final de su turno. El más formal, hijo de una maestra de escuela, era lector de literatura y de periódicos, y estaba bien informado de la actualidad del país. Sólo tenía una explicación para estar en aquella vida: «Porque es muy chévere».