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Sin embargo, tal como Maruja lo vislumbró desde el principio, no fueron insensibles al trato humano. Lo cual, a su vez, no sólo le dio a ella nuevos ánimos para vivir, sino la astucia para ganar ventajas que tal vez los mismos guardianes no tenían previstas.

– No se crean que voy a hacer pendejadas con ustedes -les dijo-. Estén seguros de que no haré nada de lo que está prohibido, porque sé que esto va a terminar pronto y bien. Entonces no tiene sentido que me constriñan tanto.

Con una autonomía que no tuvo ninguno de los guardianes anteriores -ni siquiera sus jefes-, los nuevos se atrevieron a relajar el régimen carcelario mucho más de lo que la misma Maruja esperaba. La dejaron moverse por el cuarto, hablar con la voz menos forzada, ir al baño sin un horario fijo. El nuevo trato le devolvió los ánimos para dedicarse al cuidado de sí misma, gracias a la experiencia de Yakarta. Sacó buen provecho de unas lecciones de gimnasia que hizo para ella una maestra en el programa de Alexandra, y cuyo título parecía llevar nombre propio: ejercicios en espacios reducidos. Era tal su entusiasmo, que uno de los guardianes le preguntó con un gesto de sospecha: «¿No será que ese programa tiene algún mensaje para usted?». Trabajo le costó a Maruja convencerlo de que no. Por esos días la emocionó también la aparición sorpresiva de Colombia los Reclama, que no sólo le pareció bien concebido y bien hecho, sino también el más adecuado para sostener en alto la moral de los dos últimos rehenes. Se sintió mejor comunicada y más identificada con los suyos. Pensaba que ella hubiera hecho lo mismo Corno campaña, como medicina, como golpe de opinión, hasta el punto de que llegó a acertar en las apuestas que hacía con los guardianes sobre quién iba a aparecer en la pantalla al día siguiente. Una vez apostó a que saldría Vicky Hernández, la gran actriz, su gran amiga, y ganó. Un premio mejor, en todo caso, fue que el solo hecho de ver a Vicky y de escuchar su mensaje le provocó uno de los pocos instantes felices del cautiverio.

También las caminatas del patio empezaron a dar frutos. El pastor alemán, alegre de verla otra vez, trató de meterse por debajo del portón para retozar con Maruja, pero ella lo calmó con sus mimos por temor de despertar los recelos de los guardianes. Marina le había dicho que el portón daba a un potrero apacible de corderos y gallinas. Maruja lo comprobó con una rápida mirada bajo la claridad lunar. Sin embargo, también se dio cuenta entonces de que un hombre armado con una escopeta montaba guardia por fuera de la cerca. La ilusión de escapar con la complicidad del perro quedó cancelada.

El 20 de febrero -cuando la vida parecía haber recobrado su ritmo- se enteraron por radio de que en un potrero de Medellín habían encontrado el cadáver del doctor Conrado Prisco Lopera, primo de los jefes de la banda, quien había desaparecido dos días antes. Su primo Edgar de Jesús Botero Prisco fue asesinado a los cuatro días. Ninguno de los dos tenía antecedentes penales. El doctor Prisco Lopera era el que había atendido a Juan Vitta con su nombre y a cara descubierta, y Maruja se preguntaba si no sería el mismo enmascarado que la había examinado días antes.

Al igual que la muerte de los hermanos Priscos en enero, éstas causaron una gran impresión entre los guardianes y aumentaron el nerviosismo del mayordomo y su familia. La idea de que el cartel cobraría sus muertes con la vida de un secuestrado, como ocurrió con Marina Montoya, pasó por el cuarto como una sombra fatídica. El mayordomo entró al día siguiente sin ningún motivo v a una hora inusual.

– No es por preocuparla -le dijo a Maruja-, pero hay una cosa muy grave: una mariposa está parada desde anoche en la puerta del patio.

Maruja, incrédula de lo invisible, no entendió lo que quería decirle. El mayordomo se lo explicó con un tremendismo calculado.

– Es que cuando mataron a los otros Priscos sucedió lo mismo -dijo-: una mariposa negra estuvo pegada tres días en la puerta del baño.

Maruja recordó los oscuros presentimientos de Marina, pero se hizo la desentendida.

– ¿Y eso qué quiere decir? -preguntó.

– No sé -dijo el mayordomo-, pero debe ser de muy mal agüero porque entonces fue que mataron a doña Marina.

– ¿La de ahora es negra o carmelita? -le preguntó Maruja.

– Carmelita -dijo el mayordomo.

– Entonces es buena -dijo Maruja-. Las de mal agüero son las negras.

El propósito de asustarla no se cumplió. Maruja conocía a su marido, su modo de pensar y proceder, y no creía que anduviera tan extraviado como para quitarle el sueño a una mariposa. Sabía, sobre todo, que ni él ni Beatriz dejarían escapar ningún dato útil para un intento de rescate armado. Sin embargo, acostumbrada a interpretar sus altibajos íntimos como un reflejo del mundo exterior, no descartó que cinco muertes de una misma familia en un mes tuvieran terribles consecuencias para los dos últimos secuestrados. El rumor de que la Asamblea Constituyente tenía dudas sobre la extradición, por el contrario, debió aliviar a los Extraditables. El 28 de febrero, en una visita Oficial a los Estados Unidos el presidente Gaviria se declaró partidario decidido de mantenerla a toda costa, pero no causó alarma: la no extradición era ya un sentimiento nacional muy arraigado que no necesitaba de sobornos ni intimidaciones para imponerse. Maruja seguía aquellos acontecimientos con atención, dentro de una rutina que parecía ser un mismo día repetido. De pronto, mientras jugaban dominó con los guardianes, el Trompo cerró el juego y recogió las fichas por última vez.

– Mañana nos vamos -dijo.

Maruja no quiso creerlo, pero el hijo de la maestra se lo confirmó.

– En serio -dijo-. Mañana viene el grupo de Barrabás.

Éste fue el principio de lo que Maruja había de recordar como su marzo negro. Así como los guardianes que se iban parecían instruidos para aliviar la condena, los que llegaron estaban sin duda entrenados para volverla insoportable. Irrumpieron como un temblor de tierra. El Monje, largo, escuálido, y más sombrío y ensimismado que la última vez. Los otros, los de siempre, como si nunca se hubieran ido. Barrabás los dirigía con ínfulas de matón de cine, impartiendo órdenes militares para encontrar el escondrijo de algo que no existía, o fingiendo buscarlo para amedrentar a su víctima. Voltearon el cuarto al revés con técnicas brutales. Desbarataron la cama, destriparon el colchón y lo rellenaron tan mal que costaba trabajo seguir durmiendo en un lecho de nudos.

La vida cotidiana regresó al viejo estilo de mantener las armas listas para disparar si las órdenes no se cumplían de inmediato. Barrabás no le hablaba a Maruja sin apuntarle a la cabeza con la ametralladora. Ella, como siempre, lo plantó con la amenaza de acusarlo con sus jefes.

– No es verdad que me voy a morir sólo porque a usted se b fue una bala -le dijo-. Estése quieto o me quejo.

Esa vez no le sirvió el recurso. Parecía claro, sin embargo, que el desorden no era intimidatorio ni calculado, sino que el sistema mismo estaba carcomido desde, dentro por una desmoralización de fondo. Hasta los pleitos entre el mayordomo y Damaris, frecuentes y de colores folclóricos, se volvieron temibles. Él llegaba de la calle a cualquier hora -si llegaba- casi siempre embrutecido por la borrachera, y tenía que enfrentarse a las andanadas obscenas de la mujer. Los alaridos de ambos, y el llanto de las niñas despertadas a cualquier hora, alborotaban la casa. Los guardianes se burlaban de ellos con imitaciones teatrales que magnificaban el escándalo. Resultaba inconcebible que en medio de la barahúnda no hubiera acudido nadie aunque fuera por curiosidad.