Con aquella carta tuvo un motivo más para contestarle de su puño y letra que qué paciencia ni que paciencia carajo, con tanta como había tenido y padecido en las noches de horror en que la despertaba de pronto el pasmo de la muerte. Ignoraba que era una carta antigua, escrita entre el fracaso con Guido Parra y las primeras entrevistas con los Ochoa, cuando aún no se vislumbraba ni una luz de esperanza. No podía esperarse que fuera una carta optimista, como lo hubiera sido en esos días en que ya parecía definido el camino de su liberación.
Por fortuna, el malentendido sirvió para que Maruja tomara conciencia de que su rabia podía no ser tanto por la carta como por un rencor más antiguo e inconsciente contra el esposo: ¿por qué Alberto había permitido que soltaran sola a Beatriz si era él quien manejaba el proceso? En diecinueve años de vida común no había tenido tiempo, ni motivo ni valor para hacerse una pregunta como ésa, y la respuesta que se dio a sí misma la volvió consciente de la verdad: había resistido el secuestro porque sabía con seguridad absoluta que su esposo dedicaba cada instante de su vida a tratar de liberarla, y que lo hacía sin reposo y aun sin esperanzas por la seguridad absoluta de que ella lo sabía. Era -aunque ni él ni ella lo supieran- un pacto de amor.
Se habían conocido diecinueve años antes en una reunión de trabajo cuando ambos eran publicistas juveniles. «Alberto me gustó de una», dice Maruja. ¿Por qué? Ella no lo piensa dos veces: «Por su aire de desamparo». Era la respuesta menos pensada. A primera vista, Villamizar parecía un ejemplar típico del universitario inconforme de la época, con el cabello hasta los hombros, la barba de anteayer y una sola camisa que lavaba cuando llovía. «A veces me bañaba», dice hoy muerto de risa. A segunda vista era parrandero, acostadizo y de genio atravesado. Pero Maruja lo vio de una vez a tercera vista, como un hombre que podía perder la cabeza por una mujer bella, y más si era inteligente y sensible, y más aún si tenía de sobra lo único que hacía falta para acabar de criarlo: una mano de hierro y un corazón de alcachofa.
Preguntado qué le había gustado de ella, Villamizar contesta con un gruñido. Tal vez porque Maruja, aparte de sus gracias visibles, no tenía las mejores credenciales para enamorarse de ella. Estaba en la flor de sus treinta años, se había casado por la Iglesia católica a los diecinueve, y tenía cinco hijos de su esposo -tres mujeres y dos hombres-, que habían nacido con intervalos de quince meses. «Se lo conté todo de una -dice Maruja para que supiera que estaba metiéndose en terreno minado». El la oyó con otro gruñido, y en vez de invitarla a almorzar le pidió a un amigo común que los invitara a los dos. Al día siguiente la invitó él con el mismo amigo, al tercer día la invitó a ella sola, y al cuarto día se vieron los dos sin almorzar. Así siguieron encontrándose todos los días con las mejores intenciones. Cuando se le pregunta a Villamizar si estaba enamorado o sólo quería acostarse con ella, dice en santandereano puro: «No joda, era de lo más serio». Tal vez no se imaginaba él mismo hasta qué punto lo era.
Maruja tenía un matrimonio sin sobresaltos, sin un sí ni un no, perfecto, pero quizás le hacía falta el gramo de inspiración y de riesgo que ella necesitaba para sentirse viva. Liberaba su tiempo para Villamizar con pretextos de oficina. Inventaba más trabajo del que tenía, inclusive los sábados desde las doce del día hasta las diez de la noche. Los domingos y feriados improvisaban fiestas juveniles, conferencias de arte, cineclubes de media noche, cualquier cosa, sólo por estar juntos. Él no tenía problemas: era soltero y a la orden, vivía a su aire y comía a la carta, y con tantas novias de sábado que era como no tener ninguna. Sólo le faltaba la tesis final para ser médico cirujano como su padre, pero los tiempos eran más propicios para vivir fe vida que para curar enfermos. El amor empezaba a salirse de los boleros, se acabaron las esquelas perfumadas que habían durado cuatro siglos, las serenatas lloradas, los monogramas en los pañuelos, el lenguaje de las flores, los cines desiertos a las tres de la tarde, y el mundo entero andaba como envalentonado contra la muerte por la demencia feliz de los Beatles.
Al año de conocerse se fueron a vivir juntos con los hijos de Maruja en un apartamento de cien metros cuadrados. «Era un desastre», dice Maruja. Con razón: vivían en medio de unas peloteras de todos contra todos, de estropicios de platos rotos, de celos y suspicacias para niños y adultos. «A veces lo odiaba a muerte», dice Maruja. «Y yo a ella», dice Villamizar. «Pero sólo por cinco minutos», ríe Maruja. En octubre de 1971 se casaron en Ureña, Venezuela, y fue como agregar un pecado más a su vida, porque el divorcio no existía y muy pocos creían en la legalidad del matrimonio civil. A los cuatro años nació Andrés, hijo único de los dos. Los sobresaltos continuaban pero les dolían menos: la vida se había encargado de enseñarles que la felicidad del amor no se hizo para dormirse en ella sino para joderse juntos.
Maruja era hija de Álvaro Pachón de la Torre, un periodista estrella de los cuarenta, que había muerto con dos colegas notables en un accidente de tránsito histórico en el gremio. Huérfana también de madre, ella y su hermana Gloria habían aprendido a defenderse solas desde muy jóvenes. Maruja había sido dibujante y pintora a los veinte años, publicista precoz, directora y guionista de radio y televisión, jefe de relaciones públicas o publicidad de empresas mayores, y siempre periodista. Su talento artístico y su carácter impulsivo se imponían de entrada, con la ayuda de un don de mando bien escondido tras el remanso de sus ojos gitanos. A Villamizar, por su lado, se le olvidó la medicina, se cortó el pelo, tiró a la basura la camisa única, se puso corbata, y se hizo experto en ventas masivas de todo lo que le dieran a vender. Pero no cambió su modo de ser. Maruja reconoce que fue él, más que los golpes de la vida, quien la curó del formalismo y las inhibiciones de su medio social.
Trabajaban cada uno por su lado y con éxito mientras los hijos crecían en la es cuela. Maruja volvía a casa a las seis de la tarde para ocuparse de ellos. Escarmentada por su propia educación estricta y convencional, quiso ser una madre distinta que no asistía a las reuniones de padres en el colegio ni ayudaba a hacer las tareas. Las hijas se quejaban: «Queremos una mamá como las otras». Pero Maruja los sacó a pulso por el lado contrario, con la independencia y la formación para hacer lo que les diera la gana. Lo curioso es que a todos les dio la gana de ser lo que ella hubiera querido que fueran. Mónica es hoy pintora egresada de la Academia de Bellas Artes de Roma, y una diseñadora gráfica. Alexandra es periodista y programadora y directora de televisión. Juana es guionista y directora de televisión y cine. Nicolás es compositor de música para cine y televisión. Patricio es sicólogo profesional. Andrés, estudiante de economía, picado por el alacrán de la política gracias al mal ejemplo de su padre, fue elegido por votación popular, a los veintiún años, edil de la alcaldía menor de Chapinero, en el norte de Bogotá.