La complicidad de Luis Carlos Galán y Gloria Pachón desde que eran novios fue decisiva para una carrera política que ni Alberto ni Maruja habían vislumbrado. Galán, a sus treinta y siete años, entró en la recta final para la presidencia de la república por el Nuevo Liberalismo. Su esposa Gloria, también periodista, y Maruja, ya veterana en promoción y publicidad, concibieron y dirigieron estrategias de imagen para seis campañas electorales. La experiencia de Villamizar en ventas masivas le había dado un conocimiento logístico de Bogotá que muy pocos políticos tenían. Los tres en equipo hicieron en un mes frenético la primera campaña electoral del Nuevo Liberalismo en la capital, y barrieron a electoreros curtidos. En las elecciones de 1982 Villamizar se inscribió en el sexto renglón de una lista que no esperaba elegir más de cinco representantes para la Cámara, y eligió nueve. Por desgracia, aquella victoria fue el preludio de una nueva vida que había de conducir a Alberto y a Maruja -ocho años después- a la tremenda prueba de amor del secuestro. Unos diez días después de la carta, el jefe grande al que llamaban el Doctor -ya reconocido como el gran gerente del secuestro-, visitó a Maruja sin anunciarse. Después de verlo en la primera casa adonde la llevaron la noche de la captura, había vuelto unas tres veces antes de la muerte de Marina. Mantenía con ésta largas conversaciones en susurros, sólo explicables por una confianza muy antigua. Su relación con Maruja había sido siempre la peor. Para cualquier intervención de ella, por simple que mera, tenía una réplica altanera y un tono brutal.
«Usted no tiene nada que decir aquí». Cuando estaban todavía las tres rehenes ella quiso hacerle un reclamo por las condiciones miserables del cuarto a las que atribuía su tos pertinaz y sus dolores erráticos.
– Yo he pasado noches peores en sitios mil veces peores que éste -le contestó él con rabia-. ¿Qué se creen ustedes?
Sus visitas eran anuncios de grandes acontecimientos, buenos o malos, pero siempre decisivos. Esta vez, sin embargo, alentada por la carta de Escobar, Maruja tuvo ánimos para enfrentarlo.
La comunicación fue inmediata y de una fluidez sorprendente. Ella empezó por preguntarle sin resentimientos qué quería Escobar, cómo iba la negociación, qué posibilidades había de que se entregara pronto. Él le explicó sin reticencias que nada sería fácil sin las garantías suficientes para la seguridad de Pablo Escobar y la de su familia y su gente. Maruja le preguntó por Guido Parra, cuya gestión la había ilusionado y cuya desaparición súbita la intrigaba.
– Es que no se portó muy bien -le dijo él sin dramatismo-. Ya está afuera.
Aquello podía interpretarse de tres modos: o había perdido su poder, o en realidad se había ido del país -como se publicó- o lo habían matado. Él se escapó con la respuesta de que en realidad no lo sabía.
En parte por una curiosidad irresistible, y en parte por ganarse su confianza, Maruja preguntó también quién había escrito una carta que los Extraditables habían dirigido en esos días al embajador de los Estados Unidos sobre la extradición y el tráfico de drogas. No sólo le había llamado la atención por la fuerza de sus argumentos sino por la buena redacción. El Doctor no lo sabía a ciencia cierta, pero le constaba que Escobar escribía él mismo sus cartas, repensando y repitiendo borradores hasta que lograba decir lo que quería sin equívocos ni contradicciones. Al final de la charla de casi dos horas, el Doctor volvió a abordar el tema de la entrega. Maruja se dio cuenta de que estaba más interesado de lo que pareció al principio y que no sólo pensaba en la suerte de Escobar sino también en la propia. Ella, por su parte, tenía un criterio bien formado de las controversias y la evolución de los decretos, conocía las menudencias de la política de sometimiento y las tendencias de la Asamblea Constituyente sobre la extradición y el indulto.
– Si Escobar no piensa quedarse por lo menos catorce años en la cárcel -dijo- no creo que el gobierno vaya aceptarle la entrega.
El apreció tanto la opinión, que tuvo una idea insólita: «¿Por qué no le escribe una carta al Patrón?». Y enseguida, ante el desconcierto de Maruja, insistió.
– En serio, escríbale eso -le dijo-. Puede servir de mucho.
Dicho y hecho. Le llevó papel y lápiz, y esperó sin prisa, paseándose de un extremo al otro del cuarto. Maruja se fumó media cajetilla de cigarrillos desde la primera letra hasta la última mientras escribía, sentada en la cama y con el papel apoyado en una tabla. En términos sencillos le dio las gracias a Escobar por la seguridad que fe habían infundido sus palabras. Le dijo que no tenía sentimientos de venganza contra él ni contra los que estaban a cargo de su secuestro, y a todos les agradeció la forma digna con que la habían tratado. Esperaba que Escobar pudiera acogerse a los decretos del gobierno para que lograra un buen futuro para él y para sus hijos en su país. Por último, con la misma fórmula que Villamizar le había sugerido en su carta, ofreció su sacrificio por la paz de Colombia. El Doctor esperaba algo más concreto sobre las condiciones de la entrega, pero Maruja lo convenció de que el efecto sería el mismo sin incurrir en detalles que pudieran parecer impertinentes o que fueran mal interpretados. Tuvo razón: la carta fue distribuida a la prensa por Pablo Escobar, que en ese momento la tenía a su alcance por el interés de la rendición.
Maruja le escribió a Villamizar en el mismo correo una carta muy distinta de la que había concebido bajo los efectos de la rabia, y así logró que él reapareciera en la televisión después de muchas semanas de silencio. Esa noche, bajo los efectos del somnífero arrasador, soñó que Escobar bajaba de un helicóptero protegiéndose con ella de una ráfaga de balas como en una versión futurista de las películas de vaqueros.
Al final de la visita, el Doctor había dado instrucciones a la gente de la casa para que se esmeraran en el trato a Maruja. El mayordomo y Damaris estaban tan contentos con las nuevas órdenes, que a veces se excedieron en sus complacencias. Antes de despedirse, el Doctor había decidido cambiar la guardia. Maruja le pidió que no. Los jóvenes bachilleres, que cumplían el turno de abril, habían sido un alivio después de los desmanes de marzo, y seguían manteniendo con ella una relación pacífica. Maruja se había ganado la confianza. Le comentaban lo que oían al mayordomo y su mujer y la ponían al comente de contrariedades internas que antes eran secretos de Estado. Llegaron a prometerle -y Maruja lo creyó- que si alguien intentaba algo contra ella serían los primeros en impedirlo. Le demostraban sus afectos con golosinas que se robaban en la cocina, y le regalaron una lata de aceite de oliva para disimular el sabor abominable de las lentejas.
Lo único difícil era la inquietud religiosa que los atormentaba y que ella no podía satisfacer por su incredulidad congénita y su ignorancia en materias de fe. Muchas veces corrió el riesgo de estropear la armonía del cuarto. «A ver cómo es la vaina -les preguntaba-. ¿Si es pecado matar por que matan ustedes?» Los desafiaba: «Tantos rosarios a las seis de la tarde, tantas veladoras, tantas vainas con el Divino Niño, y si yo tratara de escaparme no pensarían en él para matarme a tiros». Los debates llegaron a ser tan virulentos que uno de ellos gritó espantado:
– ¡Ustedes atea!
Ella gritó que sí. Nunca pensó causar semejante estupor. Consciente de que su radicalismo ocioso podía costarle caro, se inventó una teoría cósmica del mundo y de la vida que les permitía discutir sin altercados. De modo que la idea de reemplazarlos por otros desconocidos no era recomendable. Pero el Doctor le explicó: