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– Es para resolverle esta vaina de las ametralladoras.

Maruja entendió lo que quería decir cuando llegaron los del nuevo turno. Eran unos lavapisos desarmados que limpiaban y trapeaban todo el día, hasta el extremo de que estorbaban más que la basura y el mal estado de antes. Pero la tos de Maruja desapareció poco a poco, y el nuevo orden le permitió asomarse a la televisión con una tranquilidad y una concentración que eran convenientes para su salud y su equilibrio.

La incrédula Maruja no le prestaba la menor atención a El Minuto de Dios, un raro programa de sesenta segundos en el cual el sacerdote budista de ochenta y dos años, Rafael García Herreros, hacía una reflexión más social que religiosa, y muchas veces críptica. En cambio Pacho Santos, que es un católico ferviente y practicante, se interesaba en el mensaje que tenía muy Poco en común con el de los políticos profesionales. El padre era una de las caras más conocidas del país desde enero de 1955, cuando se inició el programa en el canal 7 de la Televisora Nacional. Antes había sido una voz conocida en una emisora de Cartagena desde 1950, en una de Cali desde enero del 52, en Medellín desde setiembre del 54 y en Bogotá desde diciembre de ese mismo año. En la televisión empezó casi al mismo tiempo de la inauguración del sistema. Se distinguía por su estilo directo y a veces brutal, y hablaba con sus ojos de águila fijos en el espectador. Todos los años, desde 1961, había organizado el Banquete del Millón, al cual asistían personas muy conocidas -o que querían serlo- y pagaban un millón de pesos por una taza de consomé y un pan servidos por una reina de la belleza, para recolectar fondos destinados a la obra social que llevaba el mismo nombre del programa. La invitación más estruendosa fue la que hizo en 1968 con una carta personal a Brigitte Bardot. La aceptación inmediata de la actriz provocó el escándalo de la mojigatería local, que amenazó con sabotear el banquete. El padre se mantuvo en su decisión. Un incendio más que oportuno en los estudios de Boulogne, en París, y la explicación fantástica de que no había lugar en los aviones, fueron los dos pretextos con que se sorteó el gran ridículo nacional.

Los guardianes de Pacho Santos eran espectadores asiduos de El Minuto de Dios, pero ellos sí se interesaban por su contenido religioso más que por el social. Creían a ciegas, como la mayoría de las familias de los tugurios de Antioquia, que el padre era un santo. El tono era siempre crispado y el contenido -a veces- incomprensible. Pero el programa del 18 de abril -dirigido sin duda pero sin nombre propio a Pablo Escobar- fue indescifrable. Me han dicho que quiere entregarse. Me han dicho que quisiera hablar conmigo -dijo el padre García Herreros mirando directo a fe cámara-. ¡Oh, mar! ¡Oh, mar de Coveñas a las cinco de la tarde cuando el sol está cayendo! ¿Qué debo hacer? Me dicen que él está cansado de su vida y con su bregar, y no puedo contarle a nadie mi secreto. Sin embargo, me está ahogando interiormente. Dime ¡Oh, mar!: ¿Podré hacerlo? ¿Deberé hacerlo? Tú que sabes toda la historia de Colombia, tú que viste a los indios que adoraban en esta playa, tú que oíste el rumor de la historia: ¿deberé hacerlo? ¿Me rechazarán si lo hago? ¿Me rechazarán en Colombia? Si lo hago: ¿se formará una balacera cuando yo vaya con ellos? ¿Caeré con ellos en esta aventura?

Maruja también lo oyó, pero le pareció menos raro que a muchos colombianos, porque siempre había pensado que al padre le gustaba divagar hasta extraviarse en las galaxias. Lo veía más bien como un aperitivo ineludible del noticiero de las siete. Aquella noche le llamó la atención porque todo lo que tuviera que ver con Pablo Escobar tenía que ver también con ella. Quedó perpleja e intrigada, y muy inquieta con la incertidumbre de lo que pudiera haber en el fondo de aquel galimatías providencial. Pacho, en cambio, seguro de que el padre lo sacaría de aquel purgatorio, se abrazó de alegría con su guardián.

10

El mensaje del padre García Herreros abrió una brecha en el callejón sin salida. A Alberto Villamizar le pareció un milagro, pues en aquellos días había estado repasando nombres de posibles mediadores que fueran más confiables para Escobar por su imagen y sus antecedentes. También Rafael Pardo tuvo noticia del programa y lo inquietó la idea de que hubiera alguna filtración en su oficina. De todos modos, tanto a él como a Villamizar les pareció que el padre García Herreros podía ser el mediador apropiado para la entrega de Escobar.

A fines de marzo, en efecto, las cartas de ida y vuelta no tenían nada más que decir. Peor: era evidente que Escobar estaba usando a Villamizar como instrumento para mandar recados al gobierno sin dar nada a cambio. Su última carta era ya una lista de quejas interminables. Que la tregua no estaba rota pero había dado libertad a su gente para que se defendiera de los cuerpos de seguridad, que éstos estaban incluidos en la lista de los grandes atentados, que si no había soluciones rápidas iban a incrementar los ataques sin discriminaciones contra la policía y la población civil. Se quejaba de que el procurador sólo hubiera destituido a dos oficiales, si los acusados por los Extraditables eran veinte. Cuando Villamizar se encontraba sin salida lo discutía con Jorge Luis Ochoa, pero cuando había algo más delicado éste mismo lo mandaba a la finca de su padre en busca de buenos consejos. El viejo le servía a Villamizar medio vaso del whisky sagrado. «Tómeselo todo -le decía- que yo no sé cómo aguanta usted esta tragedia tan macha». Así estaban las cosas a principios de abril, cuando Villamizar volvió a La Loma y le hizo a don Fabio un relato pormenorizado de sus desencuentros con Escobar. Don Fabio compartió su desencanto.

– Ya no vamos a carajear más con cartas -decidió-. Si seguimos con eso va a pasar un siglo. Lo mejor es que usted mismo se entreviste con Escobar y pacten las condiciones que quieran.

El mismo don Fabio mandó la propuesta. Le hizo saber a Escobar que Villamizar estaba dispuesto a dejarse llevar con todos los riesgos dentro del baúl de un automóvil. Pero Escobar no aceptó. «Yo tal vez hablo con Villamizar, pero no ahora», contestó. Tal vez temeroso todavía del dispositivo electrónico de seguimiento que podía llevar escondido en cualquier parte, inclusive bajo la corona de oro de una muela.

Mientras tanto seguía insistiendo en que se sancionara a los policías, y en las acusaciones a Maza Márquez de estar aliado con los paramilitares y el cartel de Cali para matar a su gente. Esta acusación, y la de haber matado a Luis Carlos Galán, eran dos obsesiones encarnizadas de Escobar contra el general Maza Márquez. Éste contestaba siempre en público o en privado que por el momento no hacía la guerra contra el cartel de Cali porque su prioridad era el terrorismo de los narcotraficantes y no el narcotráfico. Escobar, por su parte, había escrito en una carta a Villamizar, sin que viniera a cuento: «Dígale a doña Gloria que a su marido lo mató Maza, de eso no le quepa la menor duda». Ante la reiteración constante de esa acusación, la respuesta ce Maza fue siempre la misma: «El que más sabe que no es cierto es el mismo Escobar».

Desesperado con aquella guerra sangrienta y estéril que derrotaba cualquier iniciativa de la inteligencia, Villamizar intentó un último esfuerzo por conseguir que el gobierno hiciera una tregua para negociar. No fue posible. Rafael Pardo le había hecho ver desde el principio que mientras las familias de los secuestrados chocaban con la determinación del gobierno de no hacer la mínima concesión, los enemigos de la política de sometimiento acusaban al gobierno de estar entregando el país a los traficantes.

Villamizar -acompañado en esa ocasión por su cuñada, doña Gloria de Galán- visitó también al general Gómez Padilla, director general de la Policía. Ella le pidió al general una tregua de un mes para intentar un contacto personal con Escobar.