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– Nos morimos de la pena, señora -le dijo el general-, pero no podemos parar los operativos contra este criminal. Usted está actuando bajo su riesgo, y lo único que podemos hacer es desearle buena suerte.

Fue todo lo que consiguieron ante el hermetismo de la policía para impedir las filtraciones inexplicables que le habían permitido a Escobar burlar los cercos mejor tendidos. Pero doña Gloria no se fue con las manos vacías, pues un oficial le dijo al despedirse que a Maruja la tenían en algún lugar del departamento de Nariño, en la frontera con el Ecuador. Ella sabía por Beatriz que estaba en Bogotá, de modo que el despiste de la policía le disipó el temor de una operación de rescate.

Las especulaciones de prensa sobre las condiciones de la entrega de Escobar habían alcanzado por aquellos días proporciones de escándalo internacional. Las negativas de la policía, las explicaciones de todos los estamentos del gobierno, y aun del presidente en persona, no acabaron de convencer a muchos de que no había negociaciones y componendas secretas para la entrega.

El general Maza Márquez creía que era cierto. Más aún: estuvo siempre convencido -y se lo dijo a todo el que quiso oírlo- que su destitución sería una de las condiciones capitales de Escobar para su entrega. El presidente Gaviria parecía disgustado desde antes con algunas declaraciones de rueda libre que Maza Márquez hacía a la prensa y por rumores nunca confirmados de que algunas filtraciones obligadas eran obra suya. Pero en aquel momento -después de tantos años en su cargo, con una popularidad inmensa por su mano dura contra la delincuencia y su inefable devoción por el Divino Niño- no era probable que tomara la determinación de destituirlo en frío. Maza tenía que ser consciente de su poder, pero también debía saber que el presidente terminaría por ejercer el suyo, y lo único que había pedido -mediante mensajes de amigos comunes- era que le avisaran con bastante tiempo para poner a salvo a su familia.

El único funcionario autorizado para mantener contactos con los abogados de Pablo Escobar -y siempre con constancia escrita- era el director de Instrucción Criminal, Carlos Alberto Mejía. A él le correspondió por ley acordar los detalles operativos de la entrega y las condiciones de seguridad y de vida dentro de la cárcel.

El ministro Giraldo Ángel en persona revisó las opciones posibles. Le había interesado el pabellón de alta seguridad de Itagüí desde que se entregó Fabio Ochoa, en noviembre del año anterior, pero los abogados de Escobar lo objetaron por ser un blanco fácil para carrobombas. También le pareció aceptable la idea de convertir en cárcel blindada un convento del Poblado -cerca del edificio residencial donde Escobar había escapado a la explosión de doscientos kilos de dinamita que atribuyó al cartel de Calipero las monjas propietarias no quisieron venderlo. Había propuesto reforzar la cárcel de Medellín, pero se opuso el Consejo Municipal en pleno. Alberto Villamizar, temeroso de que la entrega se frustrara por falta de cárcel, intercedió con razones de peso en favor de la propuesta que Escobar había hecho en octubre del año anterior: el Centro Municipal para Drogadictos El Claret, a doce kilómetros del parque principal de Envigado, en una finca conocida como La Catedral del Valle, que estaba inscrita a nombre de un testaferro de Escobar. El gobierno estudiaba la posibilidad de tomar el centro en arriendo y acondicionarlo como cárcel, consciente como era de que Escobar no se entregaría s no solucionaba el problema de su propia seguridad. Sus abogados exigían que las guardias fueran de antioquenos y que la seguridad externa corriera a cargo de cualquier cuerpo armado menos de la policía, por temor a represalias por los agentes asesinados en Medellín.

El alcalde de Envigado, responsable de la obra definitiva, tomó nota del informe del gobierno, y emprendió la dotación de la cárcel, que debería entregar al Ministerio de Justicia conforme al contrato de arrendamiento firmado entre los dos. La construcción básica era de una simplicidad escolar, con pisos de cemento, techos de teja y puertas metálicas pintadas de verde. El área administrativa en lo que fue la antigua casa de la finca estaba compuesta por tres pequeños salones, la cocina, un patio empedrado y la celda de castigo. Tenía un dormitorio colectivo de cuatrocientos metros cuadrados, y otro salón amplio para biblioteca y sala de estudios, y seis celdas individuales con baño privado. En el centro había un espacio comunal de unos seiscientos metros cuadrados, con cuatro duchas, un vestidor y seis sanitarios. El acondicionamiento había empezado en febrero, con setenta obreros de planta que dormían por turnos unas pocas horas al día. La topografía difícil, el pésimo estado de la vía de acceso y el fuerte invierno obligaron a prescindir de volquetas y camiones, y tuvieron que transportar gran parte del mobiliario a lomo de muía. Los primeros fueron dos calentadores de agua para cincuenta litros cada uno, los catres cuartelarios y unas dos docenas de pequeños butacos de tubos pintados de amarillo. Veinte materas con plantas ornamentales -araucarias aureles y palmas arecas- completaron el decorado interior. Como el antiguo reclusorio no contaba con redes para teléfono, la comunicación de la cárcel se haría al principio por el sistema de radio. El costo final de la obra fue de ciento veinte millones de pesos que pagó el municipio de Envigado. En los cálculos iniciales se había previsto para ocho meses, pero cuando entró en escena el padre García Herreros se apresuraron los trabajos a marchas forzadas.

Otro obstáculo para la rendición había sido el desmonte del ejército privado de Escobar. Éste, al parecer, no consideraba la cárcel como un instrumento de la ley sino como un santuario contra sus enemigos y aun contra la misma justicia ordinaria, pero no lograba la unanimidad para que su tropa se entregara con él. Su argumento era que no podía ponerse a buen recaudo con su familia y dejar a sus cómplices a merced del Cuerpo Élite. «Yo no me mando solo», dijo en una carta. Pero ésta era para muchos una verdad a medias, pues también es probable que quisiera tener consigo y completo su equipo de trabajo para seguir manejando sus negocios desde la cárcel. De todos modos, el gobierno prefería encerrarlos juntos con Escobar. Eran cerca de cien bandas que no estaban en pie de guerra permanente, pero servían como reservistas de primera línea, fáciles de reunir y armar en pocas horas. Se trataba de conseguir que Escobar desarmara y se llevara consigo a la cárcel a sus quince o veinte capitanes intrépidos.

En las pocas entrevistas personales que tuvo Villamizar con el presidente Gaviria, la posición de éste fue siempre facilitarle sus diligencias privadas para liberar a los secuestrados. Villamizar no cree que el gobierno hiciera negociaciones distintas de las que le autorizó a él, y éstas estaban previstas en la política de sometimiento. El ex presidente Turbay y Hernando Santos -aunque nunca lo manifestaron y sin desconocer las dificultades institucionales del gobierno- esperaban sin duda un mínimo de flexibilidad del presidente. Las mismas negativas de éste a cambiar los plazos establecidos en los decretos frente a la insistencia, la súplica y los reclamos de Nydia, seguirán siendo una espina en el corazón de las familias que lo reclamaban. Y el hecho de que sí los hubiera cambiado tres días después de la muerte de Diana es algo que la familia de ésta no entenderá nunca. Por desgracia -había dicho el presidente en privado- el cambio de fecha a esas alturas no hubiera impedido la muerte de Diana tal como ella ocurrió.

Escobar no se conformó nunca con un solo canal, ni dejó un minuto de tratar de negociar con Dios y con el diablo, con toda clase de armas, legales o ¡legales. No porque se fiara más de otros que de unos, sino porque nunca confió en ninguno. Aun cuando ya tenía asegurado lo que esperaba de Villamizar, seguía acariciando el sueño del indulto político, surgido en 1989, cuando los narcos mayores y muchos de sus secuaces consiguieron carnés de militantes del M-19 para acomodarse en las listas de guerrilleros amnistiados. El comandante Carlos Pizarro les cerró el paso con requisitos imposibles. Dos años después, Escobar buscaba un segundo aire a través de la Asamblea Constituyente, varios de cuyos miembros fueron presionados por distintos medios, desde ofertas de dinero en rama hasta intimidaciones graves.