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El proceso final empezaba, pero los pronósticos eran inciertos, porque la opinión pública estaba dividida entre las muchedumbres que creían que el buen sacerdote era un santo y los incrédulos convencidos de que era medio loco. La verdad es que su vida demostraba muchas cosas menos que lo fuera. Había cumplido ochenta y dos años en enero, iba a cumplir en agosto cincuenta y dos de ser sacerdote, y era de lejos el único colombiano influyente que nunca soñó con ser presidente de la república. Su cabeza nevada y su ruana de lana blanca sobre la sotana complementaban una de las imágenes más respetables del país. Cometió versos que publicó en un libro a los diecinueve años, y otros más, también de juventud, con el seudónimo de Senescens. Obtuvo un premio olvidado con un libro de cuentos, y cuarenta y seis condecoraciones por su obra social. En las buenas y en las malas tuvo siempre los pies bien plantados sobre la tierra, hacía vida social de laico, contaba y se dejaba contar chistes de cualquier color, y a la hora de la verdad le salía lo que siempre fue debajo de su ruana sabanera: un santandereano de hueso colorado.

Vivía con una austeridad monástica en la casa cural de la parroquia de San Juan de Eudes, en un cuarto cribado de goteras que se negaba a reparar. Dormía en una cama de tablas sin colchón y sin almohada y con el sobrecama hecho de retazos de colores en figura de casitas, que le habían bordado unas monjas de la caridad. No aceptó una almohada de plumas que alguna vez le ofrecieron porque le parecía contrario a la ley de Dios. No cambiaba de zapatos mientras no le regalaran un par nuevo, ni reemplazaba su ropa y su eterna ruana blanca mientras no le regalaran otras. Comía poco, pero tenía buen gusto en la mesa y sabía apreciar la buena comida y los vinos de clase, pero no se dejaba invitar a restaurantes de lujo por temor de que creyeran que pagaba él. En uno de ellos vio una dama de alcurnia con un diamante del tamaño de una almendra en el anillo.

– Con una sortija como ésa -le dijo de frente- yo haría unas ciento veinte casitas para los pobres.

La dama, aturdida por la frase, no supo qué contestar, pero al día siguiente le mandó el anillo con una nota cordial. No alcanzó para las ciento veinte casas, por supuesto, pero el padre las construyó de todos modos.

Paulina Garzón de Bermúdez era natural de Chipatá, Santander del Sur, y había llegado a Bogotá con su madre en 1961 a la edad de quince años, y con una recomendación de mecanógrafa experta. Lo era, en efecto, pero en cambio no sabía hablar por teléfono y sus listas del mercado eran indescifrables por sus horrores de ortografía, pero aprendió a hacer bien ambas cosas para que el padre la empleara. A los veinticinco años se casó y tuvo un hijo -Alfonso-, y una hija -María Constanza-, que hoy son ingenieros de sistema. Paulina se las arregló para seguir trabajando con el padre, quien le soltaba poco a poco derechos y deberes hasta que se le volvió tan indispensable que viajaban juntos dentro y fuera del país, pero siempre en compañía de otro sacerdote. «Para evitar rumores», explica Paulina. Terminó por acompañarlo a todas partes, aunque sólo fuera para ponerle y quitarle los lentes de contacto como nunca pudo hacerlo él mismo.

En sus últimos años el padre perdía audición por el oído derecho, se volvió irritable, y se exasperaba con los huecos de su memoria. Poco a poco había ido descartando las oraciones clásicas, e improvisaba las suyas en voz alta con una inspiración de iluminado. Su fama de lunático crecía al mismo tiempo que la creencia popular de que tenía el poder sobrenatural de hablar con las aguas y de gobernar su curso y su conducta. Su actitud comprensiva en el caso de Pablo Escobar hizo recordar una frase suya sobre el regreso del general Gustavo Rojas Pinilla, en agosto de 1957, para ser juzgado por el Congreso: «Cuando un hombre se entrega a la ley, aunque fuera culpable, merece un profundo respeto». Casi al final de su vida, en un Banquete del Millón cuya organización había sido muy problemática, un amigo le preguntó qué iba a hacer después, y él le dio una respuesta de diecinueve años: «Quiero tenderme en un potrero a mirar las estrellas».

Al día siguiente del mensaje radial -sin anuncio ni trámites previos-, el padre García Herreros se presentó en la cárcel de Itagüí, para preguntarles a los hermanos Ochoa cómo podía ser útil en la entrega de Escobar. A los Ochoa les dejó la impresión de que era un santo, con un solo inconveniente para tomar en cuenta: por más de cuarenta años había estado en comunicación con la audiencia a través de su prédica diaria, y no concebía una gestión que no empezara por contárselo a la opinión pública.

Pero lo definitivo para ellos fue que a don Fabio le pareció un mediador providencial.

Primero, porque Escobar no tendría con él las reticencias que le impedían recibir a Villamizar. Y segundo, porque su imagen divinizada podía convencer a la tripulación de Escobar para la entrega de todos.

Dos días después, el padre García Herreros reveló en rueda de prensa que estaba en contacto con los responsables del cautiverio de los periodistas, y expresó su optimismo por su pronta liberación.

Villamizar no vaciló un segundo para ir a buscarlo en El Minuto de Dios. Lo acompañó en su segunda visita a la cárcel de Itagüí, y el mismo día se inició el proceso, dispendioso y confidencial, que había de culminar con la entrega. Empezó con una carta que el padre dictó en la celda de los Ochoa, y que María Lía copió en la máquina de escribir. La improvisó de pie frente a ella, en el mismo talante, el mismo tono apostólico y el mismo acento santandereano de sus homilías de un minuto. Lo invitó a que buscaran juntos el camino para pacificar a Colombia. Le anunció su esperanza de que el gobierno lo nombrara garante «para que se respeten tus derechos y los de tu familia y amigos». Pero le advirtió que no pidiera cosas que el gobierno no pudiera concederle. Antes de terminar con «mis saludos cariñosos», le dijo lo que en realidad era el propósito práctico de la carta: «Si crees que podemos encontrarnos en alguna parte segura para los dos, dímelo».

Escobar contestó tres días después, de su puño y letra. Aceptaba entregarse como un sacrificio para la paz. Dejaba claro que no aspiraba al indulto ni pedía sanción penal sino disciplinaria contra los policías que asolaban las comunas, pero no renunciaba a su determinación de responder con represalias drásticas. Estaba dispuesto a confesar algún delito, aunque sabía de seguro que ningún juez colombiano o extranjero tenía pruebas suficientes para condenarlo, y confiaba en que sus adversarios fueran sometidos al mismo régimen. Sin embargo, contra lo que el padre esperaba con ansiedad, no hacía ninguna referencia a su propuesta de reunirse con él.

El padre le había prometido a Villamizar que controlaría sus ímpetus informativos, y al principio lo cumplió en parte, pero su espíritu de aventura casi infantil era superior a sus fuerzas. La expectativa que se creó fue tal, y tan grande la movilización de la prensa, que desde entonces no dio un paso sin una cauda de reporteros y equipos móviles de televisión y radio que lo perseguía hasta la puerta de su casa.