Después de cinco meses de trabajar en absoluto secreto bajo el hermetismo casi sacramental de Rafael Pardo, Villamizar pensaba que la facilidad verbal del padre García Herreros mantenía en un riesgo perpetuo el conjunto de la operación. Entonces solicitó y obtuvo la ayuda de la gente más cercana al padre -con Paulina en primera línea- y pudo adelantar los preparativos de algunas acciones sin tener que informarlo a él por anticipado.
El 13 de mayo recibió un mensaje de Escobar en el cual le pedía que llevara al padre a La Loma y lo tuviera allí por el tiempo que fuera necesario. Advirtió que lo mismo podían ser tres días que tres meses, pues tenía que hacer una revisión personal y minuciosa de cada paso de la operación. Existía inclusive la posibilidad de que a última hora se anulara por cualquier duda de seguridad. El padre, por fortuna, estaba siempre en disponibilidad plena para un asunto que le quitaba el sueño. El 14 de mayo a las cinco de la mañana, Villamizar tocó a la puerta de su casa, y lo encontró trabajando en su estudio como si fuera pleno día.
– Camine, padre -le dijo-, nos vamos para Medellín.
Las Ochoa tenían todo dispuesto en La Loma para entretener al padre por el tiempo que fuera necesario. Don Fabio no estaba, pero las mujeres de la casa se encargarían de todo. No fue fácil distraer al padre, porque él se daba cuenta de que un viaje tan imprevisto y rápido no podía ser sino por algo muy serio.
El desayuno fue trancado y largo y el padre comió bien. Como a las diez de la mañana, tratando de no dramatizar demasiado, Martha Nieves le reveló que Escobar iba a recibirlo de un momento a otro. Él se sobresaltó, se puso feliz, pero no supo qué hacer, hasta que Villamizar lo puso en la realidad.
– Es mejor que lo sepa desde ahora, padre -le advirtió-. Tal vez tenga que irse solo con el chofer, y no se sabe para dónde ni por cuánto tiempo.
El padre palideció. Apenas si podía sostener el rosario entre los dedos, mientras se paseaba de un lado a otro, rezando en voz ata sus oraciones inventadas. Cada vez que pasaba por las ventanas miraba hacia el camino, dividido entre el terror de que apareciera el carro que venía por él, y las ansias de que no llegara. Quiso hablar por teléfono, pero él mismo tomó conciencia del peligro. «Por fortuna no se necesita de teléfonos para hablar con Dios», dijo. No quiso sentarse a la mesa durante el almuerzo, que fue tardío y más apetitoso aún que el desayuno. En el cuarto preparado para él había una cama con marquesina de pasamanería como la de un obispo. Las mujeres trataron de convencerlo de que descansara un poco, y él pareció aceptar. Pero no durmió. Leía con inquietud Breve Historia del Tiempo, de Stephen Hawking, un libro de moda en el cual se trataba de demostrar por cálculo matemático que Dios no existe. Hacia las cuatro de la tarde apareció en la sala donde Villamizar dormitaba.
– Alberto -le dijo-, mejor regresemos a Bogotá.
Costó trabajo disuadirlo, pero las mujeres lo consiguieron con su encanto y su tacto. Al atardecer tuvo otra recaída, pero ya no había escapatoria. Él mismo fue consciente de los riesgos graves de viajar de noche. A la hora de acostarse pidió ayuda para quitarse los lentes de contacto, pues quien se los quitaba y se los ponía era Paulina, y no sabía hacerlo solo. Villamizar no durmió, porque no descartaba la posibilidad de que Escobar considerara que eran más seguras para la cita las sombras de la noche.
El padre no logró dormir ni un minuto. El desayuno, a las ocho de la mañana, fue todavía más tentador que el de la víspera, pero el padre no se sentó siquiera a la mesa. Seguía desesperado con los lentes de contacto y nadie había podido ayudarlo, hasta que la administradora de la hacienda consiguió ponérselos con grandes esfuerzos. A diferencia del primer día no parecía nervioso ni andaba acezante de un lado para otro, sino que se sentó con la vista fija en el camino por donde debía llegar el automóvil. Así permaneció hasta que lo derrotó la impaciencia y se levantó de un salto.
– Yo me voy -dijo-, esta vaina es una mamadera de gallo.
Lograron convencerlo de que esperara hasta después del almuerzo. La promesa le devolvió el ánimo. Comió bien, conversó, fue tan divertido como en sus mejores tiempos, y al final anunció que iba a dormir la siesta.
– Pero les advierto -dijo con un índice amenazante-. No más me despierto de la siesta, y me voy.
Martha Nieves hizo unas llamadas telefónicas con la esperanza de obtener alguna información lateral que les sirviera para retener al padre cuando despertara. No fue posible. Un poco antes de las tres estaban todos dormitando en la sala, cuando los despabiló el ruido de un motor. Allí estaba el automóvil. Villamizar se levantó de un salto, dio un toquecito convencional en el dormitorio del padre, y empujó la puerta.
– Padre -dijo-. Vinieron por usted.
El padre despertó a medias y se levantó como pudo. Villamizar se sintió conmovido hasta el alma, pues le pareció un pajarito desplumado, con el pellejo colgante en los huesos y sacudido por escalofríos de terror. Pero se sobrepuso al instante, se persignó, se creció, y se volvió resuelto y enorme. «Arrodíllese, mijo -le ordenó a Villamizar-. Recemos juntos». Cuando se incorporó era otro.
– Vamos a ver qué es lo que pasa con Pablo -dijo.
Aunque Villamizar quería acompañarlo no lo intentó siquiera porque ya estaba acordado que no, pero se permitió hablar aparte con el chofer.
– Usted tiene que responder por el padre -le dijo-. Es una persona demasiado importante.
Cuidado con lo que van a hacer con él. Dése cuenta de la responsabilidad que tienen encima.
El chofer lo miró como si Villamizar fuera un imbécil, y le dijo:
– ¿Usted cree que si yo me monto con un santo nos puede pasar algo?
Sacó una gorra de béisbol y le dijo al padre que se la pusiera para que no lo reconocieran por el cabello blanco. El padre se la puso. Villamizar no dejaba de pensar que Medellín estaba militarizada. Le preocupaba que pararan al padre y se dañara el encuentro. O que quedara atrapado entre los fuegos cruzados de los sicarios y la policía.
Lo sentaron adelante con el chofer. Mientras todos veían alejarse el carro, el padre se quitó la gorra y la tiró por la ventana. «No se preocupe, mijo -le gritó a Villamizar-, que yo domino las aguas». Un trueno retumbó en la vasta campiña y el cielo se desplomó en un aguacero bíblico.
La única versión conocida de la visita del padre García Herreros a Pablo Escobar fue la que dio él mismo de regreso a La Loma. Contó que la casa donde lo recibiera era grande y lujosa, con una piscina olímpica y diversas instalaciones deportivas. En el camino tuvieron que cambiar de automóvil tres veces por motivos de seguridad, pero no los detuvieron en los muchos retenes de la policía por el aguacero recio que no cedió un instante. Otros retenes, según le contó el chofer, eran del servicio de seguridad de los Extraditables. Viajaron más de tres horas, aunque lo más probable es que lo hubieran llevado a una de las residencias urbanas de Pablo Escobar en Medellín, y que el chofer hubiera dado muchas vueltas para que el padre creyera que iban muy lejos de La Loma.
Contó que lo recibieron en el jardín unos veinte hombres con las armas a la vista, a los cuales regañó por su mala vida y sus reticencias para entregarse. Pablo Escobar en persona lo esperó en la terraza, vestido con un conjunto de algodón blanco de andar por casa, y una barba muy negra y larga. El miedo confesado por el padre desde que llegó a La Loma, y luego en la incertidumbre del viaje, se disipó al verlo.
– Pablo -le dijo-, vengo a que arreglemos esta vaina.