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La mujer del mayordomo se ofreció para comprarle a Maruja cualquier cosa que le hiciera falta. Maruja le encargó pestañita, lápiz de labios y de cejas y un par de medias para reemplazar las que se le habían roto la noche del secuestro. Más tarde entró el marido preocupado por la falta de nuevas noticias de la liberación, y temía que hubieran cambiado de planes a última hora como ocurría a menudo. Maruja, en cambio, estaba tranquila. Se bañó y se puso la misma ropa que llevaba la noche del secuestro, salvo la chaqueta color crema que se pondría para salir.

Durante todo el día las emisoras de radio sostuvieron el interés con especulaciones sobre la espera de los secuestrados, entrevistas con sus familias, rumores sin confirmar que al minuto siguiente eran superados por otros más ruidosos. Pero nada en firme. Maruja oyó las voces de hijos y amigos con un júbilo prematuro amenazado por la incertidumbre. Volvió a ver su casa redecorada, y al marido departiendo a gusto entre escuadrones de periodistas aburridos de esperarla. Tuvo tiempo para observar mejor los detalles de decoración que le habían chocado la primera vez, y se le mejoró el humor. Los guardianes hadan pausas en la limpieza frenética para escuchar y ver los noticieros, v trataban de darle alientos, pero lo conseguían menos a medida que avanzaba la tarde.

El presidente Gaviria había despertado sin despertador a las cinco de la mañana de su lunes número cuarenta y uno en la presidencia. Se levantaba sin encender la luz para no despertar a Ana Milena -que a veces se acostaba más tarde que él- y ya afeitado, bañado y vestido para la oficina se sentaba en una sillita de llevar y traer que mantenía fuera del dormitorio, en un corredor helado y sombrío, para oír las noticias sin despertar a nadie. Las de radio las escuchaba en un receptor de bolsillo que se ponía en el oído a volumen muy bajo. Los periódicos los repasaba con una mirada rápida desde los titulares hasta los anuncios, e iba recortando sin tijeras las cosas de interés para tratarlas después, según el caso, con sus secretarios, consejeros y ministros. En una ocasión fue una noticia sobre algo que debía hacerse y no se había hecho, y le mandó el recorte al ministro respectivo con una sola línea escrita de prisa en el margen: «¿Cuándo demonios va el ministerio a resolver este lío?». La solución fue instantánea.

La única noticia del día era la inminencia de las liberaciones, y dentro de ella, una audiencia con el padre García Herreros para escuchar su informe de la entrevista con Escobar. El presidente reorganizó su jornada para estar disponible en cualquier momento. Canceló algunas audiencias aplazables, y acomodó otras. La primera fue una reunión con los consejeros presidenciales, que él inició con su frase escolar:

– Bueno, vamos a terminar esta tarea.

Varios de los consejeros acababan de regresar de Caracas, donde el viernes anterior habían sostenido una charla con el reticente general Maza Márquez, en la que el consejero de Prensa, Mauricio Vargas, había expresado su preocupación de que nadie, ni dentro ni fuera del gobierno, tenía una idea clara de para dónde iba en realidad Pablo Escobar. Maza estaba seguro de que no se entregaría, pues sólo confiaba en el indulto de la Constituyente. Vargas le replicó con una pregunta: ¿de qué le servía el indulto a un hombre sentenciado a muerte por sus enemigos propios y por el cartel de Cali? «Puede que lo ayude, pero no es precisamente la solución completa», concluyó. Lo que Escobar necesitaba de urgencia era una cárcel segura para él y su gente bajo la protección del Estado.

El tema lo plantearon los consejeros ante el temor de que el padre García Herreros llegara a la audiencia de las doce con una exigencia inaceptable de última hora, sin la cual Escobar no se entregara ni soltara a los periodistas. Para el gobierno sería un fiasco difícil de reparar. Gabriel Silva, el consejero de Asuntos Internacionales, hizo dos recomendaciones de protección: la primera, que el presidente no estuviera solo en la audiencia, y la segunda, que se sacara un comunicado lo más completo posible tan pronto como terminara la reunión para evitar especulaciones. Rafael Pardo, que había volado a Nueva York el día anterior, estuvo de acuerdo por teléfono.

El presidente recibió al padre García Herreros en audiencia especial a las doce del día. De un lado estaba el padre con dos sacerdotes de su comunidad, y Alberto Villamizar con su hijo Andrés. Del otro, el presidente con el secretario privado, Miguel Silva, y con Mauricio Vargas. Los servicios informativos de palacio tomaron fotos y videos para dárselos a la prensa si las cosas salían bien. Si no salían bien, al menos no le quedarían a la prensa los testimonios del fracaso.

El padre, muy consciente de la importancia del momento, le contó al presidente los pormenores de la reunión con Escobar. No tenía la menor duda de que iba a entregarse y a liberar a los rehenes, y respaldó sus palabras con las notas escritas a cuatro manos. El único elemento condicionante era que la cárcel fuera la de Envigado y no la de Itagüí, por razones de seguridad argumentadas por el propio Escobar.

El presidente leyó los apuntes y se los devolvió al padre. Le llamó la atención que Escobar no prometía liberar a los secuestrados sino que se comprometía a gestionarlo ante los Extraditables. Villamizar le explicó que era una de las tantas precauciones de Escobar: nunca admitió que tuviera a los secuestrados para que no sirviera como prueba en contra suya.

El padre preguntó qué debía hacer si Escobar le pedía que lo acompañara para entregarse. El presidente estuvo de acuerdo en que fuera. Ante dudas sobre la seguridad de la operación, planteadas por el padre, el presidente le respondió que nadie podía garantizar mejor que Escobar la seguridad de su propio operativo. Por último, el presidente le señaló al padre -y los acompañantes de éste b apoyaron- que era importante reducir al mínimo las declaraciones públicas, no fuera que todo se dañara por una palabra inoportuna. El padre estuvo de acuerdo y alcanzó a hacer una velada oferta finaclass="underline" «Yo he querido con esto prestar un servicio y quedo a sus órdenes si me necesitan para al o más, como buscar la paz con ese otro señor cura». Fue claro para todos que se refería al cura español Manuel Pérez, comandante del Ejército Nacional de Liberación. La reunión terminó a los veinte minutos, y no hubo comunicado oficial. Fiel a su promesa, el padre García Herreros dio un ejemplo de sobriedad en sus declaraciones a la prensa.

Maruja vio la conferencia de prensa del padre y no encontró nada nuevo. Los noticieros de televisión volvieron a mostrar a los periodistas de guardia en las casas de los secuestrados, que bien podían haber sido las mismas imágenes del día anterior. También Maruja repitió la jornada de ayer minuto a minuto, y le sobró tiempo para ver las telenovelas de la tarde. Damaris, reanimada por d anuncio oficial, le había concedido la gracia de ordenar el menú del almuerzo, como los condenados a muerte en la víspera de la ejecución. Maruja dijo sin intención de burla que quería cualquier cosa que no fueran lentejas. Al final se les enredó el tiempo, Damaris no pudo ir de compras, y sólo hubo lentejas con lentejas para el almuerzo de despedida.

Pacho, por su parte, se puso la ropa que llevaba el día del secuestro -que le quedaba estrecha por el aumento de peso del sedentarismo y la mala comida-, y se sentó a oír las noticias y a ñamar, encendiendo un cigarrillo con la colilla del otro. Oyó toda clase de versiones sobre su liberación. Oyó las rectificaciones, las mentiras puras y simples de sus colegas atolondrados por la tensión de la espera. Oyó que lo habían descubierto comiendo de incógnito en un restaurante, y era un hermano suyo.

Releyó las notas editoriales, los comentarios, las informaciones que había escrito sobre la actualidad para no olvidar el oficio, pensando que las publicaría al salir como un testimonio del cautiverio. Eran más de cien. Levó una a sus guardianes, escrita en diciembre, cuando la clase política tradicional comenzó a despotricar contra la legitimidad de la Asamblea Constituyente. Pacho la fustigó con una energía y un sentido de independencia que sin duda eran producto de las reflexiones del cautiverio. «Todos sabemos cómo se obtienen votos en Colombia y cómo muchos de los parlamentarios salieron elegidos», decía en una nota. Decía que la compra de votos era rampante en todo el país, y especialmente en la costa; que las rifas de electrodomésticos a cambio de favores electorales estaban al orden del día, y que muchos de los elegidos lo lograban por otros vicios políticos, como el cobro de comisiones sobre los sueldos públicos y los auxilios parlamentarios. Por eso -decía- los elegidos eran siempre los mismos con las mismas que «ante la posibilidad de perder sus privilegios, ahora lloran a gritos». Y concluía casi contra sí mismo: «La imparcialidad de los medios -e incluyo a El Tiempo- por la que tanto se luchó y que se estaba abriendo paso, se ha esfumado».