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Sin embargo, la más sorprendente de sus notas fue la que escribió sobre las reacciones de la clase política contra el M-19 cuando éste obtuvo una votación de más del diez por ciento para la Asamblea Constituyente. «La agresividad política contra el M-19 -escribió-, su restricción (por no decir discriminación) en los medios de comunicación, muestra qué tan lejos estamos de la tolerancia y cuánto nos falta para modernizar lo más importante: la mente». Decía que la clase política había celebrado la participación electoral de los antiguos guerrilleros sólo por parecer democrática, pero cuando la votación superó el diez por ciento se desató en denuestos en su contra. Y concluyó al estilo de su abuelo, Enrique Santos Montejo (Calibán), el columnista más leído en la historia del periodismo nacionaclass="underline" «Un sector muy específico y tradicional de los colombianos mató el tigre y se asustó con el cuero». Nada podía ser más sorprendente en alguien que se había destacado desde la escuela primaria como un espécimen precoz de la derecha romántica.

Las rompió todas, menos tres que decidió conservar por razones que él mismo no ha logrado explicarse. También conservó el borrador de los mensajes a su familia y al presidente de la república, y el de su testamento. Hubiera querido llevarse la cadena con que lo amarraban a la cama con la ilusión de que el escultor Bernardo Salcedo hiciera con ella una escultura, pero no se lo permitieron por temor de que tuviera huellas identificables. Maruja, en cambio, no quiso conservar ningún recuerdo de aquel pasado atroz que se proponía borrar de su vida. Pero como a las seis de la tarde, cuando la puerta empezó a abrirse desde fuera, se dio cuenta de hasta qué punto aquellos seis meses de amargura iban a condicionar su vida. Desde la muerte de Marina y la salida de Beatriz, aquélla era la hora de las liberaciones o las ejecuciones: igual en ambos casos. Esperó con el alma en un hilo la fórmula siniestra del rituaclass="underline" «Ya nos vamos, alístese». Era el Doctor, acompañado por el segundón que había estado la víspera. Ambos parecían apurados por la hora.

– ¡Ya, ya! -instó el Doctor a Maruja-. ¡Córrale!

Había prefigurado tantas veces aquel instante, que se sintió dominada por una rara necesidad de ganar tiempo, y preguntó por su anillo.

– Se lo mandé con su cuñada -dijo el segundón.

– No es cierto -contestó Maruja con toda calma-. Usted me dijo que lo había visto después.

Más que el anillo, lo que le interesaba entonces era poner al otro en evidencia frente a su superior. Pero éste se hizo el desentendido, bajo la presión del tiempo. El mayordomo y su mujer le llevaron a Maruja el talego con los objetos personales y los regalos que le habían dado los distintos guardianes a lo largo del cautiverio: tarjetas de Navidad, la sudadera, la toalla, revistas y algún libro. Los muchachos mansos que la habían atendido en los últimos días no tenían nada más para darle que medallas y estampas de santos, y le suplicaban que rezara por ellos, que se acordara de ellos, que hiciera algo para sacarlos de la mala vida.

– Todo lo que quieran -les dijo Maruja-. Si alguna vez me necesitan, búsquenme, y yo los ayudo.

El Doctor no quiso ser menos: «¿Qué le puedo dar yo de recuerdo?», se dijo, esculcándose los bolsillos. Sacó una cápsula de 9 milímetros, y se la dio a Maruja.

– Tome -le dijo, más en serio que en broma-. La bala que no le metimos.

No fue fácil rescatar a Maruja de los abrazos del mayordomo y de Damaris, que se levantó la máscara hasta la nariz para besarla y pedirle que no la olvidara. Maruja sintió una emoción sincera. Era, a fin de cuentas, el final de los días más largos y atroces de su vida, y el minuto más feliz.

Le pusieron una capucha que debía ser la más sucia y pestilente que encontraron. Se la pusieron al revés, con los agujeros de los ojos en la nuca, y no pudo eludir el recuerdo de que así se la habían puesto a Marina para matarla. La llevaron arrastrando los pies en las tinieblas hasta un automóvil tan confortable como el que usaron para el secuestro, y la sentaron en el mismo lugar, en la misma posición, y con las mismas precauciones: la cabeza apoyada en las rodillas de un hombre para que no la vieran desde fuera. Le advirtieron que había varios retenes de policía, y que si los paraban en alguno Maruja debía quitarse la capucha y portarse bien.

A la una de la tarde Villamizar había almorzado con su hijo Andrés. A las dos y media se acostó para la siesta, y completó el sueño atrasado hasta las cinco y media. A las seis acababa de salir de la ducha y empezaba a vestirse para esperar a la esposa cuando sonó el teléfono. Descolgó la extensión de la mesa de noche y sólo alcanzó a decir: «¿Haber?». Una voz anónima lo interrumpió: «Llegará unos minutos después de las siete. Ya están saliendo». Colgó. Fue un anuncio imprevisto que Villamizar agradeció. Llamó al portero para asegurarse de que su automóvil estaba en el jardín y el chofer dispuesto. Se vistió de oscuro con corbata de rombos claros para recibir a la esposa. Quedó más esbelto que nunca pues había bajado cuatro kilos en seis meses. A las siete de la noche apareció en la sala para charlar con los periodistas mientras llegaba Maruja. Allí estaban los cuatro hijos de ella, y Andrés, el de ambos. Sólo faltaba Nicolás, el músico de la familia que llegaría de Nueva York dentro de unas horas. Villamizar se sentó en el sillón más cercano del teléfono.

Maruja estaba entonces a unos cinco minutos de ser libre. Al contrario de la noche del secuestro, el viaje hacia la libertad fue rápido y sin tropiezos. Al principio habían ido por un sendero destapado con vueltas y revueltas nada recomendables para un automóvil de lujo. Maruja vislumbró por las conversaciones que además del hombre a su lado iba otro junto al chofer. No le pareció que uno de ellos fuera el Doctor. Al cabo de un cuarto de hora la obligaron a acostarse en el piso y se detuvieron unos cinco minutos, pero ella no supo por qué. Luego salieron a una avenida grande y ruidosa con el tráfico espeso de las siete, y tomaron sin contratiempo una segunda avenida. De pronto, cuando no habían transcurrido más de tres cuartos de hora en total, el auto móvil frenó en seco. El hombre junto al chofer le dio a Maruja una orden desesperada:

– Ya, bájese, rápido.

El que iba junto a ella trató de sacarla del automóvil. Maruja resistió.

– No veo nada -gritó.

Quiso quitarse la venda, pero una mano brutal se lo impidió. «Espere cinco minutos antes de quitársela», le gritó. La bajó del automóvil con un empellón. Maruja sintió el vértigo del vacío, el horror, y creyó que la habían tirado a un abismo. El suelo firme le devolvió el aliento. Mientras esperaba a que el carro se alejara, sintió que estaba en una calle de poco tránsito. Con toda precaución se quitó la venda, vio las casas entre los árboles con las primeras ventanas iluminadas, y entonces conoció la verdad de ser libre. Eran las siete y veintinueve y habían pasado ciento noventa y tres días desde la noche en que la secuestraron.