Un automóvil solitario se acercó por la avenida, dio una vuelta completa y estacionó en la acera contraria, justo frente a Maruja. Ella pensó, como Beatriz en su momento, que una casualidad así no era posible. Aquel carro tenía que ser enviado por los secuestradores para garantizar el final del rescate. Maruja se acercó a la ventanilla del conductor.
– Por favor -le dijo-, soy Maruja Pachón. Acaban de liberarme.
Sólo deseaba que la ayudaran a conseguir un taxi. Pero el hombre dio un grito. Minutos antes, escuchando en la radio las noticias de las liberaciones inminentes, se había dicho: «¿Qué tal que me encontrara con Francisco Santos buscando un carro?». Maruja estaba ansiosa de ver a los suyos, pero se dejó llevar hasta la casa de enfrente para hablar por teléfono.
La dueña de la casa, los niños, todos la abrazaban a gritos cuando la reconocieron. Maruja se sentía anestesiada, y cuanto ocurría a su alrededor le parecía un engaño más de los secuestradores. El hombre que la había recogido se llamaba Manuel Caro, y era yerno del dueño de la casa, Augusto Borrero, cuya esposa era una antigua activista del Nuevo Liberalismo que había trabajado con Maruja en la campaña electoral de Luis Carlos Galán. Pero Maruja veía la vida desde fuera, como en una pantalla de cine. Pidió un aguardiente -nunca supo por qué- y se lo tomó de un golpe. Entonces llamó por teléfono a su casa, pero no recordaba bien el número y se equivocó en dos intentos. Una voz de mujer contestó al instante: «¿Quién es?». Maruja la reconoció y dijo sin dramatismo:
– Alexandra, hija. Alexandra gritó:
– ¡Mamá! ¿Dónde estás?
Alberto Villamizar había saltado del sillón cuando sonó el timbre, pero no alcanzó a ganarle de mano a Alexandra, que por casualidad pasaba cerca del teléfono. Maruja había empezado a dictarle la dirección, pero ella no tenía a la mano lápiz ni papel. Villamizar le quitó la bocina, v saludó a Maruja con una naturalidad pasmosa:
– Qué hubo, nene. ¿Cómo está?
Maruja le contestó con tono igual.
– Muy bien, mi amor, no hay problema.
Él sí tenía papel y lápiz preparados para aquel momento. Anotó la dirección mientras Maruja se la dictaba, pero sintió que algo no estaba claro y pidió que pasaran a alguien de la familia. La esposa de Borrero le hizo las precisiones que faltaban.
– Mil gracias -dijo Villamizar-. Es cerca. Voy enseguida.
Se le olvidó colgar, pues el férreo dominio de sí mismo que había mantenido en los largos meses de tensión se le disparó de pronto. Bajó las escaleras del edificio con saltos de dos en dos y atravesó corriendo el vestíbulo, perseguido por la avalancha de periodistas cargados con su parafernalia de guerra. Otros en sentido contrario estuvieron a punto de atropellarlo en el portal.
– Soltaron a Maruja -les gritó a todos-. Vamos.
Entró en el automóvil con un portazo tan violento que el chofer adormilado se asustó. «Vamos por la señora», dijo Villamizar. Le dio la dirección: diagonal 107 n° 27-73. «Es una casa blanca en la paralela occidental de la autopista», precisó. Pero la dijo con una prisa embrollada, y el chofer arrancó mal. Villamizar le corrigió el rumbo con un descontrol extraño a su carácter.
– Fíjese bien lo que hace -gritó- que tenemos que llegar en cinco minutos. ¡Y si se llega a perder lo capo!
El chofer que había padecido junto a él los tremendos dramas del secuestro, no se alteró. Villamizar recobró el aliento y lo dirigió por los caminos más cortos y fáciles, pues había visualizado la ruta a medida que le explicaban la dirección en el teléfono, para estar seguro de no perderse. Era la peor hora del tránsito pero no el peor día.
Andrés había arrancado detrás de su padre, junto con el primo Gabriel, siguiendo la caravana de los periodistas que se abría paso en el tránsito con alarmas falsas y trucos de ambulancias. A pesar de ser un conductor experto, se enredó en el tránsito. Se quedó. En cambio Villamizar llegó en un tiempo olímpico de quince minutos. No tuvo que identificar la casa, pues algunos de los periodistas que estaban en su apartamento se disputaban ya con el dueño para que los dejara entrar. Villamizar se abrió paso por entre el tumulto. No tuvo tiempo de saludar a nadie, pues la dueña de casa lo reconoció y le señaló las escaleras.
– Por ahí -le dijo.
Maruja estaba en el dormitorio principal, a donde la habían llevado para que se arreglara mientras llegaba el marido. Al entrar, se había dado de bruces con un ser desconocido y grotesco: ella misma en el espejo. Se vio hinchada y fofa, con los párpados abotargados por la nefritis, y la piel verdosa y marchita por seis meses de penumbra.
Villamizar subió en dos trancos, abrió la primera puerta que encontró, y era la de los niños, con muñecas y bicicletas. Entonces abrió la puerta de enfrente, y vio a Maruja sentada en la cama con la chaqueta de cuadros que llevaba cuando salió de su casa el día del secuestro, y recién maquillada para él. «Entró como un trueno», k dicho Maruja. Ella le saltó al cuello, y se dieron un abrazo intenso, largo y mudo. Los sacó del éxtasis el estruendo de los periodistas que lograron romper la resistencia del dueño y entraron en tropel a la casa. Maruja se asustó. Villamizar sonrió divertido.
– Son tus colegas -le dijo.
Maruja se consternó. «Tenía seis meses de no verme en el espejo», dijo. Sonrió a su imagen y no era ella. Se irguió, se estiró el cabello en la nuca con el cintillo, se recompuso como pudo tratando de que la mujer del espejo se pareciera a la imagen que ella tenía de sí misma seis meses antes. No lo consiguió.
– Estoy horrenda -dijo, y le mostró al marido los dedos deformados por la hinchazón-. No me había dado cuenta porque me quitaron los anillos.
– Estás perfecta -le dijo Villamizar.
Le abrazó por el hombro y la llevó a la sala.
Los periodistas los asaltaron con cámaras, luces y micrófonos. Maruja quedó encandilada.
«Tranquilos, muchachos -les dijo-. En el apartamento hablaremos mejor».
Fueron sus primeras palabras.
Los noticieros de las siete de la noche no dijeron nada, pero el presidente Gaviria se enteró minutos después por un monitoreo de radio que Maruja Pachón había sido liberada.
Arrancó hacia su casa con Mauricio Vargas, pero dejaron listo el comunicado oficial ce la liberación de Francisco Santos que debía ocurrir de un momento a otro. Mauricio Vargas lo había leído en voz alta frente a las grabadoras de los periodistas, con la condición de que no lo transmitieran mientras no se diera la noticia oficial.
A esa hora Maruja estaba viajando hacia su casa. Poco antes de que llegara surgió un rumor de que Pacho Santos había sido liberado, y los periodistas soltaron el perro amarrado del comunicado oficial leído por Mauricio, que salió en estampida con ladridos de júbilo por todas las emisoras.
El presidente y Mauricio lo oyeron en el carro y celebraron la idea de haberlo grabado. Pero cinco minutos después la noticia fue rectificada.
– ¡Mauricio -exclamó Gaviria-, qué desastre!
Sin embargo, lo único que podían hacer entonces era confiar en que la noticia sucediera como ya estaba dada. Mientras tanto, ante la imposibilidad de quedarse en el apartamento de Villamizar por la muchedumbre que estaba dentro, permanecieron en el de Azeneth Velázquez un piso más arriba, para esperar la verdadera liberación de Pacho después de tres liberaciones falsas.
Pacho Santos había oído la noticia de la liberación de Maruja, la prematura de la suya y la pifia del gobierno. En ese instante entró en el cuarto el hombre que le había hablado en la mañana, y lo llevó del brazo y sin venda hasta la planta baja. Allí se dio cuenta de que la casa estaba vacía, y uno de sus escoltas le informó muerto de risa que se habían llevado los muebles en un camión de mudanza para no pagar el último mes de alquiler. Se despidieron todos con grandes abrazos, y le agradecieron a Pacho lo mucho que habían aprendido de él. La réplica de Pacho fue sincera: