– Yo también aprendí mucho de ustedes.
En el garaje le entregaron un libro para que se tapara la cara fingiendo que leía y le cantaron las advertencias. Si tropezaban con la policía debía tirarse del carro para que ellos pudieran escapar. Y la más importante: no debía decir que había estado en Bogotá sino a tres de horas de distancia por una carretera escabrosa. Por una razón tremenda: ellos sabían que Pacho era bastante perspicaz para haberse formado una idea de la dirección de la casa, y no debía revelarla porque los guardianes habían convivido con el vecindario sin precaución alguna durante los largos días del secuestro.
– Si usted lo cuenta -concluyó el responsable de la liberación- nos toca matar a todos los vecinos para que no nos reconozcan después.
Frente a la caseta de policía de la avenida Boyacá con la calle 80 el carro se apagó. Se resistió dos veces, tres, cuatro, y a la quinta prendió. Todos sudaron frío. Dos cuadras más allá le quitaron el libro al secuestrado, y lo soltaron en la esquina con tres billetes de a dos mil pesos para el taxi. Cogió el primero que pasó, con un chofer joven y simpático que no quiso cobrarle y se abrió camino a bocinazos y gritos de júbilo por entre la muchedumbre que esperaba en la puerta de su casa. Para los periodistas amarillos fue una desilusión: esperaban a un hombre macilento y derrotado después de doscientos cuarenta y tres días de encierro, y se encontraron con un Pacho Santos rejuvenecido por dentro y por fuera, y más gordo, más atolondrado y con más ansias de vivir que nunca. «Lo devolvieron igualito», declaró su primo Enrique Santos Calderón. Otro, contagiado por el humor jubiloso de la familia, dijo: «Le faltaron unos seis meses más».
Maruja estaba ya en su casa. Había llegado con Alberto, perseguida por las unidades móviles que los rebasaban, los precedían, transmitiendo en directo a través de los nudos del tránsito. Los conductores que seguían por radio la peripecia los reconocían al pasar y los saludaban con redobles de bocinas, hasta que la ovación se generalizó a lo largo de la ruta. Andrés Villamizar había querido regresar a casa cuando perdió el rumbo de su padre, pero había manejado con tanta rudeza que el motor del carro se desprendió y se rompió la barra. Lo dejó al cuidado de los agentes de guardia en la caseta más cercana, y paró el primer automóvil que pasó: un BMW gris oscuro, manejado por un ejecutivo simpático que iba oyendo las noticias. Andrés le dijo quién era, por qué estaba en apuros y le pidió que lo acercara hasta donde pudiera.
– Súbase -le dijo-, pero le advierto que si es mentira lo que dice le va a ir muy mal.
En la esquina de la carrera séptima con la calle 80 lo alcanzó una amiga en un viejo Renault. Andrés siguió col, ella, pero el carro se les quedó sin aliento en la cuesta de la Circunvalar. Andrés se trepó como pudo en el último jeep blanco de Radio Cadena Nacional.
La cuesta que conducía a la casa estaba bloqueada por los automóviles y la muchedumbre de vecinos que se echaban a la calle. Maruja y Villamizar decidieron entonces abandonar el automóvil para caminar los cien metros que les faltaban, y descendieron sin advertirlo en el sitio mismo donde la habían secuestrado. La primera cara que reconoció Maruja entre la muchedumbre enardecida fue la de María del Rosario, creadora y directora de Colombia los Reclama, que por primera vez desde su fundación no transmitió esa noche por falta de tema. Enseguida vio a Andrés, que había saltado como pudo de la camioneta y trataba de llegar hasta su casa en el momento en que un oficial de la policía, alto y apuesto, ordenó cerrar la calle. Andrés, por inspiración pura, lo miró a los ojos y dijo con voz firme:
– Soy Andrés.
El oficial no sabía nada de él, pero lo dejó pasar. Maruja lo reconoció cuando corría hacia ella y se abrazaron en medio de los aplausos. Fue necesaria la ayuda de los patrulleros para abrirles paso. Maruja, Alberto y Andrés emprendieron el ascenso de la cuesta con el corazón oprimido, y la emoción los derrotó. Por primera vez se les saltaron las lágrimas que los tres se habían propuesto reprimir. No era para menos: hasta donde alcanzaba la vista, la otra muchedumbre de los buenos vecinos había desplegado banderas en las ventanas de los edificios más altos, y saludaban con una primavera de pañuelos blancos y una ovación inmensa la jubilosa aventura del regreso a casa.
EPILOGO
A las nueve de la mañana del día siguiente, como estaba acordado, Villamizar desembarcó en Medellín sin haber dormido una hora completa. Había sido una parranda de resurrección. A las cuatro de la madrugada, cuando lograron quedarse solos en el apartamento, Maruja y él estaban tan excitados por la jornada que permanecieron en la sala intercambiando recuerdos atrasados hasta el amanecer. En la hacienda de La Loma lo recibieron con el banquete de siempre, pero ahora bautizado con la champaña de la liberación. Fue un recreo breve, sin embargo, porque entonces era Pablo Escobar quien tenía más prisa, escondido en algún lugar del mundo sin el escudo de los rehenes. Su nuevo emisario era un hombre muy alto, locuaz, rubio puro y de largos bigotes dorados, al que llamaban el Mono, y contaba con plenos poderes para las negociaciones de la entrega. Por disposición del presidente César Gaviria, todo el proceso de debate jurídico con los abogados de Escobar se había llevado a cabo a través del doctor Carlos Eduardo Mejía, y con conocimiento del ministro de Justicia. Para fe entrega física, Mejía actuaría de acuerdo con Rafael Pardo, por el lado del gobierno, y por el otro lado actuarían Jorge Luis Ochoa, el Mono y el mismo Escobar desde las sombras. Villamizar seguía siendo un intermediario activo con el gobierno, y el padre García Herreros, que era un garante moral para Escobar, se mantendría disponible para los tropiezos de mayor urgencia.
La prisa de Escobar para que Villamizar estuviera en Medellín al día siguiente de la liberación de Maruja había hecho pensar que la entrega sería inmediata, pero pronto se vio que no, pues para él faltaban todavía algunos trámites de distracción. La mayor preocupación de todos, y de Villamizar más que de nadie, era que a Escobar no le pasara nada antes de la entrega. No era para menos: Villamizar sabía que Escobar, o sus sobrevivientes, le habrían hecho pagar con el pellejo la mínima sospecha de que hubiera faltado a su palabra. El hielo lo rompió el mismo Escobar cuando lo llamó por teléfono a La Loma y lo saludó sin preludios:
– Doctor Villa, ¿está contento?
Villamizar no lo había visto ni oído nunca, y lo impresionó la absoluta tranquilidad de la voz sin el mínimo rastro de su aureola mítica. «Le agradezco que haya venido -prosiguió Escobar sin esperar la respuesta, con su condición terrestre bien sustentada por su áspera dicción de los tugurios-. Usted es un hombre de palabra y no me podía fallar». Y enseguida entró en materia:
– Empecemos a arreglar cómo es que voy a entregarme.
En realidad, Escobar sabía ya cómo iba a entregarse pero tal vez quería hacer un repaso completo con un hombre en el cual tenía depositada entonces toda su confianza. Sus abogados y el director de Instrucción Criminal, a veces de manera directa y a veces por intermedio de la directora regional, pero siempre en coordinación con el ministro de Justicia, habían discutido todos y cada uno de los detalles de la entrega. Aclarados los temas jurídicos derivados de las distintas interpretaciones que cada quien hacía de los decretos presidenciales, los temas se habían reducido a tres: la cárcel, el personal de la cárcel y el papel de la policía y el ejército.
La cárcel -en el antiguo Centro de Rehabilitación de Drogadictos de Envigado- estaba a punto de terminarse. Villamizar y el Mono la visitaron a petición de Escobar al día siguiente de la liberación de Maruja y Pacho Santos. El aspecto era más bien deprimente, por los escombros arrinconados y los estragos de las lluvias intensas de aquel año. Las instalaciones técnicas de seguridad estaban resueltas. Había una doble cerca de dos metros con ochenta de altura, con quince hileras de alambre electrificado a cinco mil voltios y siete garitas de vigilancia, además de otras dos en la guardia de ingreso. Estos dos dispositivos serían reforzados aún más tanto para impedir que Escobar se fugara como para impedir que lo mataran.