Villamizar, sin empleo ni ganas de tenerlo, con un regusto ácido de la política, prefirió descansar por un tiempo a su manera, reparando las pequeñas averías domésticas, bebiéndose el ocio sorbo a sorbo con viejos compinches, haciendo el mercado con su propia mano para gozar y hacer gozar a sus amigos de las delicias de la cocina popular. Era un estado de ánimo propicio para leer en las tardes y dejarse crecer la barba. Un domingo durante el almuerzo, cuando ya las brumas de la nostalgia empezaban a enrarecer el pasado, alguien llamó a la puerta. Pensaron que Andrés había vuelto a olvidar las llaves. Como era el día libre del servicio, Villamizar abrió. Un hombre joven de chaqueta deportiva le entregó un paquetito envuelto en papel de regalo y atado con una cinta dorada, y desapareció por la escalera sin decirle una palabra ni darle tiempo de preguntar nada. Villamizar pensó que podía ser una bomba. En un instante lo estremeció la náusea del secuestro, pero deshizo el lazo y desenvolvió el paquetito con la punta de los dedos, lejos del comedor donde Maruja lo esperaba. Era un estuche de piel artificial, y dentro del estuche, en su nido de raso, estaba el anillo que le habían quitado a Maruja la noche del secuestro. Le faltaba una chispa de diamante, pero era el mismo.
Ella no podía creerlo. Se lo puso, y se dio cuenta de que estaba recobrando la salud a toda prisa, pues ya le venía bien al dedo.
– ¡Qué barbaridad! -suspiró ilusionada-. Todo esto ha sido como para escribir un libro.