En la noche siguiente, mientras la llevaban a pie a una tercera casa, con Azucena y Juan Vitta, por un camino imposible y bajo una lluvia tenaz, Diana se dio cuenta de que no era verdad nada de cuanto les decían. Pero esa misma noche un guardián desconocido hasta entonces la sacó de dudas.
– Ustedes no están con el ELN sino en manos de los Extraditables -les dijo-. Pero estén tranquilos, porque van a ser testigos de algo histórico.
La desaparición del equipo de Diana Turbay seguía siendo un misterio, diecinueve días después, cuando secuestraron a Marina Montoya. Se la habían llevado a rastras tres hombres bien vestidos, armados de pistolas de 9 milímetros y metralletas Miniuzis con silenciador, cuando acababa de cerrar su restaurante Donde las Tías, en el sector norte de Bogotá. Su hermana Lucrecia, que la ayudaba a atender la clientela, tuvo la buena fortuna de un pie escayolado por un esguince del tobillo que le impidió ir al restaurante. Marina ya había cerrado, pero volvió a abrir porque reconoció a dos de los tres hombres que tocaron. Habían almorzado allí varias veces desde la semana anterior e impresionaban al personal por su amabilidad y su humor paisa, y por las propinas de treinta por ciento que dejaban a los meseros. Aquella noche, sin embargo, fueron distintos. Tan pronto como Marina abrió la puerta la inmovilizaron con una llave maestra y la sacaron del local. Ella alcanzó a aferrarse con un brazo en un poste de luz y empezó a gritar. Uno de los asaltantes le dio un rodillazo en la columna vertebral que le cortó el aliento. Se la llevaron sin sentido en un Mercedes 190 azul dentro del baúl acondicionado para respirar.
Luis Guillermo Pérez Montoya, uno de los siete hijos de Marina, de cuarenta y ocho años, alto ejecutivo de la Kodak en Colombia, hizo la misma interpretación de todo el mundo: su madre había sido secuestrada como represalia por el incumplimiento del gobierno a los acuerdos entre Germán Montoya y los Extraditables. Desconfiado por naturaleza de todo lo que tuviera que ver con el mundo oficial, se impuso la tarea de liberar a su madre en trato directo con Pablo Escobar.
Sin ninguna orientación, sin contacto previo con nadie, sin saber siquiera qué hacer cuando llegara, viajó dos días después a Medellín. En el aeropuerto tomó un taxi en el cual le indicó al chofer sin más señas que lo llevara a la ciudad. La realidad le salió al encuentro cuando vio abandonado a la orilla de la carretera el cadáver de una adolescente de unos quince años, con buena ropa de colores de fiesta y un maquillaje escabroso. Tenía un balazo con un hilo de sangre seca en la frente. Luis Guillermo, sin creer lo que le decían sus ojos, señaló con el dedo.
– Ahí hay una muchacha muerta.
– Sí -dijo el chófer sin mirar-. Son las muñecas que se van de fiesta con los amigos de don Pablo.
El incidente rompió el hielo. Luis Guillermo le reveló al chofer el propósito de su visita, y él le dio las claves para entrevistarse con la supuesta hija de una prima hermana de Pablo Escobar.
– Vete hoy a las ocho a la iglesia que está detrás del mercado -le dijo-. Ahí va a llegar una muchacha que se llama Rosalía.
Allí estaba, en efecto, esperándolo sentada en un banco de la plaza. Era casi una niña, pero su comportamiento y la seguridad de sus palabras eran de una mujer madura y bien adiestrada. Para empezar la gestión, le dijo, debería llevar medio millón de pesos en efectivo. Le indicó el hotel donde debía alojarse el jueves siguiente, y esperar una llamada telefónica a las siete de la mañana o a las siete de la noche del viernes.
– La que te llamará se llama Pita -precisó.
Esperó en vano dos días y parte del tercero. Por fin se dio cuenta del timo y agradeció que Pita no hubiera llamado para pedirle el dinero. Fue tanta su discreción, que su esposa no supo de aquellos viajes ni de sus resultados deplorables hasta cuatro años después cuando él lo contó por primera vez para este reportaje.
Cuatro horas después del secuestro de Marina Montoya, un jeep y un Renault 18 bloquearon por delante y por detrás el automóvil del jefe de redacción de El Tiempo, Francisco Santos, en una calle alterna del barrio de Las Ferias, al occidente de Bogotá. El suyo era un jeep rojo de apariencia banal, pero estaba blindado de origen, y los cuatro asaltantes que lo rodearon no sólo llevaban pistolas de 9 milímetros y subametralladoras Miniuzis con silenciador, sino que uno de ellos tenía un mazo especial para romper los cristales. Nada de eso fue necesario. Pacho, discutidor incorregible, se anticipó a abrir la puerta para hablar con los asaltantes. «Prefería morirme a no saber qué pasaba», ha dicho. Uno de los secuestradores lo inmovilizó con una pistola en la frente y lo hizo salir del carro con la cabeza gacha. Otro abrió la puerta delantera y disparó tres tiros: uno se desvió contra los cristales, y dos le perforaron el cráneo al chofer, Oromansio Ibáñez, de treinta y ocho años. Pacho no se dio cuenta. Días después, recapitulando el asalto, recordó haber escuchado el zumbido de las tres balas amortiguadas por el silenciador.
Fue una operación tan rápida, que no llamó la atención en medio del tránsito alborotado del martes. Un agente de la policía encontró el cadáver desangrándose en el asiento delantero del carro abandonado; cogió el radioteléfono, y al instante oyó en el extremo una voz medio perdida en las galaxias.
– Haber.
– ¿Quién habla? -preguntó el agente.
– Aquí El Tiempo.
La noticia salió al aire diez minutos después. En realidad, había empezado a prepararse desde hacía cuatro meses, pero estuvo a punto de fracasar por la irregularidad de los desplazamientos impredecibles de Pacho Santos. Por los mismos motivos, quince años antes, el M-19 había desistido de secuestrar a su padre, Hernando Santos. Esta vez habían sido previstos hasta los mínimos detalles. Los carros de los secuestradores, sorprendidos por un nudo de automóviles en la avenida Boyacá, a la altura de la calle 80, se escaparon por encima de los andenes y se perdieron en los recovecos de un barrio popular. Pacho Santos iba sentado entre dos secuestradores, con la vista tapada por unos lentes nublados con esmalte de uñas, pero siguió de memoria las vueltas y revueltas del carro, hasta que entró dando tumbos en un garaje. Por la ruta y la duración, se formó una idea tentativa del barrio en que estaban.
Uno de los secuestradores lo llevó del brazo caminando con los lentes ciegos hasta el final de un corredor. Subieron hasta un segundo piso, doblaron a la izquierda, caminaron unos cinco pasos, y entraron en un sitio helado. Allí le quitaron los lentes. Entonces se vio en un dormitorio sombrío, con las ventanas clausuradas con tablas y un foco solitario en el techo. Los únicos muebles eran una cama matrimonial cuyas sábanas parecían demasiado usadas, una mesa con un radio portátil y un televisor.
Pacho cayó en la cuenta de que la prisa de sus raptores no había sido sólo por razones de seguridad, sino por llegar a tiempo para el partido de fútbol entre Santafé y Caldas. Para tranquilidad de todos le dieron una botella de aguardiente, lo dejaron solo con su televisor, y se fueron a ver el partido en la planta baja. Él se la tomó hasta la mitad en diez minutos, y no sintió que le hiciera efecto, pero le dio ánimos para ver el partido. Fanático del Santafé desde niño, no pudo disfrutar del aguardiente por la rabia del empate: dos a dos. Al final, se vio en el noticiero de las nueve y media en una grabación de archivo, vestido de esmoquin y rodeado de reinas de la belleza. Sólo entonces se enteró de la muerte de su chofer. Después de los noticieros, entró un guardián con una máscara de bayetilla, que lo obligó a quitarse la ropa y a ponerse una sudadera gris que parecía ser de rigor en las cárceles de los Extraditables. Trató de quitarle también el aspirador para el asma que llevaba en el bolsillo del saco, pero Pacho lo convenció de que para d era de vida o muerte. El enmascarado le explicó las reglas del cautiverio: podía ir al baño del corredor, escuchar radio y ver televisión sin restricciones, pero a volumen normal. Al final lo hizo acostar, y lo amarró de la cama por el tobillo con una cuerda de enlazar.