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El guardián tendió un colchón en el piso, paralelo a la cama, y un momento después empezó a roncar con un silbido intermitente. La noche se hizo densa. En la oscuridad, Pacho tomó conciencia de que aquélla era apenas la primera noche de un porvenir incierto en el que todo podía suceder. Pensó en María Victoria -conocida por sus amigos como Mariavé-, su esposa bonita, inteligente y de gran carácter, con quien entonces tenía dos hijos, Benjamín de veinte meses y Gabriel de siete meses. Un gallo cantó en el vecindario, y Pacho se sorprendió de su reloj disparatado. «Un gallo que canta a las diez de la noche tiene que estar loco», pensó. Es un hombre emocional, impulsivo y de lágrima fáciclass="underline" copia fiel de su padre. Andrés Escabi, el marido de su hermana Juanita, había muerto en un avión que estalló en el aire por una bomba de los Extraditables. En medio de la conmoción familiar, Pacho dijo una frase que estremeció a todos: «Uno de nosotros no estará vivo en diciembre». La noche del secuestro, sin embargo, no sintió que fuera la última. Por primera vez sus nervios eran un remanso, y se sentía seguro de sobrevivir. Por el ritmo de la respiración, se dio cuenta de que el guardián tendido a su lado estaba despierto. Le preguntó:

– ¿En manos de quién estoy?

– En manos de quién prefiere -preguntó el guardián-: ¿de la guerrilla o del narcotráfico?

– Creo que estoy en manos de Pablo Escobar -dijo Pacho.

– Así es -dijo el guardián, y corrigió enseguida-: en manos de los Extraditables.

La noticia estaba en el aire. Los operadores del conmutador de El Tiempo habían llamado a los parientes más cercanos, y éstos a otros y a otros, hasta el fin del mundo. Por una serie de casualidades extrañas, una de las últimas que la supieron en la familia fue la esposa de Pacho. Minutos después del secuestro la había llamado su primo Juan Gabriel, quien no estaba seguro aún de lo que había sucedido, y sólo se animó a preguntarle si Pacho había llegado a casa. Ella le dijo que no, y Juan Gabriel no se animó a darle la noticia todavía sin confirmar. Minutos después la llamó Enrique Santos Calderón, primo hermano doble de su esposo y subdirector de El Tiempo.

– ¿Ya sabes lo de Pacho? -le preguntó.

María Victoria creyó que le hablaban de otra noticia que ella conocía ya, y que tenía algo que ver con su marido.

– Claro -dijo.

Enrique se despidió a toda prisa para seguir llamando a otros parientes. Años después, comentando el equívoco, María Victoria comentó: «Eso, me pasó por dármelas de genio». Al instante volvió a llamarla Juan Gabriel y le contó todo junto: habían matado al chofer y se habían llevado a Pacho.

El presidente Gavina y sus consejeros más cercanos estaban revisando unos comerciales de televisión para promover la campaña electoral de la Asamblea Constituyente, cuando su consejero de Prensa, Mauricio Vargas, le dijo al oído: «Secuestraron a Pachito Santos». La proyección no se interrumpió. El presidente, que necesita lentes para el cine, se los quitó para mirar a Vargas.

– Queme mantengan informado -le dijo.

Se puso los lentes y siguió viendo la proyección. Su íntimo amigo, Alberto Casas Santamaría, ministro de Comunicaciones, que estaba al lado suyo, alcanzó a oír la noticia y se la transmitió de oreja a oreja a los consejeros presidenciales. Un estremecimiento sacudió k sala. Pero el presidente no pestañeó, de acuerdo con una norma de su modo de ser que él expresa con una regla escolar: «Hay que terminar esta tarea». Al término de la proyección volvió a quitarse los lentes, se los guardó en el bolsillo del pecho, y ordenó a Mauricio Vargas:

– Llame a Rafael Pardo y dígale que convoque para ahora mismo un Consejo de Seguridad.

Mientras tanto, promovió un intercambio de opiniones sobre los comerciales, como estaba previsto. Sólo cuando hubo una decisión dejó ver el impacto que le había causado la noticia del secuestro. Media hora después entró en el salón donde ya lo esperaban la mayoría de los miembros del Consejo de Seguridad. Apenas empezaban, cuando Mauricio Vargas entró en puntillas y le dijo al oído:

– Secuestraron a Marina Montoya.

En realidad, había ocurrido a las cuatro de la tarde -antes que el secuestro de Pacho- pero la noticia había necesitado otras cuatro horas para llegarle al presidente.

Hernando Santos Castillo, el padre de Pacho, dormía desde tres horas antes a diez mil kilómetros de distancia, en un hotel de Florencia, Italia. En un cuarto contiguo estaba su hija Juanita, y en otro su hija Adriana con su marido. Todos habían recibido la noticia por teléfono, y decidieron no despertar al papá. Pero su sobrino Luis Fernando lo llamó en directo desde Bogotá, con el preámbulo más cauteloso que se le ocurrió para despertar a un tío de sesenta y ocho años con cinco bypasses en el corazón.

_Te tengo una muy mala noticia -le dijo.

Hernando, por supuesto, se imaginó lo peor pero guardó las formas.

– ¿Qué pasó?

– Secuestraron a Pacho.

La noticia de un secuestro, por dura que sea, no es tan irremediable como la de un asesinato, y Hernando respiró aliviado. «¡Bendito sea Dios!», dijo, y enseguida cambió de tono:

– Tranquilos. Vamos a ver qué hacemos.

Una hora después, en la madrugada fragante del otoño toscano, todos emprendieron el largo viaje de regreso a Colombia.

La familia Turbay, angustiada por la falta de noticias de Diana una semana después de su viaje, solicitó una gestión oficiosa del gobierno a través de las principales organizaciones guerrilleras. Una semana después de la fecha en que Diana debía haber regresado, el esposo de ella, Miguel Uribe, y el parlamentario Álvaro Leyva, hicieron un viaje confidencial a la Casa Verde, el cuartel general de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) en la cordillera oriental. Desde allí se pusieron en contacto con la totalidad de las organizaciones armadas para tratar de establecer si Diana estaba con alguna ce ellas. Siete lo negaron en un comunicado conjunto.

Sin saber a qué atenerse, la presidencia de la república alertó a la opinión pública contra la proliferación de comunicados falsos, y pidió que no creyeran más en ellos que en las informaciones del gobierno. Pero la verdad grave y amarga era que la opinión pública creía sin reservas en los comunicados de los Extraditables, así que todo el mundo dio un suspiro de alivio el 30 de octubre -a sesenta días del secuestro de Diana Turbay y a cuarenta y dos del de Francisco Santos- cuando aquéllos disiparon las últimas dudas con una sola frase: «Aceptamos públicamente tener en nuestro poder a los periodistas desaparecidos». Ocho días después fueron secuestradas Maruja Pachón y Beatriz Villamizar. Había razones de sobra para pensar que la escalada tenía una perspectiva todavía mucho más amplia. Al día siguiente de la desaparición de Diana y su equipo, y cuando aún no existía ni la mínima sospecha de que habían sido secuestrados, el célebre director de noticias de la Radio Caracol, Yamit Amat, fue interceptado por un comando de sicarios en una calle del centro de Bogotá, después de varios días de seguimiento. Amat se les escapó de las manos por una maniobra atlética que los tomó por sorpresa, y se salvó nadie sabe cómo de un disparo que le hicieron por la espalda. Con una diferencia de horas, la hija del ex presidente Belisario Betancur, María Clara -en compañía de su hija Natalia, de doce años- logró escapar en su automóvil cuando otro comando de secuestros le bloqueó el paso en un barrio residencial de Bogotá. La única explicación de estos dos fracasos es que los secuestradores tuvieran instrucciones terminantes de no matar a sus víctimas.