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Petros Márkaris

Noticias de la noche

Nº1 Serie Comisario Jaritos

Capítulo 1

Cada mañana, a las nueve, nos observamos. Él permanece de pie ante mi escritorio, mirándome fijamente, no a los ojos sino un poco más arriba, justo en medio de la frente. «Soy un cretino», me dice, aunque no lo expresa con palabras.

Yo, sentado detrás de mi despacho a la mesa, le clavo la mirada en los ojos, ni más arriba ni más abajo: licencias del rango. «Sé que eres un cretino», le transmito, aunque tampoco pronuncio ni una palabra y es mi mirada la que habla. Mantenemos esta conversación diez meses al año -con la salvedad de los dos meses correspondientes a nuestras vacaciones- cinco días por semana, de lunes a viernes, sin intercambiar palabra alguna. «Soy un cretino.» «Sé que eres un cretino.»

A cada comisaría le corresponde cierto porcentaje de fracasados. No vas a tener sólo lumbreras, también has de cargar con algunos zoquetes. Zanasis pertenece a la segunda categoría. Entró en la Academia de Oficiales de Policía, pero dejó los estudios colgados. Le costó Dios y ayuda alcanzar el grado de cabo, y con eso se quedó, sin ambición de progresar. Desde su primer día en la jefatura, se cuidó de dejar bien claro que era un cretino, y yo lo valoré en su justa medida. Su franqueza, en efecto, lo libró de misiones difíciles, noches en vela, redadas policiales, persecuciones. Me lo quedé en el despacho. Algún que otro interrogatorio facilito, archivos, contactos con el forense o el ministerio. No obstante, dadas las deficiencias crónicas de personal y las carreras contrarreloj, él se ocupa de recordarme cada día que es gilipollas, para que no vaya a encontrarse por error en algún coche patrulla.

Echo un vistazo a mi mesa y no veo el cruasán ni el café. Esta es su única misión fija: traerme cada mañana el café y el cruasán. Levanto la cabeza y lo miro extrañado.

– ¿Qué ha pasado hoy con mi desayuno, Zanasis? ¿Te has olvidado?

Cuando entré en el cuerpo desayunábamos rosquillas de pan. Limpiábamos la mesa con la mano para quitar las semillas de sésamo, y al otro lado se sentaba algún Dimos o Meños o Lambros: asesinos, rateros o vulgares carteristas.

Zanasis sonríe.

– Ha llamado el señor director. Quiere verlo enseguida, y he pensado que ya se lo traería después.

Será por lo del albanés. Había estado merodeando por la casa de la pareja que encontramos asesinada el martes al mediodía. Aunque la puerta de la vivienda llevaba abierta toda la mañana, no había entrado nadie. ¿Quién iba a meterse en una chabola sin pintar, con una ventana sin postigos y la otra cerrada con tablas? Ni los ladrones se dignarían mirarla. Finalmente, en torno al mediodía, una vecina curiosa que se dio cuenta de que la puerta había estado abierta toda la mañana y que no había ninguna señal de vida, entró para echar un vistazo. Tardó una hora en llamarnos porque se desmayó. Cuando llegamos nosotros, dos mujeres seguían tratando de calmarla rociándola con agua, como se hace con los pescados para que mantengan su aspecto fresco.

Había un colchón desnudo sobre el suelo de cemento. La mujer que yacía de espaldas sobre él debía de tener unos veinticinco años. Presentaba un enorme tajo en el cuello, como si alguien le hubiese abierto una segunda boca, un poco más abajo de la normal, para facilitar la salida de la sangre. Su mano derecha permanecía agarrada al colchón. No sé de qué color habría sido su camisón, pero en ese momento era de un rojo vivo. El hombre que estaba tendido boca abajo a su lado, con el tórax fuera del colchón, debía de tener unos cinco años más que ella. Sus ojos parecían fijos en una cucaracha que pasaba ante ellos en aquel instante, sin prisas. Tenía cinco cuchilladas en la espalda, tres horizontales que iban desde la altura del corazón hasta el omóplato derecho y dos más debajo de la cuchillada central, una a continuación de la otra, como si el asesino hubiese querido grabarle en la espalda la «T» de tormento. La chabola era como todas las casas de quienes salen de un infierno para entrar en el siguiente, con una mesa plegable, dos sillas de plástico y un hornillo de gas.

Dos albaneses acuchillados sólo interesan a los de la tele, y eso si la masacre resulta fotogénica y produce náuseas a las nueve de la noche, justo cuando la gente se sienta a cenar. Tiempo atrás había rosquillas de pan y griegos. Ahora hay cruasanes y albaneses.

Empleamos una hora escasa en completar la primera fase: fotografiar los dos cadáveres, tomar huellas dactilares, recoger cuatro o cinco pruebas en bolsas de plástico y precintar la puerta. El forense ni siquiera se tomó la molestia de presentarse. Prefirió recibir los cadáveres en el depósito. No hacía falta una investigación. ¿Qué había que investigar? La casa no tenía ni armario. Los cinco harapos de la mujer colgaban de un gancho en la pared. Los del hombre estaban a su lado, sobre el cemento.

– ¿No vamos a mirar si hay dinero? -preguntó Sotiris, el subteniente, un tipo quisquilloso.

– Busca si quieres, pero no vas a encontrar ni una dracma, ya sea porque no tenían dinero o porque se lo llevó el asesino. De todas formas, esto no significa que los matara para robarles. Aunque lo hiciera por venganza, igualmente se habría llevado el dinero.

Sotiris encontró un agujero en el colchón, pero ni rastro de dinero.

Ningún vecino había visto nada. Al menos, eso es lo que decían. Claro que podían callárselo para soltarlo ante las cámaras y montar el numerito. Sólo quedaba volver a la jefatura para la segunda fase, el informe, que iría directamente al archivo. Buscar al que los había matado sería una pérdida de tiempo.

Apareció justo cuando precintábamos la casa. Cara de pan, blusa chillona que amenazaba con reventar bajo la presión de los pechos, falda estrecha y más corta por detrás, porque el trasero impedía que bajara, y zapatillas de color lila. Yo estaba sentado en el coche patrulla cuando vi que se dirigía a los hombres que precintaban la puerta.

Les susurró algo y ellos señalaron hacia mí. Dio la vuelta y se acercó.

– ¿Dónde podría hablar con usted? -me preguntó, como si esperase que le concertara una cita.

– Aquí mismo. Dígame.

– Estos últimos días he visto a un hombre merodeando por la casa. Llamaba para que le abrieran, pero la mujer le cerraba siempre la puerta en las narices. Era de estatura media, rubio, con una cicatriz en la mejilla izquierda. Llevaba una cazadora azul claro, tejanos remendados en las rodillas y zapatillas de deporte. La última vez que lo vi fue anteayer por la tarde, y ella volvió a darle con la puerta en las narices.

– ¿Y por qué no ha contado todo esto al policía que la ha interrogado?

– Prefería pensármelo antes. No quiero líos con policías ni juzgados.

¿Cuántas horas se pasaba mirando la calle, a los vecinos y a los transeúntes? Cualquiera habría dicho que se hacía la cama por la mañana, ponía la olla en el fuego y se apostaba delante de la ventana.

– Bien. Si la necesitamos, ya la llamaremos.

Al volver al despacho, mi primera reacción fue archivar el caso. Terroristas, robos a mano armada, drogas… ¿Quién tiene tiempo para ocuparse de los albaneses? Otra cosa sería si hubiesen matado a uno de los nuestros, a un griego, de esos que ahora comen sándwiches y crepés. Pero, entre ellos, que hagan lo que quieran. Basta con disponer de ambulancias para trasladarlos.

¿Quién dice que aprendemos de nuestros errores? Yo nunca aprendo. Al principio me prometo no mover un dedo y luego empieza a remorderme la conciencia. Yo no sé si porque me ahogo en el despacho y me aburro, o porque aún me queda algo del instinto del policía, algo que se ha salvado de la rutina, lo cierto es que se apoderan de mí las ganas de tomar cartas en el asunto. Envié a las comisarías la descripción del albanés que había hecho la faena. La verdad es que no se precisan extensas investigaciones. Basta con peinar las plazas. Plaza de Omonia, plaza de Vazi, plaza Kotziá, plaza Kumunduru, la plaza del Metro en Kifisiá. Plazas… El mundo se ha convertido en un zoológico al revés. La gente está encerrada en jaulas y los animales se pasean por las plazas y nos miran. Sabía que mis esfuerzos estaban condenados de antemano. No tenía la menor posibilidad de encontrarlo. Sin embargo, a los tres días me lo mandaron desde Lutsa.