Zanasis no tarda en volver. Sospecha que pretendo encargarle trabajo y me dirige esa característica mirada que anuncia su cretinismo. «Sé que eres un cretino -le respondo con los ojos-, pero te necesito.»
– Oye, Zanasis -le digo, esta vez en voz alta-, a esa Karayorgui le gustas, ¿no te parece?
No se lo esperaba y se queda desconcertado. Me mira entre sorprendido y aterrorizado.
– ¿Cómo se le ocurre, teniente? -farfulla, porque no se le ocurre qué más decir.
– Te lo pregunto porque he visto algo. Su manera de mirarte, las sonrisas que te dedica. No me digas que no te habías percatado…
– No, se equivoca -responde rápidamente-. ¿Por qué le iba a gustar?
– A lo mejor porque eres guapo. O porque quiere utilizarte para tener acceso directo al departamento y ser la primera en conseguir ciertas informaciones… Tal vez por ambas cosas.
– ¿Me toma por un bocazas? -pregunta, ofendido. Ni que fuera el primero.
– Es justamente lo que quiero, que seas un poco bocazas. Quiero que la llames por teléfono, supuestamente en secreto, y que le digas que tienes cierta información. Cuando ya os hayáis entendido, quiero que le preguntes qué sabe del niño.
Me mira boquiabierto. Espero que digiera las instrucciones, porque debido a su condición de cretino, que ya conocemos, no destaca precisamente por su agilidad mental.
– Voy a ponerte al corriente -prosigo después de un rato-. Hace dos días que Karayorgui viene preguntándome si los albaneses tenían hijos. Ayer, en el informativo de la noche, dijo que estamos buscando a un niño. Es mentira, pero alguna razón habrá tenido para decirlo. Una vecina me ha dicho hoy que los vio salir de una furgoneta y que la chica llevaba un bulto en brazos. Puede que el bulto fuera un bebé y que la vieja no lo viera bien en la oscuridad. Por eso quiero que averigües qué sabe la periodista y por qué deja caer indirectas.
– No me haga esto -masculla, tenso.
– ¡Hacerte qué, atontado! -No lo llamo cretino porque esto sólo se lo digo sin palabras-. ¡Hace un montón de años que te vienes librando de problemas y yo hago la vista gorda! ¡Y por una vez que te encargo un trabajo, con los gastos pagados y una mujer incluida, me vienes con remilgos!
– No quiero líos. Si alguien me viera y se chivara a los de arriba, iba yo listo.
– Ni mucho menos. El problema sería mío, por habértelo ordenado. ¿O temes que, si se enteran, te cargaría a ti el muerto?
– No -responde rápidamente, pero enseguida se encalla-. Es por mi chica. Si se entera de que he salido con otra, se armará la gorda y no habrá quien la convenza.
– Me la mandas a mí para que le confirme por escrito que era en acto de servicio. Ahora vete y no vuelvas sin la información.
Sigue allí, mirándome como un pajarito asustado.
– ¡Largo! -grito, y él se lanza a la carrera.
Me cago en los points.
Capítulo 8
Antes de volver a casa, paso por el banco para sacar las treinta mil dracmas que me pidió Adrianí. No pensaba dárselas hoy, pero las cosas me han salido bien y estoy de buen humor. En primer lugar, me he asegurado de lo del albanés. Ya no hay peligro de que dé un paso en falso en esta dirección. En segundo lugar, he arreglado el informe sin que Guikas se haya dado cuenta. Claro que el truco con Karayorgui es peligroso, porque Zanasis no es un lince, desde luego, y si se le escapa que fui yo quien le ordenó que la sonsacara, Karayorgui lo hará público y la cosa se pondrá fea. Aunque no siempre se puede jugar sobre seguro, hay que correr riesgos.
Tengo tarjeta de cajero automático. Fue idea de Adrianí, una iniciativa interesada pero que me resulta cómoda. Al principio, quería convencerme para que abriéramos una cuenta conjunta, pero le paré los pies. No iba a meterla de socia en mis finanzas para luego ir al banco, encontrar la cuenta a cero y darme con un canto en los dientes. No es que sea derrochadora, pero cuanto más se come más hambre se tiene, y siempre es mejor guardar régimen. Cuando vio que no tenía nada que hacer, cambió de estrategia y me convenció para abrir una cuenta con tarjeta. Se figuraba que lograría averiguar el número secreto para sacar dinero, pero tampoco tuvo suerte en eso. Ni sabe el número secreto ni ha tenido nunca la tarjeta en sus manos. Le doy treinta mil dracmas semanales para los gastos de la casa y, cuando pide más, dejo qué espere unos días antes de soltárselos. Siempre acabo cediendo, pero le hago la vida difícil a propósito, para que no crea que todo el monte es orégano. Lo único que ha conseguido es que yo haga la compra de tanto en tanto, cuando se supone que a ella no le da tiempo, y entonces se guarda aparte el dinero que le ha sobrado.
Meto la tarjeta en la ranura. «Griego», indica la máquina para demostrar que ella es cosmopolita y yo un paleto. Me vengo, sin embargo, apretando el segundo botón, él que dice «English». No es que entienda todo lo que aparece en inglés, pero me sé las operaciones de memoria y no me importa. Es como si se repitiera la conversación muda que sostengo con Zanasis: «Soy un cretino.» «Sé que eres un cretino.» Sólo que, en esta ocasión, el cretino soy yo y la máquina me lo da todo masticado, por si no entiendo bien y meto la pata.
Saco cincuenta mil y me dirijo a casa. Adrianí está sentada en su sillón de siempre, con el mando a distancia en la mano. Sólo que hoy no me topo con el poli, sino con otro tipejo, uno que está casado con la madre y quiere tirarse a la hija, aunque ella no quiere. Me planto a sus espaldas y, como todas las tardes, o no se da cuenta de mi presencia o sí se da cuenta pero pasa olímpicamente. Saco treinta y cinco billetes del bolsillo, que he guardado aparte y, sin decir nada, los dejo caer en su regazo. Se sobresalta porque está totalmente absorta en la historia de la hija y el padrastro, la chica lo llama de todo y el muy cerdo le susurra palabras de amor. Sólo aparta la vista de la pantalla por un instante y mira su regazo. De repente agarra los billetes con la mano izquierda, suelta el mando a distancia de la derecha y se levanta de un salto.
– ¡Kostaki, amor! -grita entusiasmada-. ¡Gracias, cariño! -Me abraza fuerte y pega los labios a mi mejilla.
En la pantalla, la hija abofetea al padrastro y la escena se corta bruscamente. Aparece el poli y empieza a desgañitarse. Adrianí, no obstante, lo ha olvidado todo y sigue abrazándome con fuerza, como si ya tuviera las botas entre sus brazos. Cuando se despega de mí, se agacha y recoge el mando a distancia del suelo.
– ¡Qué aburrimiento, siempre lo mismo! -dice indignada y aprieta el botón con rabia mientras me mira con una sonrisa insinuante, como diciendo: ¿Ves? Si me regalaras un par de botas cada día, nunca más volvería a mirar la televisión.
El resto de la tarde, hasta que comienzan las noticias, se pega a mi lado y no para de charlar. Habla de todo y de nada: de lo mucho que ha subido la vida, de cómo un par de zapatos valía cinco o seis mil hace unos cinco años y ahora cuesta veinte, de que ella camina tres manzanas para ir a Sklavenitis, que tiene mejores precios que el supermercado de enfrente, de que se alegra de que venga Katerina porque la echa muchísimo de menos. Todo son tonterías para distraer mi atención, menos lo de Katerina. Es verdad que la echa muchísimo de menos, lo mismo que yo. Desde el día que se fue a Salónica, Adrianí sólo vive esperando su regreso en Navidad, Semana Santa y las vacaciones de verano. Los períodos intermedios son de espera, e intenta llenarlos con la tele, la limpieza de la casa y las pequeñas venganzas cotidianas.
A las ocho y media pongo las noticias y aparece Guikas. Aunque no es bajito, su cabeza apenas sobresale detrás de aquella enorme mesa, como si estuviera ahogándose en el mar y luchara por mantenerse a flote. Sin embargo no lo consigue, porque le ahogan los micrófonos y se hunde cada vez más en su asiento. Se ha aprendido de memoria el resumen que le hice y lo repite sin vacilar. Kúvelos, el profesor de historia que tuve en el colegio, le habría puesto un sobresaliente. No menciona los quinientos billetes ni la furgoneta, señal de que no se ha tomado la molestia de leer mi informe. Si los periodistas se enteran mañana y le preguntan, se defenderá diciendo que se trata de una investigación en curso y que no está autorizado a hacer declaraciones.