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Transcurren un par de horas tediosas antes de acostarnos. Primero la cena, después los anuncios interrumpidos por fragmentos de película en la tele, y luego una pequeña charla. A las once el aburrimiento se hace insoportable y nos vamos a dormir. Ya estoy en la cama, a punto de apoyar el Lindell-Scott en mi estómago, cuando viene Adrianí y se echa a mi lado. Lleva un camisón azul cielo con encajes en el pecho, casi transparente, porque entreveo sus bragas blancas a través de la tela. Está a punto de tomar una novelucha de la mesilla de noche, cuando dejo el Lindell-Scott y me abalanzo sobre ella. La atraigo hacia mí con una mano, mientras deslizo la otra por debajo del camisón y empiezo a acariciarle el muslo izquierdo. En un primer momento, ella se queda petrificada; después extiende también la mano y me acaricia la espalda, como si quisiera aliviarme una contractura con un masaje. No es que me urja hacer el amor pero, de alguna manera, debe pagarme por haberle entregado los treinta y cinco billetes enseguida y haberle evitado la humillación de pedírmelos. Mi generosidad bien se merece una recompensa. Mi mano sube más, llega a la goma de sus bragas y tira de ella hacia abajo. Ella flexiona un poco las rodillas para facilitarme los movimientos, pero enseguida vuelve a estirar las piernas, manteniéndolas juntas, porque sabe que me gusta escurrir la mano entre sus muslos, separarlos y meterme entre ellos.

A media faena me arrepiento y me entran ganas de dejarlo, como quien sale del cine a mitad de una mala película. Los gritos y gemidos de Adrianí no hacen más que empeorar las cosas. La mitad de las veces finge el orgasmo, la muy hipócrita, y cree que yo estoy en la inopia. Si cada vez que lo hace la agarrara y la llevara a juicio, estaría condenada a cadena perpetua por estafa. Pienso en Katerina y me pregunto cómo pudo salir una chica así de un sucedáneo de orgasmo.

Los gemidos de Adrianí se cortan de golpe en cuanto termino. Se levanta de un brinco y sale del dormitorio. No sabe que esto es lo que me permite saber cuándo finge y cuándo no. Si al terminar se queda en la cama recobrando el aliento, eso significa que ha disfrutado de verdad. Si se lanza corriendo al cuarto de baño para lavarse como si yo tuviera blenorragia, eso quiere decir que ha fingido.

Apoyo el Lindell-Scott y me dispongo a abrirlo cuando oigo el teléfono en la sala de estar. Otra de las manías de Adrianí. No acepta tener un supletorio en el dormitorio, para que no la despierte cuando a veces me llaman por la noche. Así me obliga a correr desbocado de la cama a la sala de estar, además de dormir siempre con la angustia de no oírlo si suena.

El teléfono ha sonado ya unas diez veces cuando llego por fin y lo descuelgo.

– Diga -contesto jadeando.

– Ve inmediatamente a Hellas Channel -oigo la voz cortante de Guikas al otro extremo de la línea-. Quiero que acudas tú en persona, no mandes a ningún subordinado.

– ¿Es grave? -Pregunta idiota donde las haya, pues sé que debe de ser grave si me envía a mí.

– Han matado a Yanna Karayorgui. -Me quedo de piedra, incapaz de articular palabra-. Mañana a las nueve te quiero en mi despacho con todos los detalles. Antes de que te comas el cruasán. -Remarca la última frase para demostrarme que sus ojos lo ven todo y que nada se le escapa.

Oigo que se corta la comunicación, pero no me muevo. El auricular se me ha quedado pegado a la palma de la mano.

Capítulo 9

La encuentro sentada ante el tocador de maquillaje, pero no está mirando al espejo. Tiene la espalda reclinada en el respaldo de la silla, con la cabeza caída hacia atrás y está mirando al techo, como si la hubiesen matado en el momento en que se estiraba para desperezarse. Las manos cuelgan inermes a los costados. Lleva un vestido verde oliva con botones dorados y un pañuelo atado al cuello. Es la primera vez que la veo con falda y me la quedo mirando. De pronto siento curiosidad por saber qué le queda mejor, si las faldas o los pantalones, como si eso tuviera ahora algún sentido. Está recién maquillada: rímel, colorete en las mejillas y un rojo macilento en los labios, del color de la sangre que sueltan los filetes sobre la parrilla. No hay signos de violencia en el rostro, y el maquillaje permanece intacto. Se ve que estaba lista para aparecer en el informativo de las doce. Me extraña, porque los reportajes en directo suelen emitirse a las ocho y media; a las doce sacan los enlatados.

La barra de hierro penetró por debajo del pulmón y, al salir por la espalda en trayectoria oblicua y ascendente, la clavó a la silla. Un poco como en los combates de caballeros medievales, en los que se ensartaban unos a otros al estilo de Ivanhoe o Ricardo Corazón de León. No es que los haya leído, yo sólo leo diccionarios, pero a mi padre le dio por educarme y, durante algún tiempo, me estuvo comprando los Clásicos Ilustrados. De ahí los conozco: de la televisión impresa.

– ¿Qué es esta barra? -pregunto a Stellos, de Identificación, que está fotografiando al cadáver para que saquen el arma del crimen y Markidis, el forense, pueda iniciar su tarea.

– Es el pie de un foco -responde, y su flas emite cuatro destellos consecutivos. Cambia de posición y otra vez el flas, cuatro destellos más.

Al entrar había echado un rápido vistazo alrededor, aunque mi atención se centró en Karayorgui. Ahora vuelvo a observar la estancia. Es un camerino espacioso. A lo largo de la pared, al lado de la puerta, hay un mostrador parecido a los que se encuentran en los edificios públicos o de la Seguridad Social; sólo le faltan las ventanillas. En su lugar, han colocado un espejo rectangular enorme que cubre toda la pared. Delante del mostrador, tres sillas, una al lado de la otra. En la primera sigue sentada Karayorgui, esperando al forense. Las otras dos están vacías. La última mira de frente al espejo. La segunda, sin embargo, está vuelta hacia Karayorgui. Si no la ha movido en su agitación la persona que descubrió el cadáver, podría tratarse de un indicio. Alguien estaba sentado al lado de Karayorgui, conversando con ella. Si era el asesino, es evidente que lo conocía y que se relacionaba con él.

En la esquina opuesta de la habitación hay un montón de luces y focos, unos en el suelo y otros encajados en los soportes. Algunos pies solitarios se apoyan en la pared. No vino para matarla, pienso, sino para hablar con ella. Pero de pronto algo lo enfureció, agarró un pie de foco y se lo clavó. ¿Qué le encolerizaría hasta tal punto? ¿Pasión amorosa? ¿Rivalidad profesional? ¿Venganza de alguien desenmascarado por la periodista? No te precipites, Jaritos, todavía es pronto. Al menos, tengo una pista por donde empezar. Sobre todo si se demuestra que la silla estaba en esta posición.

– ¿Habéis terminado aquí? -pregunto a Dimitris, el otro agente de Identificación.

– Sí, ya estamos recogiendo.

En la pared medianera hay un armario cerrado. Me acerco y lo abro. Trajes de hombre y modelitos de mujer, de esos que brindan diversas casas de moda para vestir a los presentadores y sacar su nombre en los créditos, como publicidad. La primera vez que yo me puse una corbata fue cuando entré en la academia. La compré con el uniforme. Y tuve mi primer traje al licenciarme. De Kapa Marusis: «Ven a conocer los trajes hechos casi a medida.» Me mostraron un traje marrón lleno de pespuntes en el que hubieran cabido dos Jaritos juntos. «No se preocupe -me tranquilizó el dependiente-. Por eso está hecho casi a medida. Lo terminaremos de coser a su talla y le quedará como un guante.» Cuando fui a recogerlo dos días después, el traje terminado era tan ancho como el casi terminado. «Se lo parece -dijo el mismo dependiente con descaro-, porque aún no se ha adaptado a su cuerpo.» Entretanto, Kapa Marusis ardió en un incendio, yo ascendí en la escala social y fui a vivir a Vardas, y éstos salen a presumir con la ropa de usufructo.