– Según el señor Sperantsas, Karayorgui tenía previsto salir en las noticias de las doce para revelar un auténtico bombazo.
– También me lo ha contado a mí, pero yo no tenía ni idea. De todos modos, no hacía falta que estuviera al corriente: confiaba plenamente en ella.
– ¿Sabe si estaba trabajando en algún caso concreto?
– No, pero de ser así, tampoco lo sabría. Karayorgui jamás revelaba sus casos ni los datos que conseguía reunir. Sin embargo, nunca se equivocaba, por eso había dado orden de que le permitieran actuar con total libertad. -Se detiene, se inclina hacia delante y añade-: Le prestaremos la ayuda que sea necesaria. Mañana por la mañana ordenaré a dos de mis reporteros que empiecen a investigar. Estarán en contacto permanente con usted.
– Desde luego, que investiguen. Toda ayuda será bienvenida. -Me expreso con una solicitud exagerada, cosa que parece complacerle-. Siempre que no se trate de una competición por llegar primero y que nadie se inmiscuya en los asuntos del otro.
Mis últimas palabras le sientan como una patada y, de pronto, se muestra glacial.
– ¿A qué se refiere? Hable sin tapujos. Comprenda que Yanna Karayorgui era una de las estrellas de nuestro equipo periodístico y que su asesinato nos concierne directamente.
– Lo comprendo, señor Delópulos. Esta noche, sin embargo, el señor Sperantsas anunció el asesinato de Karayorgui en el informativo, antes incluso de avisarnos. No pretendo decir que nos haya causado problemas graves, aunque bien podría haberlo hecho. Por eso sería conveniente que sus empleados nos consultaran antes de tomar cualquier iniciativa.
– El trabajo del periodista consiste en informar a la gente, señor Jaritos -replica con la misma frialdad polar-. Con rapidez y precisión. Adelantarse a los demás, aunque se trate de la policía, constituye un gran éxito para la emisora. Debería felicitar al señor Sperantsas en lugar de amenazarlo, como ha hecho usted y, por cierto, con palabras muy poco delicadas.
¿Qué esperaba? Si Sperantsas había sido capaz de desacreditar a Kostaraku, una de sus colegas, ¿por qué se iba a apiadar de mí?
– Deseamos colaborar con la policía, pero el asesinato de Karayorgui representa para nosotros una especie de asunto de familia. De modo que exijo ser informado del curso de las investigaciones en exclusiva, y no en común con las demás emisoras. En este caso, no vale la objetividad ni la igualdad de oportunidades. -Calla, me mira y prosigue lentamente-: De lo contrario, me veré obligado a pasar la información recogida directamente al ministro de Interior, que casualmente es amigo mío, y ustedes serán informados a través de él.
Por si acaso, me dirige una mirada de lo más elocuente, porque considera que todos los policías somos tercermundistas y analfabetos, de forma que no basta con hablarnos crudamente: hay que recurrir a las miradas y los gestos para que nos enteremos.
– Estoy seguro de que nuestra colaboración será muy fructífera -concluye cordialmente, tendiéndome la mano.
Al estrecharla, pienso que acaba de iniciar la colaboración entre el FBI y la CNN y que no vamos a pillar al asesino ni el día del Juicio, salvo que haya suerte y encontremos a una buena vidente.
Me voy con el rabo entre las piernas.
Sotiris me está esperando en la entrada. A su lado hay un tipo joven en uniforme, de esos que llevan los empleados de seguridad. Ojos azules, pelo rapado, con las piernas y los brazos separados para ofrecer una imagen más amenazadora. Un corpulento marine de barrio. Chico afortunado. Si se hubiese metido en alguna mafia de las que venden protección, tal vez lo habríamos pillado. En cambio ahora trabaja en una empresa, cobra catorce pagas y me mira como si fuéramos colegas.
– ¿Conocías a Karayorgui? -le pregunto.
– Cómo no. Los conozco a todos. Soy una máquina.
– Olvídate de las máquinas. ¿A qué hora llegó esta noche?
– A las once y cuarto. Siempre lo anoto.
Está jugando con fuego. No sabe que está a punto de pagar el pato.
– ¿Vino sola?
– Como la una.
– ¿No estaría con otra persona que la dejó en la puerta y se marchó?
– Si la dejó en la calle yo no lo sabría, porque desde aquí no se ve. Pero cuando llegó a los estudios, estaba sola.
– ¿Viste salir de los estudios a algún desconocido, alguien que no hubieras visto antes?
– No. A nadie.
– ¿Abandonaste tu puesto en algún momento?
No contesta enseguida. Parece pensárselo.
– Sólo un par de minutos -dice al final, de mala gana-. Vanguelis, el colega que hace guardia en el despacho del jefe, vino a decirme que habían encontrado a Karayorgui asesinada. Acudimos corriendo, porque pensé que la gente no tiene experiencia en estas cosas y siempre mete la pata.
– ¿Y qué podías hacer tú con tu experiencia? ¿Resucitarla? -espeto, fuera de mí.
Por lo visto su máquina no dispone del programa adecuado, porque no sabe qué contestar y permanece en silencio.
– Tómale los datos y que vaya a declarar -ordeno inmediatamente a Sotiris.
Al salir a la calle para ir hacia mi coche, que aguarda atravesado en la acera, veo que empieza a lloviznar. Algo es algo.
Capítulo 12
Karayorgui vivía en la colina del Licabeto, a dos pasos del Doxiadis *. Por la mañana, al despertar, contemplaba el boscaje y se hacía la ilusión de estar en el campo. Ahora también es de mañana, las nueve, para ser exactos, pero llueve a mares. Los limpiaparabrisas de mi Mirafiori están estropeados y funcionan muy lentamente. Para cuando barren una oleada de agua e invierten el movimiento, el parabrisas ya está inundado. Casi me quedo ciego intentando mantener la distancia del coche que se arrastra delante, y por poco paso de largo la casa. Estoy a punto de dejarla atrás cuando veo el coche patrulla que está aparcado en la puerta y freno en seco.
– ¿Dónde te han dado el carné, idiota? -grita el conductor de atrás-. ¿A quién se le ocurre frenar así con la calzada mojada? ¿Es que no te gustaba ir en burro y te has comprado un coche?
Todo ello va acompañado de pitidos, un discurso en toda regla, con voces, pausas y signos de puntuación. Concluye con un corte de mangas para cerrar su intervención. Yo finjo indiferencia y aparco detrás del coche patrulla, donde hay una plaza vacía.
El edificio es una vieja construcción de dos plantas, amarilla, con postigos pintados de color granate y una puerta con hojas de hierro forjado. Me recuerda las casas más cuidadas de la calle Akrita. Apago el motor y me quedo en el coche. No he dormido más de dos horas y me he despertado con un terrible dolor de cabeza. Antes de salir de casa he tomado un analgésico, pero no me ha hecho ningún efecto. Me pesa la cabeza y las sienes me martillean. Miro la puerta de la casa, que está entreabierta. Del coche a la puerta no hay más de tres zancadas pero, bajo la lluvia, se me hacen una montaña y no me decido a moverme.
Debo de haber despertado sospechas a los dos policías que aguardan en el coche patrulla, porque uno de ellos sale y se acerca a mí. Abro la puerta del coche y salgo disparado.
– Teniente Jaritos -grito al pasar corriendo por su lado.
Entro en la casa, calado y con los calcetines empapados dentro de los zapatos. Mierda de tiempo.
El recibidor, pequeño y con pavimento de mármol, tiene dos puertas, una que se abre a la derecha y otra, a la izquierda. En el fondo, una estrecha escalera de madera, con barandilla pulida, conduce al primer piso. Abro la puerta de la derecha y entro en el despacho de Karayorgui. Dimitris, de Identificación, está de pie ante una pequeña librería empotrada, registrando carpetas.
– ¿Tenemos algo?
Me mira y se encoge de hombros.