– Nos las hemos de ver con un ordenador -dice.
Observo la pantalla del monitor frente a la silla del escritorio y capto el mensaje. Tendrán que llevar el ordenador y todos los disquetes al laboratorio, donde leerán todos los archivos, harán una primera selección, imprimirán todos los documentos seleccionados y nos los enviarán para clasificarlos. Con el ritmo de trabajo de los de Laboratorio, pasarán de tres o cuatro días, en el mejor de los casos. Se acabaron los buenos viejos tiempos en que manejábamos manuscritos, textos redactados a máquina, anotaciones en papelitos, paquetes de tabaco o el reverso de viejas facturas. Los llevábamos al laboratorio y sacábamos conclusiones basándonos en la grafía o en la «a» que la máquina de escribir imprimía con la joroba gastada. Actualmente, leer Ben Hur o un contrato de compraventa es uno y lo mismo, y no hay quien se aclare.
– Déjamelo a mí y búscate otra cosa que hacer -le digo.
Dimitris se larga antes de que yo cambie de opinión.
La habitación es cuadrada, como en todas las casas viejas. El escritorio es un mueble de madera con patas talladas. Un viejo escritorio de abogado. Seguramente lo heredó de su padre o de algún pariente. Al sentarse, uno se encuentra frente a la ventana que mira al cinturón periférico de Licabeto. Sigue diluviando, y los coches continúan pegados unos a otros, pitando como endemoniados. La ventana es pequeña y la habitación debe de ser oscura incluso en días soleados. Ahora que está lloviendo, si no enciendes la luz te encuentras tanteando en la penumbra. A ambos lados de la ventana hay dos viejos sillones de cuero a juego con el escritorio.
La pared de la derecha se halla cubierta de estantes hasta el techo. Los libros están apretujados en unos sitios y espaciados en otros, parecen ordenados por temas. Sin embargo, a mí me interesa más la librería empotrada de la pared de enfrente, porque en el estante superior hay carpetas clasificadoras y en los demás distingo sobres apilados y mucho material gráfico, disperso o metido en portafolios de plástico.
La miro de arriba abajo y pienso que sería muy gilipollas si me pasara el día rebuscando entre tanto papel. A fin de cuentas, corresponde a los de Identificación seleccionarlo todo y llevármelo al despacho. Después, como si me empeñara en demostrar que soy gilipollas, tiendo la mano y agarro la primera carpeta. La ojeo rápidamente y la dejo. Está llena de facturas de electricidad, teléfono y agua. Repaso la segunda y me topo con sus declaraciones de renta. En la última había declarado doce millones de ingresos netos. La parte más sustanciosa, de ocho millones cuatrocientas mil, corresponde a su sueldo de la tele. Tras un somero cálculo compruebo que ganaba seiscientas mil al mes. Seiscientos billetes para obtener información de mí y soltarla en la pantalla. Y yo, que se la ofrecía ya masticada, he tardado veinticinco años en cobrar la mitad. Con este abismo que nos separaba, ¿cómo no iba ella a mirarme por encima del hombro y cómo no iba yo a considerarla una lesbiana?
El resto de sus ingresos correspondía al alquiler de un piso de dos habitaciones en Ambelókipi y a los derechos de autor de un libro que había escrito. Junto a su declaración había adjuntado una copia del balance de la editorial. El libro se titula Un hombre tranquilo. Me acerco a la librería grande, lo encuentro en el tercer estante y descubro que había convertido en libro su éxito con Kolákoglu.
Petros Kolákoglu era un gestor que tres años atrás había sido condenado por la violación de dos menores. Una era su ahijada, de apenas nueve años. Kolákoglu se la llevó una tarde para comprarle ropa. La niña luego contó a su madre que el padrino la había conducido a su casa. Allí la desnudó, con el pretexto de vestirla con la ropa nueva, y empezó a acariciarla. Los padres lo denunciaron enseguida a la comisaría del distrito. Sin embargo, por lo visto llegaron a un acuerdo con Kolákoglu en el curso de los interrogatorios, porque la niña cambió de pronto su testimonio, los padres retiraron la denuncia y el caso se iba a archivar. Justo entonces apareció Karayorgui e hizo la revelación estrella: había otra niña. Se trataba de la hija de la ayudante de Kolákoglu en la gestoría. La mujer se la llevaba consigo al trabajo durante las vacaciones escolares porque no tenía dónde dejarla. Kolákoglu mostraba un gran afecto hacia la niña, le compraba caramelos y regalos, y ella lo llamaba «tío». Sin embargo Karayorgui descubrió ciertos detalles turbios y convenció a la madre para que acudiera a la policía. Este segundo caso arrastró al primero. Los padres de la ahijada volvieron a cambiar de opinión y presentaron de nuevo la denuncia. Kolákoglu fue condenado a ocho años que, tras la apelación, quedaron en seis. La primera revelación estrella de Karayorgui la lanzó a la fama. La segunda la mandó a la tumba.
Dejo el libro porque recuerdo de golpe la razón que me ha llevado aquí de buena mañana: la agenda de Karayorgui. Los dos lados del escritorio tienen cierres de corredera, como la mayoría de estos muebles antiguos. Al abrirlo quedan al descubierto los cajones, tres en cada lado. En el primer cajón de la derecha hay una Nikon carísima, con todos los accesorios, teleobjetivo incluido. El contador de exposiciones está a cero. No debe de tener carrete pero, por si acaso, dejo la cámara encima del mueble para que se la lleven los de Identificación. En el último cajón de la izquierda encuentro cuatro fotografías en color de una pareja abrazada en un sofá. La chica es Karayorgui, tal como la había conocido. La cara del hombre resulta irreconocible porque alguien la ha deformado con un rotulador negro. Le ha puesto bigote y barbilla y una nariz de berenjena. En una de ellas, le ha dibujado un sombrero.
En el primer cajón de la derecha encuentro una carpeta con solapas. Por lo demás, el cajón está vacío; la carpeta sigue allí, solitaria y olvidada. La saco del cajón y la abro. Encuentro seis cartas dirigidas a Karayorgui. La letra es la misma en todas ellas, unos garabatos de esos que el maestro premiaba con un reglazo en los nudillos. La más reciente es de hace dos semanas, la más antigua data de 1992, hace año y medio. En todas se lee el mismo encabezamiento: «Yanna.» En la primera, el remitente habla de su sorpresa de haberla encontrado casualmente después de tantos años y le pide «quedar» para charlar. No parece sin embargo que Karayorgui accediera, porque al cabo de un mes insiste en lo mismo. A partir de la tercera carta, no obstante, las cosas adquieren otro rumbo. El remitente quiere algo que Karayorgui se niega a darle. Nunca menciona de qué se trata exactamente, nunca lo especifica, como si se tratara de algo muy trivial de lo que han hablado miles de veces. Al principio ruega, la exhorta. Pero parece que Karayorgui se burlaba de él, porque el corresponsal cada vez se vuelve más exigente, hasta que en la última carta llega a amenazarla:
En todo ese tiempo he hecho lo que me has pedido, pensando que mantendrías tu palabra, pero ya veo que te ríes de mí y que no piensas complacerme. Sencillamente, me tienes en vilo para poder chantajearme y obtener lo que deseas. Pero se acabó. Esta vez no pienso ceder. No me obligues, porque saldrás perdiendo y la culpa será tuya y de nadie más.
Las cartas están firmadas con una «N» mayúscula. Me la quedo mirando. ¿Qué nombre se esconde detrás de la «N»? ¿Nikos, Nondas, Notis, Nikitas, Nikiforos? Sea quien fuere ese «N», sin embargo, era alguien que Karayorgui conocía y que la amenazaba. Y la periodista había estado hablando con su asesino antes de que la matara.
Los otros dos cajones están vacíos. Ni rastro de la agenda. Lo cierto es que no esperaba dar con ella. Si no estaba en su bolso ni en su despacho, se la debió de llevar el asesino. Pero hay otra cosa más que no encuentro: algo que haga referencia a algún niño, al margen del libro sobre Kolákoglu. Ni carpetas, ni folios, nada de nada. ¿Por qué, entonces, me daba la lata con los albaneses? Aunque a lo mejor aún encontramos algo en su ordenador.