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La gorda vino con la misma pinta, sólo que esta vez llevaba zapatos, unos zapatos pasados de moda, con tacones altos que se combaban bajo su peso. De pronto parecía que iban a abrazarse, pero un instante después cambiaban de opinión, se separaban y cada uno iba por su lado.

– ¡Es él! -gritó en cuanto vio al albanés.

La creí al instante y di gracias a Dios de que no fuera vecina mía para no verme sometido mañana y noche a su inspección. El hombre era tal y como me lo había descrito. No se le había escapado ni un detalle.

Por eso quería verme ahora el director, para preguntarme cómo iban los interrogatorios. Así que Zanasis no me había traído el desayuno porque estaba seguro de que, en cuanto yo supiera que el director había preguntado por mí, lo dejaría todo para acudir corriendo a su despacho.

– Tu trabajo consiste en traerme el cruasán y el café. Yo decido cuándo voy a ver al director -le digo en tono irritado, y me hundo más en el sillón, para demostrarle que no tengo la menor intención de moverme del despacho en toda la mañana.

La sonrisa se borra al instante de sus labios. Su confianza se esfuma.

– Sí, señor -balbuce.

– ¿Qué haces aquí todavía?

Da media vuelta y sale corriendo del despacho. Al minuto me levanto para ir a ver al director. Zanasis es capaz de andar diciendo por ahí que el jefe me ha llamado y que yo me hago el sordo. Y el director mete la nariz en todo, nunca se sabe cómo va a reaccionar. Además está cargado de complejos.

Capítulo 2

Mi despacho se encuentra en la tercera planta, es el número 321. El del director está en la quinta. El tiempo medio de espera del ascensor oscila entre los cinco y los diez minutos, según le dé la gana. Si te impacientas y empiezas a pulsar el botón como un loco, la espera puede llegar al cuarto de hora. Lo oyes en el segundo piso, piensas que ya está, que ya sube, pero de repente cambia de parecer y va hacia abajo. O al contrario, baja hasta el cuarto y, en lugar de seguir descendiendo, vuelve a subir. A veces me exaspero y subo los escalones de dos en dos, más para calmarme que debido a la prisa. Otras veces me digo: si nadie tiene prisa, ¿quién te manda a ti correr? Hasta la puerta automática está regulada para abrirse despacio y ponerte más nervioso.

Todos los peces gordos están en la quinta. No se sabe si los reunieron a todos allí para que piensen colectivamente o para aislarlos y que se olviden de nosotros. El despacho del jefe es el 504, pero no hay número en la puerta porque mandó que lo arrancaran. Le parecía deshonroso tener un número en la puerta, como en los hospitales y los hoteles. En su lugar colocó una pequeña placa: NICÓLAOS GUIKAS – DIRECTOR GENERAL DE SEGURIDAD. «En Estados Unidos no hay números en las puertas. Sólo nombres», estuvo repitiendo durante tres meses, indignado. Al final acabó por arrancar el número y poner su nombre. Y todo eso porque había asistido a un programa semestral de formación con el FBI.

– Pase, le está esperando -me informa Kula, la policía que desempeña funciones de secretaria y se las da de modelo uniformada.

El despacho es amplio y luminoso, con moqueta en el suelo y cortinas en las ventanas. Inicialmente pensaron en ponernos cortinas a todos, pero el presupuesto no alcanzó para tanto y se limitaron a la quinta planta. Junto a la puerta hay una mesa rectangular de reuniones, con seis sillas. El director está sentado de espaldas a la ventana. Su mesa debe de medir unos tres metros de largo. Es uno de esos muebles modernos, con las esquinas forradas de metal. Si quieres alcanzar un documento en un extremo de la mesa tienes que usar un rastrillo, resulta imposible llegar con la mano.

El director alza la vista y me mira.

– ¿Novedades en el caso del albanés? -pregunta.

– Nada, señor director. Aún estamos interrogándolo.

– ¿Pruebas incriminatorias?

Preguntas cortantes, respuestas cortantes, justo lo necesario para demostrar que es un jefe superocupado, eficiente, conciso, concreto, que va al grano. Trucos yanquis, ya lo he dicho.

– No, pero tenemos una testigo ocular que lo ha reconocido, como ya le comenté.

– Esto no constituye necesariamente una prueba incriminatoria. Lo vio cerca de la casa, pero no entrar ni salir de ella. ¿Huellas dactilares?

– Muchas. La mayoría de la pareja, pero ninguna del sospechoso. No se ha encontrado el arma homicida. -El muy imbécil consigue que yo también hable telegráficamente.

– Bien. Di a la prensa que por el momento no hay declaraciones.

Esto no era necesario que me lo indicara. Si hubiera declaraciones, las haría él mismo. No sólo esto, sino que me pediría que se lo anotara todo en un papel para aprendérselo de memoria y soltarlo luego. No me estoy quejando, en realidad me importa un bledo. Los reporteros se me indigestan. Esto es lo mismo que la rosquilla de pan y el cruasán. Antes había periodistas y diarios, ahora hay reporteros y cámaras.

A través de la línea interior pido a la secretaria que trasladen al albanés para interrogarlo. Los interrogatorios se realizan en un cuarto de paredes desnudas, con una mesa y tres sillas. Al entrar veo al albanés sentado y esposado.

– ¿Se las quito? -pregunta el agente que lo ha traído.

– Déjalo así, ya veremos luego. Según nos salga ser humano o perro lobo.

Observo al albanés, que ha apoyado las manos en la mesa. Dos manos nudosas, con dedos gruesos y uñas largas y negras, el luto de la desgracia. Su mirada descansa en ellas. Las contempla como si las viera por primera vez. ¿De qué se extraña? ¿De haber matado con ellas? ¿De que sean tan toscas y sucias? ¿De que Dios le haya dado manos?

– ¿Vas a decirme por qué los mataste? -le pregunto.

Aparta lentamente la vista de sus manos.

– ¿Tener sigarro?

– Dale uno de los tuyos -ordeno al agente.

Me mira sorprendido. Cree que quiero aprovecharme de él. Él fuma Marlboro, mientras que yo sigo con los Karelia. Ofrezco un Marlboro al albanés para ablandarlo. El agente le mete el cigarrillo en la boca y yo se lo enciendo. El tipo da dos largas y ansiosas caladas, retiene el humo en los pulmones, como si quisiera aprisionarlo, y después lo suelta lentamente, en pequeñas bocanadas, para no derrocharlo. Levanta las dos manos a la vez y pilla el cigarrillo entre el índice y el pulgar de la mano derecha.

– Io no matar -dice y, en ese mismo instante, sus dos manos se mueven como rayos y se coloca el pitillo en la boca mientras su pecho se hincha para dejar espacio al humo. Su instinto le advierte que podría quitarle el cigarrillo por no haberme dicho lo que yo quería oír, y se apresura a chupar lo que pueda.

– ¡Me estás tomando el pelo, mariconazo, albanés de mierda! -grito, fuera de mí-. ¡Te endiñaré todos los asesinatos de asquerosos albaneses que están pendientes de resolución desde hace tres años y te caerá una condena de por vida, me cago en tu Berisa!

– Io tres años no aquí. Io venir… -se interrumpe porque no sabe decir «el año pasado» y busca otra expresión-: Io venir noventaydós -concluye, satisfecho de haber solucionado el problema idiomático. Ha escondido las manos debajo de la mesa, evidentemente para que yo no vea el pitillo y no se me ocurra quitárselo.

– ¿Y cómo lo vas a demostrar, desgraciado? ¿Con tu pasaporte?