– ¿Cómo la has conseguido? -pregunto sin disimular mi asombro.
– Vlasis me lo dijo -responde, riéndose.
– ¿Vlasis?
– Es el colega que trabaja en los calabozos. Estábamos tomando café en el bar cuando me dijo que quería usted convencer al albanés de que estaría mejor en la cárcel. Así que me senté, pasé una confesión a máquina y se la llevé. Firmó enseguida.
Echo un vistazo a la tercera hoja. A un par de dedos del extremo inferior hay un garabato que recuerda el dibujo infantil de una montaña. Es la firma del albanés. Leo la confesión por encima, saltándome las formalidades. Está todo aquí, tal como me lo contó ayer en el interrogatorio: que conocía a la chica desde que estaban en Albania y que le gustaba, que había estado rondándola durante días y que ella lo rechazaba. Se lo tomó como una afrenta personal y decidió entrar en la casa para violarla. Arrancó una tabla de la ventana y entró, pensando que su marido no estaba. Cuando lo vio acostado junto a ella, le entró pánico. Así que cuando el marido lo atacó, él sacó el cuchillo y lo mató, y después acabó con la chica. Claro y conciso, sin lagunas, ambivalencias, ni nada de eso.
– Bravo, Zanasis -le digo asombrado-. Un trabajo impecable.
Me mira con ojos brillantes de alegría. Justo en este momento suena el teléfono. Levanto el auricular.
– Jaritos al habla.
Otra de las reformas al estilo del FBI que nos impuso Guikas. No respondemos «diga» o «sí» u «hola» sino, «Jaritos» o «Sotiríu» o «Papatriandafilópulos al habla». No importa que se corte la línea antes de acabar de decir Triandafilópulos, hay que soltar el apellido.
– ¿Qué sabes del niño? -Siempre brusco y al grano.
– No hay ningún niño, señor director. Tengo delante de mí la confesión del albanés. No hay mención de niño alguno. Ésas son tonterías de Karayorgui. La consume la vanidad.
Lo digo a posta para molestarlo, porque sé que aprecia a Karayorgui.
– ¿Ha confesado? -pregunta incrédulo.
– Ha confesado. Un crimen pasional. No hay niños por ninguna parte.
– Bien. Mándame la confesión. Y un resumen para mis declaraciones.
Cuelga el teléfono sin añadir una palabra de felicitación. Ahora debo preparar una redacción de colegial para que él la memorice y la suelte.
Lógicamente, el caso queda cerrado. El albanés ha confesado y comparecerá ante el juez de instrucción, lo del niño es un cuento, el director general se planta ante las cámaras y recita su poema ante los reporteros, y asunto zanjado. Pero yo soy un tipo inquieto. Empiezo a remover un asunto, y al final siempre acabo lamentándolo.
– Oye, Zanasis, ¿no te habrá dicho algo de un niño?
– ¿Un niño? -repite desconcertado.
La gente como Zanasis es así. De golpe, cuando menos te lo esperas, se les ocurre una idea genial y consiguen algo que, tratándose de ellos, roza el milagro. Sin embargo, a la que introduces un elemento nuevo, algo imprevisto, la sobrecarga les funde los plomos y se pierden en la oscuridad.
Consulto mi reloj. Aún son las nueve y media. Me quedan dos horas hasta que aparezca la prensa: tiempo de sobra para redactar el informe de Guikas.
– Diles que traigan al albanés para interrogarlo.
Su alegría se desvanece como por ensalmo.
– Pero si ya ha confesado… -farfulla.
– Lo sé, pero esa Karayorgui nos desafió ayer en las noticias diciendo que había un niño. Guikas se ha enterado y hace preguntas. Estoy convencido de que no hay nada, pero prefiero confirmarlo en firme. Di que lo traigan y ven conmigo. -Para mostrarle mi aprecio le pido que me acompañe, y eso le gusta. Sale del despacho con una sonrisa de oreja a oreja.
El albanés está sentado en el mismo sitio, pero no tiene las muñecas esposadas, como ayer. Cuando entramos, nos mira asustado. Saco un pitillo y se lo ofrezco.
– Yo dicho todo -anuncia con la primera calada-. Él venir y yo dicho. -Señala a Zanasis.
– Lo sé. No tengas miedo, ya te has librado. Sólo quería hacerte una pregunta, por curiosidad. ¿Sabes si la pareja que asesinaste tenía hijos?
– ¿Hijos?
Me mira como si el hecho de que una pareja de albaneses tuviera hijos fuera inconcebible. No contesta, sino que dirige lentamente la mirada a Zanasis. Él se lanza de repente, lo agarra por la cazadora y lo levanta con un grito salvaje.
– ¡Habla, imbécil! ¿Los albaneses tenían hijos, sí o no? ¡Habla porque te voy a machacar!
Cuídate del ocioso cuando le da por trabajar, decía mi madre. Como ha conseguido arrancarle una confesión, ahora está envalentonado y va de hombre duro. Libero al albanés de sus garras y vuelvo a sentarlo en la silla.
– Tranquilo, Zanasis. Si este chico sabe algo, nos lo contará gustosamente. ¿No es así?
Esto último va dirigido al albanés. Ahora tiembla de pies a cabeza, nadie sabe por qué. A fin de cuentas, no es más que una simple pregunta, nada tiene que temer. Zanasis se ha entrometido y me lo ha asustado, por exceso de celo.
– No -me responde-. Pakisé no tener hijos.
Pakisé era el nombre de la chica que mató.
– Vale, esto es todo -asiento en tono amistoso-. Por mí, hemos terminado.
Me mira aliviado, como si le hubiese quitado un peso de encima.
Regreso al despacho y me siento a escribir la redacción de colegial para Guikas. No hace falta extenderme demasiado. Basta un folio, con mi letra grande y redonda. Todo sucinto, los hechos desnudos: la salsa ya la pondrá él. Termino y paso al informe detallado. Me lleva más tiempo y lo termino una hora después. Envío los dos escritos a Guikas.
Me acabo el cruasán y el café, que ya es aguachirle. Un gato está tomando el sol en el balcón de enfrente, tendido cuan largo es, con la cabeza apoyada en las baldosas. Es una de las pocas criaturas que disfrutan del calor, aunque no del calor abrasador. Una vieja sale al balcón con un platillo. Lo deja en el suelo, delante del gato. Espera a que abra los ojos para ver la comida, pero el gato no le hace ni caso. La vieja espera pacientemente, le acaricia la cabeza, le habla, palabras cariñosas seguramente, pero el gato ni por ésas. Al final, la vieja se cansa, deja el platillo y vuelve a la habitación. Mientras observo el desdén del gato, a quien le sirven la comida en bandeja, aparece ante mí la imagen de los dos albaneses tendidos en el colchón desnudo, la mesa plegable, las dos sillas de plástico, el hornillo de gas. No es que me caigan bien los albaneses, pero el asunto me molesta. Y encima este tiempo, que no se decide a llover. La puerta se abre bruscamente y entra Karayorgui, sin molestarse en llamar, como si estuviera en su casa. A ver si me acuerdo de entregarle una llave. Se ha cambiado de ropa. Hoy lleva téjanos y una blusa. La chaqueta le cuelga del bolso, que lleva en bandolera. Cierra la puerta y me sonríe. Yo la miro sin pronunciar palabra. Me encantaría pegarle una bronca pero tenemos órdenes de arriba de mostrarnos amables con los periodistas. Tiempo atrás los tratábamos de una forma muy distinta.
– Enhorabuena. Me han dicho que el albanés ha confesado. Caso arreglado, ¿no? -La sonrisa es burlona, la expresión altiva; se está burlando de mí.
– Caso cerrado -corrijo sin perder los estribos-. Así se dice en el lenguaje policial. Debería saberlo, después de tantos años.
– Sé muy bien lo que me digo -contesta, sin dejar de mirarme con su habitual sonrisa irónica.
Decido atacar porque no tengo ganas de jugar al gato y al ratón.
– ¿Por qué mintió ayer en el reportaje? -pregunto-. Sabía muy bien que no había ningún niño y que no sospechábamos nada por el estilo.
Se echa a reír.
– No tiene importancia -responde con indiferencia-. Desmiéntalo si quiere.
– ¿Por qué soltó aquello ayer?
– ¿El qué?
– Aquello sobre el hijo. ¿Cómo se le ocurrió? ¿Quería sonsacarme?