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– Ya te lo dije, porque me caes bien -dice de pronto, y me sorprende al tutearme-. Sé que no te gusto pero no importa. A pesar de todo, tú me resultas simpático. Ya ves, tengo mis debilidades.

Hablando así, sin rodeos, consigue desarmarme.

– No me caes ni bien ni mal -respondo, confiando en que esta actitud neutral resulte más convincente-. Vosotros me molestáis a mí, y yo os molesto a vosotros; eso forma parte de nuestro trabajo. Pero no me resultas más antipática que el resto de tus compañeros.

– Seguro qué te caigo peor -insiste, siempre riendo-. Con la excepción, quizá, de Sotirópulos.

La tía es muy lista, no se le escapa una.

– ¿Y por qué te resulto simpático? -pregunto para salir del aprieto.

– Porque aquí dentro eres el único con un poco de vista, aunque eso tampoco significa gran cosa. En el país de los ciegos, el tuerto es el rey. Sin embargo, en esta ocasión parece que no ves tres en un burro.

Abre la puerta y sale aprisa, para no darme la oportunidad de continuar la conversación.

Otra vez me deja con interrogantes. ¿Me toma el pelo, o tal vez sabe algo y me lo oculta? Si realmente sabe algo y lo revela más tarde, se me echarán todos encima. Fiscal, juez y director general de la policía, todos. Se me caerá el pelo. Si dispusiera de tiempo… pero eso siempre escasea. Guikas va a hacer su declaración dentro de un rato, mañana el fiscal recibirá el informe, pongamos que él tarda un par de días en remitirlo al juez de instrucción. A partir de ese momento el caso ya no estará en mis manos, y si estalla una bomba -y es entonces cuando podría estallar- cualquiera será capaz de recoger los trozos.

Levanto el auricular y ordeno a Sotiris, el subteniente, que acuda a mi despacho. Él realizó el registro en la chabola de los albaneses, tal vez encontró algo.

– Oye, Sotiris, cuando registramos la casa de los albaneses, ¿viste algún objeto infantil?

– ¿Infantil? ¿Cómo infantil? -pregunta desconcertado.

– Cualquier cosa. Desde baberos y sonajeros a ropita o juguetes.

Me mira como si estuviera hablando con un loco. Y con razón.

– No, no encontramos nada. -Piensa un poco y añade-: Excepto una caja de pañales.

– ¿Pañales? -grito, y me levanto de un salto.

– Sí, la usaban como armario. Dentro había azúcar, café y medio paquete de judías secas.

El gato se ha despertado ya y se ha puesto a comer, como las divas de pacotilla que desayunan a las once. La vieja está allí de pie, mirándolo con admiración, probablemente celebrando que tenga apetito y que no haya necesidad de comprarle hierro y vitaminas. Las plantas de las macetas miran hacia el suelo como vírgenes recatadas. La pobre vieja las regó ayer y ya casi se han marchitado. Imagínate estar en el coche, en medio de tanta contaminación, respirar los gases de los tubos de escape, sentir el skay que empieza a arder bajo tu cuerpo y que el culo se te va humedeciendo poco a poco.

– Que preparen un coche patrulla. Nos vamos. Nosotros dos, solos.

– ¿Adónde vamos? -pregunta sorprendido.

– A la casa de los albaneses. Realizaremos un nuevo registro.

Me mira. Está a punto de decir algo pero al final cambia de opinión y sale del despacho. Cinco minutos más tarde me anuncia que el coche patrulla está listo.

Capítulo 5

Nos lleva casi una hora llegar a Réndis, a pesar de que Sotiris enciende la sirena. A lo largo de todo el trayecto, voy sentado a su lado, jugando con la ventanilla. La abro, y me sofoca la contaminación. La cierro, y me asfixia el calor. Al final me rindo y la dejo medio abierta. Tal vez sea el agobio del entorno, pero de golpe me impaciento por llegar a la casa de los albaneses, realizar el registro y terminar con todo esto. Estoy cabreado con Karayorgui, que ha hecho una montaña de un grano de arena; conmigo mismo, por haberme prestado a su juego; y con los albaneses, qué no se ocuparon de tener un hijo sentadito allí a su lado, encima del colchón, para que nosotros lo recogiéramos, lo entregáramos a un centro de acogida y asunto concluido. Sotiris conduce sin pronunciar palabra, con una cara tan larga que le arrastra por el suelo. La cara larga es por mí, por el mal rato que le hago pasar sin razón que lo justifique. De no ser por mi caprichito, ahora mismo estaría tranquilamente sentado en su despacho, maltratando algún documento y hablando a los colegas de su Hyundai Excel, que acaba de comprarse después de vender una parcela que tenía en el pueblo. Al menos eso es lo que él dice.

Al entrar en la casa, me cabreo aún más. Una estancia desnuda con cuatro trapos a la vista, no hace falta ser un lince. ¿Qué vengo a buscar? ¿Cajones secretos, paredes huecas? La caja de pañales está encima de la mesa plegable, tal como Sotiris recordaba. La abro y veo justo lo que él me había dicho: un paquete de cien gramos de café Bravo, un paquete de azúcar y una bolsa de plástico medio llena de judías secas. Debieron de recoger la caja de la calle, para guardar las provisiones y evitar que las comieran los ratones.

– ¿Qué estamos buscando? -pregunta Sotiris, que me sigue con la mirada.

– Cualquier objeto infantil, ¿no te lo he dicho? -respondo irritado.

Descuelgo la ropa de la mujer, la arrojo al suelo y la esparzo con el pie, por si hubiera entre los pliegues algo que se nos hubiera escapado. No encuentro más que un pantalón, una blusa y un par de medias. Echo un vistazo a la ropa del hombre, aún tirada junto al colchón. También él tenía un pantalón, una camisa y un par de calcetines. Y zapatos. Mocasines planos los de ella, con cordones los de él. Me pregunto extrañado si esa gente no usaba ropa interior. ¿Ni una muda? Todo el mundo dice que no tienen más que las bragas que llevan puestas pero, cuando descubres que la afirmación es literal, te sientes incómodo. Contemplo la ropa y me pregunto qué significa.

– Ayúdame a levantar el colchón -le pido a Sotiris.

Lo agarramos de los dos extremos y lo doblamos. Tres cucarachas salen de debajo y corren asustadas por el cemento. Una de ellas es un poco lenta y me da tiempo a aplastarla con el pie. Las otras dos se escapan. Éste es el resultado de nuestro registro: una cucaracha muerta y dos evadidas.

– Vámonos -le indico a Sotiris, soltando el colchón. Si no hemos encontrado nada, será que no hay nada que encontrar. Ya estoy más tranquilo.

– Un momento, voy al lavabo.

– Cuidado, que si rozas algo con el pajarito podrías pillar una porquería. No estoy para bajas.

Abro la puerta y salgo afuera. La gorda está allí mismo, mirándome.

– Buscando todavía, ¿eh? -pregunta en tono familiar, lista para invitarnos a un café y averiguar el resto.

– Y a ti qué te importa. Vete a tu casa -respondo secamente, porque estoy irritado y porque pienso que tenemos que cruzar otra vez el centro de Atenas.

Después de las cortesías y los halagos recibidos en mi despacho por su capacidad de observación, el cambio la sorprende. Me fulmina con la mirada, da media vuelta bruscamente y se aleja con toda la velocidad de la que es capaz un camión de semejante tonelaje.

De repente se me ocurre una idea.

– ¡Ven aquí! -la llamo.

Se detiene por un momento, indecisa, dándome la espalda. Después da otra media vuelta y se acerca, aunque manteniendo la expresión de mujer ofendida.

– Oye ¿sabes si esos albaneses tenían hijos?

– ¿Hijos? -repite. Mi pregunta le hace olvidar la ofensa recibida-. No… Nunca los había visto con niños cuando venían aquí.

– ¿Qué quieres decir? -pregunto sorprendido-. ¿Es que no vivían aquí siempre?

– Venían un par de días, se marchaban y no se les veía el pelo en una semana. Cuando preguntaba a la chica, unas veces me decía que habían visitado a sus suegros en Yánnena y otras veces que habían estado en Albania, porque su padre estaba enfermo…