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Por eso no habíamos encontrado más ropa: no tenían domicilio fijo, eran unos auténticos trotamundos. Cuando estoy pensando qué implica esto, oigo la voz de Sotiris desde el interior de la casa.

– Teniente, ¿puede venir un momento?

Al entrar me encuentro a Sotiris de pie en el centro de la estancia. Cuando me ve se dirige al lavabo sin pronunciar palabra. Lo encuentro delante de la taza del váter. De pronto, mi nariz sufre el asalto de un hedor espantoso y me pongo a estornudar. La taza está desnuda, sin tapa. Un montón de mierda en forma de cono se ha secado justo en el centro. Parece una caracola descomunal. El reborde de la taza está cubierto de huellas de zapatos. Los que se servían de ella, se acuclillaban encima. Cagada a la albanesa. La cisterna es de esas cilíndricas que parecen pequeños calentadores de agua, con un botón que se aprieta hacia abajo.

– He querido usar la cisterna, pero no se puede -me informa Sotiris.

– ¿Y qué quieres que haga? ¿Que llame al fontanero?

– Inténtelo también usted.

Estoy a punto de soltarle cuatro improperios cuando algo en su mirada me detiene. Aprieto el botón y no cede; algo lo impide. Vuelvo a intentarlo con más fuerza. Nada.

– El mecanismo está bloqueado.

Sotiris mete la mano en la cisterna, que está destapada. Saca primero una gran piedra y vuelve a meter la mano. Esta vez, extrae un fajo de billetes de cinco mil, sujetos con una goma. Me quedo boquiabierto, mirándolos.

– Ya le dije que habría dinero, pero usted no me creyó. -Pretende apuntarse el tanto y no oculta su entusiasmo.

– Buscaste y no lo encontraste, porque no buscaste bien. Lo que dije es que no hallarías dinero en el colchón, no me refería a toda la casa. Si hubieras sido más metódico en tu registro, lo habríamos encontrado a la primera.

La sonrisa se marchita en sus labios. Se lo tiene merecido. Ha querido echarme la culpa y ahora se la echo yo a él, justo cuando estaba a punto de felicitarle. Así aprenderá que los errores los cometen siempre los subordinados. Los jefes nunca se equivocan.

– ¿Cuánto hay?

Empieza a contar yel asunto se eterniza.

– Quinientas mil.

Contemplo en silencio el fajo de billetes mientras repaso mentalmente el informe que había redactado. Busco un hueco donde insertar a posteriori el nuevo hallazgo, sin que se dé cuenta Guikas y empiece a chillar que no sabemos hacer nuestro trabajo.

Capítulo 6

Alguien había condenado a las familias de la calle Akrita a vivir juntas a la vez que en soledad pues la calle no medía más de tres metros de ancho y las casas se alineaban a ambos lados. El que quisiera asomarse a la ventana de su casa tenía que mirar en el interior de otra, hablar con la gente que la habitaba, vivir prácticamente en ella, le gustara o no. La distribución de las edificaciones era irracional, arbitraria: tres casas juntas, luego un solar desierto, luego una casita con jardín y, a su lado, dos casas más pegadas como siamesas. A un lado de la calle había una mercería y al otro un colmado. La mayoría eran casitas de una sola planta, y sólo muy de tanto en tanto se alzaba alguna de dos pisos. De algunos terrados sobresalían antenas de televisión y de otros barras de hierro, unas tiesas y otras dobladas, prueba de que esperaban levantar una segunda planta algún día. Entretanto había caducado la esperanza, y muchas casas eran tan estrechas que no haría falta un metro para medirlas, bastaría la palma de la mano. Las más pobres lucían las puertas más hermosas, hojas de madera pintadas de color azul cielo, rojo o verde. En las otras, en las casas «bien», habían colocado puertas de hierro forjado color teja, cuyos diseños recordaban esqueletos de flores o ramas de un bosque carbonizado.

La casa donde vivía la pareja de albaneses se encontraba al final de la calle, junto a un almacén de madera abandonado. Justo enfrente había un solar. Hasta en eso teníamos mala suerte. Sotiris y yo permanecíamos de pie ante la puerta, y yo maldecía la hora y el momento. Vuelta a empezar con las preguntas, las pesquisas de casa en casa, los vecinos soltando cualquier chorrada y el resultado, cero, como decía mi padre.

– Tú ve por una acera y yo iré por la otra -ordeno a Sotiris.

Él pone rumbo a la mercería y yo me dirijo al colmado.

El tendero tiene una pieza de queso encima del mostrador y la está partiendo por la mitad. Corta delgadas lonchas y se las mete en la boca. Alza la vista y me mira. Me reconoce enseguida.

– ¿Otra vez los albaneses? -pregunta mientras guarda media pieza de queso en el frigorífico.

– ¿Sabe si vivían siempre aquí? He oído que iban y venían a menudo.

Más que las quinientas mil, se me habían metido en la cabeza las palabras de la gorda.

– Sólo sé que la mujer no vino más que un par de veces. La primera compró margarina y un paquete de espaguetis, y la segunda, una bolsa de judías.

– Menuda memoria -comento para halagarle y animarle a hablar.

– No es buena memoria, es falta de trabajo. Aquí la gente compra tan poco que uno recuerda las ocasiones como si se tratara de fiestas nacionales.

– No obstante, si hubiesen vivido aquí habrían comprado más a menudo.

– Perdone que se lo diga, pero no sabe de qué está hablando. Ellos pasan diez días con un guiso de judías.

– ¿Ha visto a algún extraño frecuentar la casa?

– ¿Qué extraño?

– Cualquiera que no fuera del barrio.

Comprendo por su mirada que está empezando a agobiarse.

– Escuche, teniente -dice-. Comprendo que quiera hacer su trabajo, pero ¿a qué viene tanto jaleo por un par de albaneses? Ya tienen al que los mató, ¿por qué quiere revolver más el asunto? A fin de cuentas, con dos albaneses muertos y otro en la cárcel, este país será un lugar mejor.

– Si pregunto, es que tengo mis razones, no voy a hacerlo por simple diversión.

Doy la vuelta y me encamino hacia la puerta. Entonces le oigo decir a mis espaldas:

– Una noche, hará más o menos un mes, vi una furgoneta aparcada delante de su puerta.

Me detengo en seco.

– ¿Qué furgoneta?

– Una de esas cerradas. ¿Cómo las llaman?… Vanetas. Pero estaba oscuro y no distinguí la marca.

Habla mientras ordena la cámara frigorífica. Ordenar es un decir, porque la nevera está más vacía que el apartamento de un soltero. Un trozo de salami, un poco de mortadela, medio queso y algunas cajitas de queso en porciones. En la pared, donde el soltero hubiera colocado sus libros, él amontona decenas de sobres llenos de encurtidos variados.

– No es que tenga importancia, a lo mejor es pura casualidad -continúa-, pero se lo digo porque no me gusta que nadie se vaya de mi tienda con las manos vacías.

– ¿Tanto gustan los encurtidos? -pregunto con curiosidad.

– Qué va, los conseguí a mitad de precio. Pero nadie los pide.

– ¿Y por qué los compró si no salen?

– Si no cometiera este tipo de errores, no tendría un colmado en Rendís sino un supermercado en el centro -responde, con lo cual me deja sin réplica posible.

La última casa a la derecha de la calle; la que mira en diagonal hacia la de los albaneses, tiene una puerta verde y un ventanuco cuadrado, por el que apenas es posible asomar la cabeza para ver la calle. Por dentro cuelgan unas cortinitas de lino blanquísimo con un estampado a cuadros. Se separan en medio, trazan un par de curvas y quedan recogidas por los entremos de la parte inferior. Si los cuadritos no fueran rojos, parecería la ventana de Blancanieves.

– ¿Le apetece un dulce de naranja amarga? -me ofrece una vieja. Debe de rondar los ochenta. La mujer, bajita y esquelética, arrastra los pies al caminar como si tuviera la carne pegada a los huesos y la piel a las baldosas. Lleva una bata con dibujos de tréboles y tiene la cara arrugada, como uno de esos trozos de papel que después de estrujarlo vuelves a alisar porque recuerdas que has anotado algo en él.