– No, gracias, me iré enseguida -la informo, para acabar pronto.
– Tome una cucharadita, es casero -insiste la vieja. Decido complacerla aunque odio la fruta confitada, y a continuación me trago un vaso de agua para eliminar el sabor.
– Me lo manda mi hija de Kalamata. Dios la bendiga. También me envía olivas y aceite, cada año. La última Nochevieja me regaló la tele.
Y señala un aparato de diecisiete pulgadas colocado encima de una mesilla. Entre la tele y la mesilla hay un tapete, blanco también aunque éste bordado con florecillas. Siempre que veo este tipo de bordados me acuerdo de mi madre, que no dejaba superficie sin cubrir en toda la casa y luego iba detrás de mi padre y de mí para evitar que ensuciáramos, él con sus cenizas y yo con mis manos pringadas.
– Sin embargo, no quiere tenerme cerca -prosigue la vieja, ahora en tono quejumbroso-. Bueno, ella no, su marido. Él no quiere ni oír hablar de tener a la suegra en casa. Cuando se es joven, es la suegra la que no quiere. Cuando se es mayor, es el yerno. La mejor edad es entre los cuarenta y los cincuenta. Entonces todos te quieren y a ti no te importa nadie, pero…
– ¿Puede decirme algo de los albaneses? -me apresuro a interrumpirla antes de que llegue a sus primos terceros.
– ¿Qué quiere que le diga? Gente tranquila, más pobre que las ratas. Aunque, tal como va el mundo, llamamos tranquilos a los que tienen miedo.
– ¿Y ellos? ¿Eran tranquilos o tenían miedo?
Me mira y sonríe. El movimiento de sus labios concentra todas las arrugas en las mejillas, como si fueran agujas de pino.
– ¿Qué diría que soy yo? -pregunta-. ¿Tranquila o miedosa?
– Tranquila.
– Se lo parece a usted, pero no es así. -Se sienta en la silla y me mira a los ojos-. ¿Ve el teléfono? -Señala el aparato, pegado a la tele-. Me lo pusieron el año pasado. Hasta hace un año, estaba sola y sin teléfono. Si me hubiese muerto, los vecinos se habrían enterado por el olor. Debería cantarle las cuarenta a mi hija, que vive a cuerpo de rey y a mí me deja sola en este agujero. Paso por lo de no vivir en su casa, si no puede alojarme, pero es que cuando vino mi nieta para estudiar en Atenas, le alquilaron un pisito en Pangrati. ¿Tan difícil hubiese sido alquilar uno más grande para que yo hubiese ido con ella? Debería hablarle de todo esto pero me lo guardo para mí y callo. ¿Y sabe por qué? Porque tengo miedo de que se enfade y deje de mandarme el aceite, las olivas y las ochenta mil que me envía… según ella cada mes, pero digamos cada dos, para ser más exactos. Usted me ve tranquila porque tengo miedo. Pero por dentro hierve la cólera.
– Quiere decir que a ellos también se los veía tranquilos pero que tal vez era por miedo.
– No lo sé. Yo los veía ir y venir y me extrañaba.
– ¿Por qué se extrañaba?
– Porque se iban como fugitivos y volvían como ladrones, siempre en plena noche. Al despertar por la mañana, estaban aquí. Una noche, después de apagar la tele, me senté junto a la ventana. Yo, hijo mío, me siento a ver la tele a las tres de la tarde y me lo trago todo. Sólo me aburro y la apago cuando empiezan con la política y los amores. La política, porque no entiendo ni papa; los amores, porque son mentira y me indigno. Los veo pegarse, sufrir y discutir y, cuando me canso de quejarme, apago. Yo viví cuarenta años con mi marido, nos peleábamos por la comida, por el dinero, por la hija, pero jamás reñíamos por el amor. ¿Cree usted que mi hija se casó por amor con el de Kalamata? Ella quería asegurarse el futuro y él quería llevársela a la cama. Claro, que mi hija no le dejaba tocarle ni un pelo. Al final, él se cansó y, para acostarse con ella, decidió casarse.
– ¿Y esto qué tiene que ver con los albaneses?
– No se precipite -dice-, todo tiene que ver con todo. Porque, de no haber sido por la película de amor de aquella noche, yo no habría estado en la ventana y no los habría visto llegar en la limusina.
– ¿En limusina?-pregunto, y me acuerdo del comentario del tendero acerca de una furgoneta.
– Yo la llamo limusina porque no entiendo de esas cosas. De todas formas, era un coche enorme, cerrado, de esos en los que caben diez personas. Salen la chica y él, y entran en casa corriendo, y el coche se va enseguida. Al poco rato, la casa queda iluminada con la luz de gas, porque ellos no tienen electricidad. La cosa no duró más de tres minutos. Ni maletas ni nada. Sólo la chica, que llevaba un bulto en brazos. -Me mira, y la sonrisa vuelve a cubrir sus mejillas de pinaza.
Yo recuerdo la mierda seca en el váter y las quinientas mil en la cisterna. Los comestibles en la caja de pañales y la furgoneta que los lleva de noche a casa. Y en medio de todo este embrollo, un asesino albanés a punto de comparecer ante el juez de instrucción. A ver quién es el guapo que se aclara y descubre qué sentido tiene todo esto.
Salgo de la casa de la vieja maldiciendo por dentro a los más jóvenes, que tratan de cubrir el expediente con cinco preguntas hechas deprisa y corriendo, para acabar pronto. Si cuando se llevó a cabo la primera investigación alguien hubiese tenido la paciencia de sentarse con la vieja y escuchar sus penas, todo esto lo habríamos sabido ya antes de trasladar los cadáveres al depósito. Por lo visto, nosotros también podemos aplicarnos lo que los homosexuales dicen de los suyos. No es lo mismo ser gay que maricón. No es lo mismo ser policía que polizonte.
Capítulo 7
– ¡Habla, maricón de mierda, o te haré picadillo! ¡Te pasaré dos veces por la máquina de picar carne y te mandaré de vuelta a Koritsá, a ver si aprendéis a comer!
El albanés se echa a temblar porque le está sucediendo justo lo que más temía. Confesó para que lo dejáramos en paz, y ahora le buscamos las cosquillas.
– ¿De dónde sacaron quinientas mil aquellos desgraciados?
– Io no saber… Saber nada -dice, y mira asustado a Zanasis, que está plantado delante de él.
Zanasis lo agarra por la cazadora y lo levanta en el aire. Los pies del albanés cuelgan en el aire, sin apoyo. Zanasis gira bruscamente y lo estampa contra la pared. Lo sostiene allí, medio metro por encima del suelo.
– Cuidadito con lo que dices porque de aquí no sales vivo, hijo de puta -aúlla con la cara tan pegada a la del albanés que no se sabe si quiere besarlo o morderlo.
De pronto lo suelta. El albanés queda suspendido por un instante en el aire pero, en cuanto sus pies tocan el suelo, se desploma, aterrorizado.
– ¡Levántate! -ordena Zanasis cuando el cuerpo del hombre cae. El albanés vuelve a pegarse a la pared, voluntariamente en esta ocasión, y se yergue apoyándose contra ella como un gusano. Consigue recuperar el equilibrio y su ascenso se detiene. Zanasis lo agarra al instante y lo sienta en la silla.
– ¡Y ahora habla! -vocifera como un energúmeno-. ¡Habla!
– Io no saber nada -insiste el albanés-. Io ir para Pakisé.
Mira con pavor a Zanasis; yo, como si no existiera. He hecho bien en llevarlo conmigo. Además, fue un error pararle los pies esta mañana, cuando empezó a ponerse duro con el albanés. Puede que nos hubiésemos enterado entonces de la verdad, y yo no habría enviado un informe incompleto a Guikas.
– ¿Qué líos te traías con el marido de Pakisé? -Ahora soy yo quien se enfurece-. ¿Atracos? ¿Drogas? ¡No os pusisteis de acuerdo en el reparto y lo mataste! ¡Pero no encontraste la pasta, porque la había guardado en un lugar seguro!
Se aferra a mis palabras y me dirige una mirada taimada.
– Mejmet, marido de Pakisé, puede que atracos, puede que drogas -dice-. lo no. lo trabajar construcción, trabajar Rendís, mercado verduras. lo no saber Mejmet. Saber sólo Pakisé.