La miré detenidamente, aguardándola. Ahora fundiría el resto del hielo e intentaría implicarme en su juego interesado. Pero no bastaba con que la dejara hacer. Me pedía que la alentase.
– ¿Y qué es lo que ves, Claudia?
– Nada inexacto, contra lo que pretendes hacerme pensar. Supones que le traicioné otras veces. Antes y después de que lo mataran. Y no puedo negarlo. También supones que después de que dejáramos de vernos seguí coqueteando con el caos y amándome sin pudor, como tú solías decir. Tampoco puedo decir que con esto te equivoques. Ni aspiro a esconderlo. Aquí estoy y hay cosas que son ostensibles.
– Me reconforta ser tan sagaz, si puedo creerte.
– Con las limitaciones inherentes a tu sexo, debo precisar. Te falta olfato para presentir los detalles, como a todos. Y lo más gracioso de esto es que un hombre puede suicidarse por un detalle inesperado, después de meses de conocer los términos generales. Incluso después de sobarlos mil veces en magníficos discursos.
– El riesgo de vincularse a grandes cosas. También lo he visto en mujeres, si se me permite protestar.
– Nunca en mí.
– Eso tengo que admitirlo. ¿Qué detalles se me escapan, si no es indiscreción?
Mientras la veía pensar, detenerse, entendí sin euforia que acababa de darle la señal esperada.
– Nunca he sido buena para contar ordenadamente largas historias -comenzó, con desgana fingida-. Ni eso ni el sentido trágico lo aprendí de vosotros. Después de lo de Pablo dejé aquella mansión demasiado grande y me mudé a una casa modesta en las afueras. Fue un consejo de mi hermana, que ahora es jefe de algo en el Ministerio de Agricultura y se pasa la vida resolviendo cosas. Exceptuando sus regulares visitas, estuve sola, olvidada. La caída de Pablo disgregó en todas direcciones a quienes habían aparentado ser sus amigos. Imagino que algunos tuvieron que ver con su muerte y que los inocentes procuraron ponerse a salvo. Disfruté durante un par de meses de mi condición de viuda apestada, pero luego se me pasó el anonadamiento y me puse a hacer cosas. Liquidé lo que quedaba de nuestro patrimonio y metí el dinero en varias cuentas seguras, sobre todo en las que Pablo tenía fuera del país. A pesar de su desgraciado final, la aventura de Pablo podía traducirse en un éxito económico asombroso para un hombre de ambición media, y como yo siempre he sido una mujer de ambición media, me propuse aprovechar esa gratificación para compensarme de los sinsabores sufridos en otros aspectos. Hice viajes, me compré ropa, joyas, coches, siempre lejos de Madrid. Pero también cometí un error un poco estúpido. Contra lo que Pablo y tú supusisteis siempre, mi naturaleza es muy fiel, y me apasiono con dificultad. Aunque me hubiera divertido con una legión de imbéciles, sólo por él y algo menos por ti había perdido la independencia. Pues bien, mi error estúpido fue exagerar con un individuo insuficiente, mientras procuraba consolar mi viudedad. Le traté como a un rey, me humillé, le perseguí. Perdí las referencias, me encapriché como una tonta, y todo se complicó de una manera increíblemente absurda. Cuando empecé a darme cuenta de sus limitaciones, aquel hombre se había hecho un hueco demasiado grande en mi vida. Yo le comparaba, y comparaba lo que sentía con lo que había sentido con Pablo y contigo, y me parecieron un disparate todas las exigencias que había tolerado que me impusiera. Me desprendí de él sin muchas contemplaciones, pero era un tipo sin espíritu deportivo. Me hinchó un ojo e incluso creo que quiso violarme. Afortunadamente pude escabullirme y cambié de ciudad. Entonces, inesperadamente, caí en una enorme tristeza. Añoraba muchas cosas, pequeñas y grandes, recordaba mucho a Pablo y por las noches soñaba que estaba vivo y luego me hartaba de llorar. Intenté drogarme en serio, con heroína, pero me hice un desaguisado en el brazo al tratar de pincharme y me asusté. Así que decidí recurrir a métodos más usuales. Antes de que te burles, te diré que no bebí como bebes tú, sin saber por qué. Lo hice a conciencia, para destruirme. Nunca antes había tenido ese deseo, y me sorprendía, pero lo acepté. Cada noche cogía la botella y la vaciaba sin ganas, testarudamente. Es difícil matarse a fuerza de beber, aunque no imposible. Yo estuve a punto de lograrlo. Pasé una cura en un sitio que prefiero no recordar y volví hecha un trapo a Madrid. De eso hace un mes, más o menos.
La vi callarse, coger la taza y tomar abnegadamente un par de sorbos. Sólo se me ocurrió decir lo que seguramente ella esperaba de mí en aquel momento:
– Te has recuperado rápido de ese año tan intenso.
– Cuando se falla, hay que resignarse a volver a ser como siempre. Y cuando una se resigna es mejor abreviar.
Ambos sabíamos que todo aquello que me había contado no era lo que yo le había pedido. Yo no me refería a aquel último año del que nada quería, con todos los motivos del mundo, averiguar. Me interesaba lo que había ocurrido antes, en los años siguientes a mi marcha, entre Pablo y ella. Podía mentirme, si lo prefería. Sólo quería saber su historia, falsa o cierta. La versión de Pablo podía deducirla gracias a la carta que guardaba en el cajón de mi armario. Pero Claudia prefería contarme ese año, el último, y aunque ya me había llevado tan cerca del peligro como para presentir por qué, no podía distraerla de su propósito. Sólo me quedaba aguardar a que ella resolviera declararlo abiertamente, y no cabía creer que se detendría mucho más en los preliminares. Su mirada concentrada me sacó de estas cavilaciones, mientras me hundía en el abismo al que se referían.
– Hace una semana -suspiró- empezaron a acosarme. Sabía que era cuestión de tiempo, tras regresar a Madrid. Pablo me lo dijo. Me dijo que después de que ocurriera habría confusión durante unos meses, pero que luego se aclararían y me buscarían. Cuando le oía decir eso creía que eran incoherencias de borracho, no imaginaba qué era lo que iba a ocurrir ni me esforzaba por imaginarlo. En las semanas siguientes a su muerte estaba demasiado aturdida para interpretar o calcular nada, y creo que tampoco cuando me marché de Madrid lo hice por ninguna precaución. En cambio, cuando volví, hace un mes, sí sabía lo que estaba arriesgando. Pablo se aseguró de que lo sabría.
Abrió el bolso, hurgó dentro de él y sacó un sobre gris, desconsideradamente rasgado. Me lo tendió y así estuvo hasta que yo lo cogí, al cabo de cuatro o cinco segundos. Lo mantuve en mi mano, sobre la mesa, sin decidirme a abrirlo o devolvérselo. Claudia explicó:
– La carta es larga, según su costumbre, pero no tiene demasiada sustancia. Me recuerda lo que me dijo antes de morir y me advierte de que el plazo de gracia ha terminado. Una idea macabra, la de hacerme recibir un sobre escrito con su letra diez meses después de su muerte. Muy propio de su peculiar sentido del humor. Al menos tuvo el detalle de avisarme.
– Y tú, a pesar del aviso, volviste -observé, sosteniendo el sobre como si contuviera una carga de dinamita.
– Precisamente por el aviso. En primer lugar, porque ellos debían de saber dónde estaba, ya que lo sabía quien me había hecho llegar la carta. Igual daba esperarles aquí o allí. En segundo lugar -y al decir esto su gesto indiferente adquirió un súbito ardor-, por ti.
Alcé nerviosamente el vaso y me lo llevé a los labios, pero cuando fui a beber me di cuenta de que el whisky se había terminado. Devolví el vaso a la mesa y rendí toda resistencia. Claudia no se apiadó:
– La carta, al final, contiene ciertas instrucciones. Verte mezclado en ellas no me inspiró confianza, ni siquiera ilusión. Pero al leer tu nombre recobré algo innegable, una cercanía, un poco de afecto quizá. Yo estaba demasiado sola, y me sentía demasiado abandonada. Así que volví para que me encontrasen, para buscarte.
La contemplé fijamente, desconcertado por el dolor. Luego le pedí:
– No me engañes, Claudia. Dime qué quieres; o no, no me digas tanto. Cuéntame sólo qué tengo que hacer. No he leído esto, pero adivino que sabes que no me voy a negar.