– Lo que yo sé es que dependo de ti -titubeó.
– Habla -insistí, mientras arrojaba la carta sobre la mesa.
– ¿No quieres leer la carta antes? -preguntó, sorprendida.
– No quiero leerla nunca -respondí, ásperamente-. Primero, porque no quiero volver a meterme entre Pablo y tú, ni siquiera ahora. Segundo, porque sé de sobra que la clave del asunto no está ahí.
– ¿Y cómo lo sabes?
– Pablo podía ser imprudente a veces, pero me cuesta imaginar que no se ocupó de evitar que pasearas en el bolso papeles comprometedores.
– Muy razonable. ¿Dónde está la clave, entonces?
Sonreí, por la ironía, por la antigua maldad amable de sus palabras, por el arco carnoso de sus labios y la ternura falsa de sus ojos.
– Aquí -repuse, tocándole la frente-, y ya sé que no puedo entrar. Ni voy a suplicarte.
Claudia me miró largamente, antes de admitir:
– Me alegra que nos entendamos. Aunque yo no merezca esa facilidad, como sin duda piensas.
– No te tortures por lo que yo pueda pensar. Dime qué quieres, simplemente.
Ahí fue donde me quedé sin la sonrisa, y lo que vino a continuación no me ayudó a recobrarla. Claudia lo contó todo despacio, con sistema, como si estuviera recitando una lección bien aprendida. Yo me resigné a escucharla sin adivinar lo que callaba, aquella zona oscura que constituía la inteligencia de todo y que yo tenía que ignorar mientras hacía mi parte. Comprendí que buscaba en los meandros de su relato armarse para mí, para aquel momento degradado y vulnerable, de lo más esplendoroso de su olvidado hechizo, y la vi rozarlo precariamente y luego caer, casi sin resistencia, con el aplomo infrecuente de la mujer que ha arrancado al tiempo la enseñanza de la renuncia. Fue su único fallo. En lo demás, no habría podido ser más concienzuda si hubiera tenido que engatusarme. Representó a la perfección el desasosiego, el miedo, el ansia de protección y hasta el deber superfluo de prometerme gratitud. Su historia no parecía especialmente consistente, y el plan que había urdido, sin resultar descabellado, pecaba de cierta extravagancia; pero ésos eran aspectos secundarios, de los que pude prescindir a la hora de prestar mi consentimiento a su solicitud. Sólo quise preguntar, no porque me cupiera una duda significativa, sino por obligarla a aclararlo:
– ¿Hasta qué punto quieres que te libre de ese hombre?
– Completamente.
– ¿Y después?
– Habrás cumplido.
– ¿Puedo estar seguro de eso?
– No te entiendo -protestó, y su cara mostraba una convincente perplejidad.
– Es una idea que se me acaba de ocurrir. Dices que ese individuo te sigue desde hace una semana.
– Sí.
– Quizá parezca algo obtuso si lo pregunto. Quiero decir que quizá debería imaginar la respuesta, porque tiene que ser algo muy evidente. Pero ¿dónde está ahora nuestro hombre?
Claudia soltó una breve carcajada.
– Naturalmente -explicó-, conseguí despistarle antes de venir. Poco podrías ayudarme si él me hubiera seguido hasta aquí y me hubiera visto hablando contigo. Alguien todavía menos agradable que yo habría venido a visitarte al día siguiente, y todo el plan se habría ido al cuerno. Tu ventaja es que todos te han olvidado. No puedo estropeártela, porque es todo lo que me queda.
– Ya. Aquí es donde viene mi duda. Si ahora, que nadie te sigue, vas a volver allí para que te sigan otra vez, ¿quién me asegura que después de que te libre de ese tipo vas a ser razonable? No pretendo decidir lo que debes hacer, pero no quiero tener una aventura de éstas siempre que te aburras.
– No tienes por qué. Ni siquiera puedo obligarte a que me ayudes ahora. Soy una mujer muy débil -bromeó.
– No trates de jugar conmigo, Claudia. Me aparté de todo aquello porque tenía razones. No aspires a que me olvide de ellas en beneficio de tus caprichos. Has perdido el poder de imponérmelos. Estás usando del favor de un muerto, y no de tu viejo encanto. Te lo advierto por si se te ha pasado por la cabeza la idea de abusar. No le debo tanto a Pablo.
– Tú sabrás. Yo no intento escribir tu vida. Ayúdame o no, pero no me pidas garantías de que seré como quieras ser. Yo no espero nada y tú tampoco puedes esperar nada. Ésas son las reglas.
– Claro. Nadie cree en los Reyes Magos. Me conformo con que ninguno de los dos se engañe. Sólo te advierto que muchos días no me apetece levantarme de la cama. Si comprendes que la próxima vez que me llames puedo tener uno de esos días y no hacerte caso, todo está bien.
– No te preocupes. No tengo derecho a que seas tan meticuloso.
Claudia se detuvo e hizo girar lentamente la taza, aún llena hasta la mitad de un café ya frío.
– En cuanto a mis motivos para regresar ahora a Madrid -prosiguió-, sólo te daré una pista, no para que entiendas, sino por la vieja amistad.
– Tú y yo nunca fuimos amigos. Yo te deseaba.
– No he dicho que esa vieja amistad fuese entre tú y yo. Ahí va la pista: Las cosas y la vida hay que perderlas por mala suerte y no por equivocarse en un cálculo. ¿Te resulta demasiado oscuro?
– No. Reconozco el estilo.
– Lo repetía a menudo, antes del desastre. Era algo así como su divisa.
– ¿Crees que es el mejor ejemplo que puedes seguir?
Sus ojos oscuros midieron mi escepticismo con dureza, pero me miraban compasivos cuando sentenció:
– Creo que es mejor que el tuyo.
Mientras regresábamos al balneario, inopinadamente, empezó a llover. El anochecer se volvió turbio y sobre el ruido monótono del limpiaparabrisas comenzaron a retumbar de tanto en tanto los truenos. Claudia conducía en silencio y yo también prefería callar ante el paisaje que se volvía insospechadamente extraño. Aquel llano y aquellos peñascales exiguos eran el hogar al que había acomodado la rutina simple y desertora de mi existencia. Pero mientras los veía pasar en la tarde viciada de la nostalgia incalificable a que me arrastraba la proximidad de Claudia, bajo la difusa amenaza de sus exigencias, me sentía recién llegado a otro reino al que jamás lograría encadenarme la costumbre. Ella me dejaría ante la escalinata y volvería a Madrid, a enfrentar sin aspavientos las peligrosas mutaciones y las ausencias. Dondequiera que Claudia colgase el vestido estaba su casa y podía conducirse con la misma familiaridad despótica. Pero a mí me había costado años hallar una apariencia de hogar en aquel páramo, y al verlo detrás de su perfil impasible experimenté una punta de agravio. No sólo había destruido mi amistad con Pablo y con ella mi honor y mi orgullo. Ahora se complacía en conmover sin consideración el arca en que reposaban mis cenizas humilladas. En adelante tendría que recordarla sobre aquel horizonte austero, como una distorsión irremediable.
Es singular que no pensara en el compromiso asumido, en todos los pequeños actos maquinales que tendría que encadenar con incesante menoscabo de mi alma para cumplir la promesa que ella acababa de arrancarme. Podría haberme enfrascado en la oscura previsión de cada una de las repudiadas sensaciones que tendría que reproducir, o haberme dedicado a enumerar los múltiples riesgos a que iba a exponerme. Yo había esperado a Claudia desde el miedo, confesado e inequívoco, y ahora tenía confirmadas todas las sospechas que habían inspirado ese temor. Pero no caí en la vulgaridad de ser coherente con los acontecimientos. Emulando lejanas y gloriosas imprudencias, o tan sólo vencido por una celada insensible de la memoria, vi a Claudia lánguidamente tendida junto a un pantano, en la tarde inacabable de un verano intenso y calinoso. El sol quemaba las plantas agostadas mientras nosotros nos beneficiábamos de la sombra maléfica de un eucalipto. Ella vestía una túnica transparente y un traje de baño tentador, violeta, como alguna noche pecaminosa yo había soñado sus ojos para llamarla tramposamente Eileen Wade. Simulaba dormitar, pero sabía que yo sabía que me estaba esperando. Aquella tarde había visto destellar tres veces el agua, y había meditado sin precipitarme. También había contemplado sin prisa la hendidura incitante de su escote, gustando la suave lujuria de su abandono. Ahora llovía, era mayo y estábamos más viejos, más solos, más desarmados. Pero volví a sentirme llamado y volví a acercarme, y volví a apurar el aroma limpio de su piel recién bañada. El sol quemaba alrededor, el pantano rompía olas diminutas contra la orilla. Ella era bella y fuerte como una diosa y yo juré que no iba a arrepentirme.