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Luego cesó el recuerdo y Claudia me dejó ante la escalinata, desorientado bajo la lluvia. La vi irse sin dolor, casi sin conciencia. De repente, todo se volvía demasiado impreciso para elegir sentimientos indudables. Yo había tenido un hermano, pero la muerte imponía entre ambos un filtro que desdibujaba la lealtad que nos habíamos debido. Yo había odiado a aquella mujer y me había sacudido de encima, como la más inmunda de las infecciones, la inclinación a buscarla. Pero ahora no me desgarraba el corazón, no maldecía su regreso, no me resistía a la voluptuosidad depravada que había malogrado mi frágil fe en la vida. Pensé que iba a matar a un hombre al que no conocía y concebí fugazmente, bajo la lluvia de aquella tarde infausta, que acaso mi mejor razón para ello no fuera la petición de Pablo. Tal vez, después de todo, no me había arrepentido.

4.

La vieja ternura, inexacta y peligrosa

Puede ser porque lo recuerdo ahora, cuando ya he averiguado todas las mentiras y una parte vergonzosa de la verdad, cuando ya está cumplido hasta su inconcebible final nuestro infortunio o como haya que llamarlo. Puede ser también porque sí, por una economía trivial de la memoria. El caso es que por más que intento individualizarlos y distinguirlos, aquellos dos viajes en tren, desde el balneario hasta Madrid, me parecen hoy uno solo. A lo sumo, se me ocurren irrelevantes discrepancias en el paisaje. Durante el primero había sobre los prados extensas manchas rojas, amarillas y moradas, que me hicieron pensar casualmente en el candor suicida de quienes sueñan en las flores silvestres de su país el color de una bandera. En el segundo, en cambio, el verde efímero huía de la tierra que no sabe retenerlo, y no quedaba apenas en la llanura sueño para los candorosos vencidos. Esto es todo lo que puedo aducir para separar un viaje de otro, o todo lo que corresponde a las impresiones del corazón que ha conservado mi memoria. Queda, además, esta inservible sutileza del cerebro: en el primer viaje iba a matar a un hombre para Claudia; en el segundo, acababa de saber que Claudia estaba muerta y volvía a Madrid sin ideas definidas. Lo que relataré a continuación, hechas estas salvedades, puede entenderse perteneciente al residuo común de aquellos dos regresos igualmente desconcertados y dubitativos.

Desde el balneario hasta la estación había y hay una larga caminata, que logré evitarme gracias a un compañero que en la errónea creencia de deberme diversos favores se brindó a llevarme en la vieja ambulancia de la que yo solía ser conductor. No había sido difícil obtener permiso de mis superiores para utilizarla, así como tampoco para ausentarme durante un plazo que me había abstenido de precisar. Dos circunstancias concurrían en mi favor: la primera era que se me debía un número ingente de días de vacaciones, ya que en los últimos tres o cuatro años no había considerado necesario tomar un bien que no iba a utilizar; la segunda circunstancia tenía que ver con los motivos íntimos que movían al director del balneario a desempeñar su cargo. Según atestiguaban diversas leyendas o calumnias, no siempre coincidentes en varios detalles de cierta trascendencia, el director había cometido, en los años en que aún era un joven especialista de talento y futuro, un trágico error profesional. En la gravedad de dicha tragedia era donde divergían las distintas versiones, sin duda por ser el extremo más propicio a los excesos de la fantasía. Para unos había amputado un miembro equivocado a una delicada muchacha, condenada, de resultas de su distracción, a una doble y espantosa invalidez. Para otros, menos sensuales, había ordenado que se administrase a un anciano en plena crisis hepática una dosis de calmantes que había resultado fulminantemente letal. Lo cierto e innegable era que aquel hombre demostraba una casi enfermiza propensión a pasar desapercibido, y tampoco cabía dudar que su puesto alejado y oscuro era una táctica vital buscada con fruición. Rara vez reprendía a sus subalternos, apenas se dejaba ver y concedía prácticamente todo aquello que se le solicitaba, siempre y cuando no ofreciera riesgo de acrecentar demasiado su popularidad. Mientras la ambulancia avanzaba hacia la estación, dejando oír en cada cambio de velocidad una desesperada queja de aquel embrague que un día se incendiaría o habría que revisar, sonaban en mis oídos las suaves y apresuradas palabras de aprobación con que inmediatamente había respondido el director a mi petición de licencia por asuntos personales. Antes de salir de su despacho había conseguido tropezarme fugazmente con sus ingenuos y cansados ojos azules, y ahora casi me remordía la conciencia haberle sorprendido de aquel modo, causándole un sonrojo desaforado. Personalmente no creía en las historias espectaculares que entre los empleados se preciaban de constituir la clave para descifrar su carácter. Existen tantas explicaciones ordinarias para el miedo que empeñarse en atribuirlo a algo excepcional denota una cierta pobreza de ingenio.

Así, pensando en el miedo y en la extraña debilidad de los hombres de ojos azules, me encontré paseando arriba y abajo del andén, con una pequeña maleta en la mano y la forma familiar y casi nostálgica de mi Astra embarazándome la axila. Por aquel pueblo pasaban un par de trenes que unían Madrid con capitales de la periferia y otro que tenía su final en la población más importante de la comarca. Con mucho eran preferibles los primeros, más directos, que discurrían casi despectivos por la meseta, como si sólo una casualidad o una delirante arbitrariedad administrativa les obligara a detenerse en algunas estaciones intermedias. Subir a ellos implicaba enfrentar el recelo y el moderado pero implacable fastidio de los viajeros capitalinos, que asistían con indisimulada complacencia a los arduos esfuerzos de los intrusos rurales por encontrar un sitio libre en el vagón cuya distribución había sido decidida sin preverlos. Nunca me ha disgustado decisivamente ser tomado por lo que no soy, e incluso he comprobado a menudo que tales equívocos suponen un beneficioso auxilio para un hombre sin esperanzas, en las cosas grandes lo mismo que en las pequeñas. De modo que avancé entre los asientos con un porte ostentosa y verosímilmente aldeano y ocupé con generosa torpeza uno que había libre junto a una mujer de unos treinta años y aire pulcro. Ante el mohín de su nariz, lamenté uno de los fallos de mi disfraz: mi olor era de veras aceptable.

Mientras el tren corría o alternativamente se arrastraba sobre los raíles y mi compañera de asiento desistía de leer una revista para tomar un libro de dudosa calidad, abandonado luego para oír música banal en unos auriculares microscópicos pero de todo punto estridentes, empecé sin remedio a meditar sobre mi conversación con Claudia; sobre lo que había creído comprender, sobre lo que dudaba si atreverme a adivinar y sobre lo que me había resignado a no entender en absoluto.

Ahora, viendo aquella tierra discurrir hacia su inminente desaparición en beneficio del paisaje urbano en que habitaban mi pasado y todos sus fantasmas, sentía de pronto la humillante necesidad de discernir entre las palabras de Claudia la mentira y la verdad. En una época de no improbable juventud me había fiado de ella y eso no me había acarreado más que reveses. Ahora no era joven y me sabía más débil; la consciencia que hace cobardes de todos nosotros luchaba por distinguir entre el rostro y la máscara con una inercia difícil de desobedecer. Una inercia, no obstante, que el encargo póstumo de Pablo me obligaba a reprimir, porque no había manera de hacer lo que tendría que hacer si me abandonaba a los efectos de aquel mecanismo de autoprotección. Y es que Claudia podía haberme mentido tanto que no era posible decidir en qué punto debía comenzar a recelar. Podía ser falso su relato de aquel último año, y entonces debía dudar de sus motivos, o mejor dicho de lo poco de ellos que me había dejado sobreentender. Podía ser inexacta su historia acerca de la amenaza que pesaba sobre ella, y entonces tenía que deshacerme de mis fragmentarias previsiones acerca del adversario al que iba a enfrentarme. Lo que no me detuve a considerar, evitándome a un tiempo una pavorosa perplejidad y una siniestra razón para quedarme quieto, fue que Claudia, mintiéndome o no, hubiera sido a su vez engañada. Quizá debí pensarlo en el segundo viaje, cuando iba a Madrid llamado por su cadáver, cuando tenía un motivo más que plausible para creer que algo se le había escapado de las manos. Pero nada recuerdo, tampoco en este punto, que diferencie un viaje de otro. No me atrevía a suponer nada, sólo intentaba a duras penas resistirme a la fuerza que me arrastraba y me sobrepasaba por todas partes. No construía hipótesis, caía inexorablemente hacia el corazón de las cosas, sin osar siquiera exigir que se me aclarase qué era lo que me estaba reservado.