Выбрать главу

Había incongruencias por todas partes, pero sabía que no debía valerme de ellas para subestimar nada de lo que hubiera hecho o dicho Claudia. Siempre había estado excusada frente a mí de mostrarse coherente, aunque yo hubiera pagado con largueza los deslices que a pesar de mis esfuerzos había cometido respecto a ella. De algún modo quizá injusto el filósofo no puede refutar al mago, pero sí es posible, incluso infinitamente posible, lo inverso. Por todo ello, fue más bien gratuito el laborioso soliloquio que sostuve a continuación, contra la nada favorable e incesante algarabía de chirridos que despedían los auriculares de mi compañera de asiento. Sin esperanza, enumeré los puntos frágiles de la historia de Claudia, los hitos inexplicables o inútiles de la estrategia en la que yo debía participar y las discordancias entre una y otra. Por más que me hubiera ofrecido aquel lema de Pablo para justificarse, y tomando como hecho incuestionable que su presunto afán por reencontrarse conmigo era una perversa invención, no dejaba de resultar un desacierto que su reacción al saberse amenazada hubiera sido acercarse a esa amenaza. Si había que prescindir de esto, nada explicaba, de todos modos, el retraso de siete días en acudir a verme, sin saber qué podría ocurrir cada nueva mañana que saliera a la calle con aquel hombre a su espalda. Por otra parte, aun reconociéndola dotada de innumerables habilidades y no poca astucia, me costaba imaginar cómo Claudia había logrado despistar a un profesional, para venir a visitarme sin peligro. Y si no era un profesional, debía descartar las suposiciones que cabía lógicamente hacer respecto a la identidad, siquiera fuese aproximada, de quienes habían ordenado que la siguieran. En cuanto a su plan para librarse de quienes la acosaban, aun sin plantear la objeción de su manifiesta limitación en cuanto al elemento que trataba de destruir, que podía ser una limitación de mi perspectiva y no del plan mismo, sin duda había modos más simples e igualmente efectivos de conseguir tan poca cosa como eliminar a un hombre, salvo que se tratara de procurar a Claudia un tortuoso placer más que de alcanzar el fin aparentemente buscado. Y lo que me resultó de todo punto irracional, y sólo pude considerar en el segundo viaje, fue que después de hacerme suprimir a aquel tipo y dejarme en la pensión, no se le ocurriera otra cosa que volver a su apartamento, donde naturalmente la estaban esperando. Al llegar a este punto sorprendí a la mujer que se sentaba a mi lado dedicándome una mirada atenta y difícilmente calificable. Había dejado de sonar en sus auriculares aquella corrupción de la música y me sonreía de un modo incomprensible. Me sentí ilimitadamente ridículo, tanto por ser objeto de aquella mirada como por estar devanándome los sesos en aquel catálogo de simplezas. Igual que aquella mujer no necesitaba disponer de un motivo razonable para sonreírme de aquella manera, tenía que admitir que Claudia había podido conciliar en su cabeza y en su alma muchas más cosas incompatibles de las que jamás sería capaz de soñar mi imaginación.

Mientras me levantaba para buscar otro sitio en el que sentarme me propuse firmemente abandonar aquellas cavilaciones miserables. Faltaba aún hora y media para llegar a Madrid y no traía nada para leer. Siempre podía pedirle su revista a la mujer de la que acababa de huir, o podía incluso intentar, en un acto de irresponsabilidad, un romance ferroviario para el que la ocasión parecía servida. Quizá al separarme de ella había conseguido enardecerla hasta un punto desde el que le sería forzoso sucumbir si regresaba a cortejarla. Pero juzgué más apropiado dejarlo correr y me vi abocado a seguir pensando, y como a menudo sólo es posible escapar de un error cometiendo otro mayor, para cerrar la espita de mis elucubraciones anteriores hube de aflojar el esfuerzo con que mantenía cerrada otra, que giró con rapidez y dejó que me envolviera como un gas maligno el hálito de arriesgados recuerdos. En pocos minutos me vi devuelto a una época y unas imágenes a las que había estado luchando por no admitir que el viaje presente era una manera clandestina de reintegrarme. Me vi caminando junto a Pablo en una noche de enero, por las calles silenciosas de una lujosa urbanización. Paulatinamente noté el frío, el olor casi metálico de la helada en la nariz y la dureza del suelo en las plantas de los pies. Sin comprender de inmediato por qué mi memoria había elegido aquel suceso, me abandoné dócilmente a recorrerlo.

Pablo se acercó sigiloso a una valla coronada por un tupido seto y al cabo de unos segundos de escuchar qué había al otro lado me hizo ademán de que me acercase yo también. Mientras yo cruzaba la calle en una breve carrera, él trepó como un gato por la valla, superó el seto y cayó tras él con un sospechoso crujido. Medio minuto después oí un zumbido eléctrico y me fui hasta la cancela, que cedió sin resistencia a mi levísimo empujón. Entré y divisé a Pablo agachado junto a la casa, a medio metro del mecanismo que acababa de accionar para permitirme la entrada. Fui hasta él a grandes zancadas, aprovechándome de la ventaja del césped que insonorizaba mis pasos, y al llegar a su lado pregunté:

– ¿Qué te ha pasado?

Pablo me dirigió una mirada iracunda, pero pronto comprendí que no había en ella nada personal.

– El maldito seto -susurró-. Mira cómo me he destrozado el pantalón.

Se dio media vuelta y advertí que el impecable tejido negro se había abierto generosamente, dejando al descubierto la blancura de sus calzoncillos.

– No seas idiota -le recriminé-. Ya te comprarás otro traje.

– No encontraré otro como éste -se quejó-. Era de un luto perfecto. Un negro maravilloso.

– Venga, déjalo ya.

Pablo se sacó con furia la chaqueta y la arrojó al césped. Llevaba una camisa blanca de seda, como de costumbre.

– Vamos dentro -le urgí-. Ahora se te ve desde un kilómetro.

– No tienes ningún sentido del teatro, Juan. No olvides que lo que vamos a hacer nunca es más importante que cómo lo vamos a hacer.

– Ni tú pienses que lo más importante es el teatro.

– ¿Y por qué no? -me desafió, sacándose la pistola de la sobaquera y deslizándose velozmente hasta la puerta.

Manipuló la cerradura con el pequeño utensilio que siempre llevaba consigo y en un par de segundos estábamos dentro. A la luz de mi linterna vimos muebles costosos y una infinidad de cuadros y grabados que infestaban las paredes.

– El viejo demuestra su amor por el arte. Es nuestro único punto en común. Aunque yo prefiero un estilo menos geométrico -observó Pablo, mientras subíamos por la escalera, siempre acompañados por las piezas de aquella colección, colgadas por doquier.