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– Llévate luego lo que más te guste -sugerí.

– Ah no, hermano, eso nunca. No me confundas con un ladrón. A Dios se le debe ofender gravemente o nada en absoluto. Nunca mancharé mis manos con pecados de villano. Yo soy un príncipe.

– Tú eres un cretino borracho. Y mira que te lo avisé.

Pero cuando entró en el dormitorio, y sin provocar el menor sonido encendió la luz y apuntó tras un breve malabarismo el arma, nada temblaba en su espíritu ni en su figura. En la cama había un hombre de mediana edad y una mujer joven. Los dos se incorporaron como impulsados por un mismo resorte y la cara de ella se quedó atravesada en la línea recta que tendía inmisericorde el cañón de la pistola de Pablo. Yo encañoné vagamente al hombre. Pablo habló deprisa:

– Antes de que se te ocurra gritar y hacer que la mate, dime con la cabeza si hay alguien más en la casa. No teníamos ganas de registrarla.

El hombre meneó negativamente la cabeza y en ese mismo momento se oyó una detonación y la mujer cayó hacia atrás tan de golpe como se había levantado.

– Esto es para que no pienses que andamos de broma. Tengo ganas de irme a dormir y no voy a permitir que nos entretengas más de lo necesario.

El hombre estaba muy pálido. En cuanto a mí, algo en mi interior, algo que no era la humanidad que ya habíamos perdido hacía años, ni la lástima que ya sólo podía sentir por mí mismo, me hurgaba en el estómago y me inquietaba con unas enormes ganas de vomitar. No había ocurrido nada imprevisto, sin embargo, y sabía que tanto aquella acción como las que hubieran de seguir obedecían a un propósito bien establecido y fundado, al menos hasta donde éramos capaces de distinguir. En aquel tiempo pensábamos que, ya que siempre puede llegarse a un punto en el que todo zozobra, más valía quedarse de este lado que indagar las brumas del otro. Quizá era la única manera de actuar deprisa y sin vacilar, como continuamente exigían las circunstancias. Quizá no estábamos equivocados y me equivoco yo al recordarlo. En realidad, la memoria siempre es una forma de error.

Pablo se aproximó al hombre. A cada paso se abría la hendidura en su pantalón, mostrando un óvalo blanco de tamaño variable.

– Cálmate -dijo, mientras le ponía la mano sobre el hombro-. No estamos de juego pero tenemos escrúpulos. Te lo hemos demostrado. A esa guarra puedes cambiarla mañana por otra. Piensa que podríamos haber elegido a la madre de tus hijos para advertirte. Tranquilo te digo. Esto que ha pasado esta noche es un aviso nada más. Antes de irnos quiero asegurarme de que lo has entendido. ¿Nos conoces, verdad?

El hombre asintió nerviosamente.

– Así está bien. La última vez que nos vimos me pareció que no nos concedías demasiada importancia. Pero olvidemos el pasado. Cualquiera tiene derecho a desbarrar. Tú ya has entendido, ¿eh?

El hombre volvió a asentir. Pablo puso entonces el cañón sobre su sien y apretó el gatillo. El disparo tiró al hombre como un muñeco sobre el cadáver de la mujer.

– Pocos hombres tienen la suerte de morir entendiendo. Este indeseable ha sido un privilegiado, después de todo -observó desdeñosamente Pablo.

– A veces pienso que te gusta -le reproché.

– No pongas esa cara de susto al decirlo, hombre. ¿Por qué no puede gustarme?

– No hacemos esto porque sí. Tenemos razones. Si te gusta puedes acabar haciéndolo porque sí, y porque sí esto es una basura. La más grande y asquerosa de las basuras. ¿No te parece?

– No, mi bondadoso hermano. No hay razones para nada. Si crees en lo que estamos defendiendo con esto hasta el punto de pensar que esto está justificado por aquello, es que eres aún peor que yo. Puede que tú prefieras disculpar unas cosas con otras, pero déjame a mí preferir que cada cosa se baste a sí misma. Un hombre sin conciencia puede ser puro, pero un hombre con la conciencia dividida se arrepiente en el fondo de cada cosa que hace con el beneplácito de esa conciencia. Y yo no quiero vivir arrepentido. Mejor que me castiguen otros, cuando llegue el día.

– En momentos como éste no sé si estamos haciendo lo mismo, aunque parezca que estamos juntos.

– Por supuesto, pequeño. No lo tomes en serio. Cada uno tiene su parte. A mí no me importa apretar el gatillo, y eso es bueno para los dos. Gracias a mí, tú no tienes que mancharte las manos. Limítate a seguir pensando en las razones que tenemos y en los hechos necesarios. Hasta ahora no nos va mal así. En fin, creo que habrá un lugar mejor para continuar esta conversación. Ya sabes que me impresiona la sangre, y ese cerdo está soltando mucha. Además, hemos hecho un poco de ruido. Vámonos.

Corrimos por los pasillos, escaleras abajo, encendiendo todas las luces a nuestro paso porque ya no era preciso guardar esa precaución. Salimos a la calle y entonces los vimos. Dos hombres que acababan de cruzar la verja. Iban armados y exhibían un gesto de asombro que nuestra aparición hizo aún más patente. Pablo no necesitó pensar para apuntar hacia ellos. Yo perdí una fracción de segundo en comprender que algo había fallado, porque nos habíamos preocupado de asegurar que el viejo vendría solo y que allí no había nadie antes de que él llegara. En la fracción de segundo siguiente vi caer a uno de los hombres enfrente y a Pablo a mi lado. Apenas tuve tiempo de rehacerme antes de que el tipo que había abatido a mi compañero me disparase a mí, pero jugaba con ventaja y pude derribarlo de un balazo en el pecho. Me arrodillé junto a Pablo. Tenía un tiro en el hombro.

– ¿Qué te pasó? -se quejó, con una sonrisa amarga en el semblante-. ¿Tardaste en encontrar un motivo para dispararle?

Tenía razón. Él había cumplido su parte sin demora, liquidando al adversario que venía por mi lado. La técnica que teníamos ensayada exigía que yo le hubiera cubierto a él a mi vez. Si los dos reaccionábamos con la suficiente rapidez era fácil anticiparse a los oponentes, que perdían más tiempo al apuntar en paralelo. Si uno se retrasaba, el compañero quedaba sin defensa. Yo había llegado demasiado tarde. Al desasosiego que últimamente me venían produciendo aquellas escaramuzas, se unió un sentimiento de culpa, de deslealtad y de estupidez por mi negligencia.

– Creo que piensas demasiado de un tiempo a esta parte, Juan -se burló-. Vas a tener que volver a dedicarte a la literatura y dejar esto a los inconscientes.

No sabía qué decir. Me sentía equivocado ante mí mismo y ante el mundo y, lo que era todavía peor, también ante él.

– Vamos, hombre, que me estoy desangrando -me apremió.

Lo cargué a mi espalda y lo llevé hasta el coche. Luego, mientras yo conducía a toda velocidad por la autopista, sorteando los escasos coches que por ella circulaban, Pablo se mostró inesperadamente locuaz:

– Qué sensación. Deberías hacer que me hirieran más a menudo. Es como mearse, pero por todo el cuerpo. Muy relajante. Si no fuera por este maldito fuego en el hombro. Dios mío, ¿y ahora adónde me vas a llevar? En cualquier hospital harían preguntas. Realmente es todo un problema, mirándolo por ahí. Tendremos que buscar un médico venal, como hacen siempre en las películas. También podemos coger uno cualquiera. Primero tendría que curarme, por eso del juramento hipocrático. Luego lo mataríamos. Pero tendrías que ser tú, Juan. Habría que aclarar entonces si tenemos suficientes razones, antes de hacer nada.

Verdaderamente no tenía piedad. Tras rozar peligrosamente un par de coches le pedí con rabia:

– ¿Quieres hacer el favor de callarte?

– No me digas que también has perdido el sentido del humor.

– ¿Qué quieres decir con eso de también? -pregunté, como un perfecto imbécil.

– Qué sé yo -repuso, riendo de buena gana-. Me estoy muriendo, no me exijas que sepa lo que digo.

Pero en realidad mantenía un dominio casi insultante de la situación.

Al llegar a este punto mi recuerdo se abreviaba. Encontramos sin mucha dificultad un médico de confianza y la herida de Pablo se curó sin problemas. Había perdido poca sangre y como única secuela experimentó una pequeña pérdida de movilidad del brazo derecho. Algo poco grave, teniendo en cuenta que era zurdo (por eso caminaba siempre a mi izquierda, o yo caminaba siempre a su derecha). Para mí fueron peores y más duraderas las consecuencias de aquel incidente. Era la segunda vez que le fallaba. La primera había sido en el pantano, con Claudia, un par de semanas antes. Y no sabía qué me asustaba más, si la locura que empezaba a percibir en él, o los patinazos a que podría llevarme en el futuro el desconcierto en que me sumía mi traición. Estaba en ese punto en el que un hombre no es capaz de descubrir qué cosas causan otras y ha de acostumbrarse a vivir desconfiando de todo, cometiendo errores y temiendo impotente que algún día cometerá uno irremediable. No sabía si todo salía mal porque Pablo estaba fuera de control o porque el que estaba fuera de control era yo y una modalidad más de mi extravío era dudar de su juicio. Cuando le veía moverse y reír, libre, incontenible, a despecho de todos los contratiempos, le envidiaba como nunca antes lo había hecho. En aquellos días oscuros en que era mío sin provecho lo único que él había amado en el mundo, aparte de nuestra amistad. También Claudia era bella y libre. Sólo yo sufría y me arrastraba como un gusano, mientras era dueño de todo, mientras lo destruía todo.