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Es extraño que cuando se sale del infierno no haya más razón para vivir que el deseo de volver a pecar

A la mañana siguiente, cuando desperté y hube de exigirme alguna decisión que justificara el viaje, aquel inhóspito cuarto de pensión y la pistola que dormía bajo la almohada, nada encontré que pudiera sugerir que mi situación no era sino la consecuencia fortuita de un movimiento apresurado. Sin embargo, y aunque casi todas las cosas que hice esa mañana hube de afrontarlas antes de solventar aquella delicada precariedad, ahora puedo apreciar que un instinto inconsciente, de acuciada inteligencia, animaba mis pasos por encima de cualquier apariencia de improvisación.

Lo primero que hice fue acudir a uno de los bancos en los que mantenía, sin tocarlos desde hacía años, los frutos de mis antiguos y comprometidos negocios. Solicité una tarjeta de crédito y para sufragar los primeros gastos retiré una suma considerable. Con aquel dinero me procuré un traje de seda claro, una camisa azul cielo, unas gafas oscuras y un sombrero de paja de ala estrecha. Una vez completado mi atuendo, alquilé un coche grande y rápido. Di un paseo por la ciudad para probarlo y después, obedeciendo una de las escasas ideas que se me ocurrían para pasar el tiempo, me dirigí hacia la estación. Dejé el coche en el aparcamiento e inicié el mismo camino que había hecho a mi llegada, unas pocas horas antes. Pero apenas crucé la avenida me desvié perezosamente hacia la entrada de un edificio de decimonónica magnificencia; un edificio familiar que la tarde anterior, sin embargo, ni siquiera me había detenido a identificar debidamente: el Ministerio de Agricultura. Por fortuna, en medio de mi desgana había conservado al menos la atención necesaria para recordar que en los ministerios solía haber detectores de metales, y había tenido la precaución de dejar la pistola en el coche. Aunque en ningún momento había contado con ello, aquél era el sitio por donde iba a empezar a desenredar la madeja.

El corte de mi traje me permitió llegar sin grandes problemas hasta el segundo control del edificio, pero una vez allí el excesivo éxito de mi sombrero y mis gafas como accesorios inquietantes me obligó a mostrar mi documentación al guardia de seguridad de turno. Tras tomar nota de mis datos, me devolvió el carnet de identidad junto con una tarjeta de ésas rojas que hay que colgarse para proclamar a los cuatro vientos que uno es un intruso. Ya que este pequeño incidente forzó una cierta comunicación entre ambos, aproveché la circunstancia para reclamar su ayuda:

– ¿Sabría usted indicarme cómo puedo localizar a la señorita Lucrecia Artola?

El guardia consultó una lista de personal. Al lado del nombre había una larga frase que no pude descifrar pero en la que presumí la denominación formal de su investidura administrativa. No debía de ser despreciable, porque al leerla el guardia se vio obligado a preguntar:

– ¿Por qué motivo desea ver a la señorita Artola?

– Tengo cita con ella. Soy de la Asociación de Productores de Cítricos -aseguré, poniendo cierto énfasis en la revelación.

– Ah, comprendo.

Aquella absurda invención obró el milagro de encajar en la mente del guardia todas las piezas de quién sabe qué arbitrario rompecabezas. Probablemente supuso que los cítricos explicaban a la perfección el sombrero de paja y las gafas oscuras, porque después de soltarle la palabra mágica se aplicó a instruirme con toda amabilidad y confianza acerca del mejor modo de encontrar el despacho de la señorita Artola. Siguiendo sus instrucciones llegué a un ascensor cuyas puertas estaban a punto de cerrarse. Conseguí escurrirme dentro y lo primero que advertí fue que el botón correspondiente a la segunda planta, hacia el que me disponía a tender mi dedo índice, ya estaba pulsado. Alcé la mirada y entonces la vi.

No la conocía, nunca antes la había visto, ni siquiera en fotos, pero supe que era ella. Era distinta de Claudia y sin embargo era la misma. Llevaba un traje sastre relativamente austero, una blusa blanca y una media melena ligeramente rizada y teñida a mechas rubias, dejando adivinar que el color natural de su pelo era más oscuro que el de su hermana. Pero en el lejano y duro desprecio de su mirada, en el modo insolente en que dejaba colgar de su brazo extendido el bolso, en la impaciencia inflexible con que la punta de su zapato golpeaba el suelo del ascensor, cualquier ojo aún más torpe que el mío habría percibido el parentesco. La estudié sin disimular, amparado por la barrera de mis gafas. Seguí sin tapujos la línea de sus piernas, medí apaciblemente la pequeñez de sus pechos y por un instante olvidé lo que había ido a hacer allí, técnica ésta con la que he logrado no pocos de los contados momentos interesantes de mi vida.

Cuando se abrió la puerta del ascensor y ella salió yo aguardé un instante para concederle ventaja. Después la seguí por un pasillo de techo muy alto, andando despacio como ella, tratando de imaginar lo que pasaba por su cabeza mientras avanzaba por delante de mí, arrastrando los pies y el bolso con desdeñosa indiferencia. Recorrimos interminablemente una especie de laberinto de corredores y al fin se detuvo ante la puerta de un despacho. La abrió con brusquedad de propietaria y antes de desaparecer tras ella se dignó mirarme por primera vez. Fue una ojeada indolente pero al mismo tiempo punitiva, lo suficientemente fugaz como para no darme tiempo a reaccionar.

Por aquellos pasillos, en contraste con el mediano bullicio de la planta baja, sólo muy de vez en cuando pasaba algún funcionario distraído, llevando a ninguna parte una carpeta o un archivador. En los dos minutos que estuve esperando ante aquella puerta apenas cruzaron junto a mí una o dos personas, que me examinaron con escasa curiosidad. Por otra parte, pude comprobar que todos los despachos de aquel pasillo, no menos de treinta, pertenecían a jefes o subdirectores de algo, y por ningún sitio había personal subalterno para filtrarles las visitas. No me pareció ninguna locura, por consiguiente, dar un par de golpes en la puerta e interrumpir a la señorita Artola sin mayores contemplaciones.

Así lo hice. Cuando abrí la vi sentada al otro lado de una mesa inmensa, de aspecto más viejo que antiguo. En el despacho había un par de cuadros nuevos y una bandera de raso deslumbrante, pero la pintura de las paredes estaba francamente estropeada y el resto del mobiliario sufría un deterioro tan notorio como el de la mesa. La ventana daba a un umbrío patio interior. La señorita Artola, cómodamente arrellanada en aquel pequeño reino de penuria presupuestaria, preguntó sin interés:

– ¿Qué desea usted?

– Disculpe si interrumpo. Soy de la Asociación Nacional de Productores de Cítricos -me repetí, aunque intercalando el Nacional para parecer más solemne.

– Ya veo. Pero eso no parece tener demasiado que ver conmigo. Puede leerlo en la puerta. Yo me dedico a los cereales.

– Lo sé -mentí. La placa que había leído antes de entrar me había dicho tanto como al guardia su lista de personal, de la que tan sólo había deducido que se trataba de un alto cargo y debía ser especialmente precavido, sin encontrar en aquellas siglas de las que Lucrecia era coordinadora jefe ninguna razón para repeler a un productor de cítricos.

– ¿Y bien? -la señorita Artola no tenía demasiados papeles sobre la mesa, pero se esforzaba por parecer una mujer ocupada o subsidiariamente demasiado fastidiada para perder el tiempo conmigo.

– En realidad a mí los cítricos me importan un bledo. He venido por Claudia.

Lo dije con esa brusquedad para cogerla desprevenida, para gozar del placer de verla desarmada por un momento, independientemente del propósito que me había traído a su despacho. Pero Lucrecia se limitó a murmurar:

– Lo he imaginado al verte. A pesar del disfraz te he reconocido. He visto fotos tuyas. En ellas parecías más joven y más alto. Quizá también más alegre. Pero no había diferencias sustanciales. Tú eres el amigo de aquel canalla; Claudia me contó un par de exageraciones, supongo, sobre tus méritos y tus defectos. Si quieres sentarte no voy a impedírtelo.