– Chinchón -pensé en voz alta-. Había imaginado otro sitio, cuando me dijo que se había mudado a las afueras.
– Claudia siempre tuvo un modo peculiar de referirse a las cosas. Quizá era ésa la raíz de los malentendidos en que se veía envuelta.
– ¿Y después?
– Después volvió a jugar, en su línea acostumbrada. En cuanto se le pasó un poco la impresión empezó a sentirse encerrada y quiso salir. Naturalmente, yo no era quién para impedírselo. De esa segunda fase sé bastante poco. Cada semana recibía una postal. Una semana era de Venecia, la siguiente era de Valparaíso y la siguiente de Viena. La ruta que podía trazarse uniendo los lugares indicados por las postales era verdaderamente demencial. Podía hacer diez mil kilómetros para volver a los cuatro días a un punto a cincuenta kilómetros del de partida, y una semana después se iba otra vez hasta el otro extremo del mundo. Yo no entiendo demasiado la manía de viajar. Padecí un espantoso verano en Edimburgo por el empeño de mi padre de que aprendiese inglés y otro, aún más infernal, recorriendo Italia, también por deseo de mi padre, naturalmente. Aparte de eso y de algunas visitas a la familia de mi madre, en Lyon, he pasado alguna vez a Andorra, o a Portugal, a comprar baratijas. Los veranos voy a Alicante o a Santander o a ninguna parte. Desde mi modesta experiencia, el alarde viajero de mi hermana no me pareció más que otra de sus costosas extravagancias. No puedo saber a quién vio durante sus correrías, pero me atrevo a apostar que se dedicó a coleccionar gente nueva. Tú la conocías, y puedes imaginarla entregada a sus ansias de fuga. Hubo algo que me sorprendió, sin embargo. Un día apareció en casa, escoltada por un danés de dos metros, rubio como el sol y cuadrado como un furgón de reparto. Me lo presentó como Erik o Gustav y me aseguró que si se descuidaba acabaría casándose con él. Mi hermana era experta en deshacerse de todos sus entretenimientos, así que verla encadenándose a uno de ellos me produjo la inevitable sensación de que algo se estaba estropeando dentro de su cabeza. La crisis no se demoró más allá de cuatro o cinco postales desde otras tantas playas remotas. Cuando volví a verla tenía aún rastros de una magulladura en la cara y Erik o Gustav había desaparecido. Me desorientó con una serie de lamentaciones embarulladas y a las dos semanas volvió a coger la maleta. Desde la semana siguiente empezaron a llegarme con regularidad breves cartas, en lugar de la consabida postal, y siempre desde el mismo sitio: Biarritz. No hará falta que te diga que en mi modesta opinión mi hermana heredó el esnobismo de mi padre.
– ¿Qué te contaba en las cartas? ¿Vivió con alguien allí?
– En las cartas no me contaba nada. Eran pequeños pensamientos estúpidos o absurdos, impersonales, que creo que me enviaba no porque tuvieran nada que ver conmigo, sino por alguna especie de mezquina crueldad. Fue luego cuando supe con quién estaba viviendo.
– ¿Y quién era?
– Llámale Johnnie Walker, para simplificar.
El chiste era dudosamente oportuno, pero sonreí para que se confiara. En aquel momento yo aún no sabía, aunque posiblemente debía haberlo sospechado, que Lucrecia ya se había decidido por sí sola a confiarse, y que igual que había decidido aquello podía haber decidido lo contrario y, en ese caso, nada de lo que yo pudiera hacer habría bastado para disuadirla. Procuraba aprovechar cuanto decía y animarla a decir más, sin percatarme de que, igual que me había sucedido con Claudia, me hallaba ante una mujer cuyos actos no podía determinar. Una mujer que podía ser tanto mi aliada como mi adversaria, pero siempre al margen de mí. No pensé, y tal vez ya no era demasiado pronto para que me hubiera dolido pensarlo, que con aquella mujer, en cualquiera de las hipótesis que mi fantasía concibiera, en cualquiera de las circunstancias que la realidad autorizase, estaría siempre tan irremediablemente solo como lo había estado con su hermana.
– ¿Cuándo te enteraste de que bebía?
– Me enviaron una carta muy amable y discreta desde su hotel. Puede hacer tres o cuatro meses de esto. Me informaron de la mejor manera posible de que Claudia había sido encontrada de madrugada, andando a cuatro patas por la playa y al borde del coma etílico. Me daban las señas del hospital al que la habían llevado y me recordaban que su documentación, su talonario de cheques, sus tarjetas de crédito y el resto de sus efectos personales estaban a mi disposición en el hotel.
– ¿Qué hiciste entonces?
– ¿Qué podía hacer? Fui a recogerla. La encontré verdaderamente mal, con unas ojeras que le llegaban hasta la garganta, blanca como una muerta y con diez o quince kilos menos. Después de mi inspección ocular, lo que me dijeron los médicos me impactó sólo relativamente. Sufría anemia, tenía afectado el hígado y necesitaba una cura de desintoxicación drástica. Al parecer llevaba semanas viviendo a base de alcohol, sin comer, rodando por las calles de noche. Por si no lo habías pensado, en Biarritz enero y febrero no son precisamente meses de tiempo agradable.
Lucrecia se detuvo para suspirar y observar mi reacción ante su historia. Comoquiera que yo permanecía impasible, prosiguió:
– Afortunadamente estaba en condiciones de firmar cheques y pudimos saldar todas las cuentas que tenía por allí. Después esperamos a que recobrara fuerzas suficientes para viajar y regresamos a Madrid. La llevé a que la vieran un par de médicos, que confirmaron el diagnóstico de los franceses. Me recomendaron un sitio en el que eran especialistas en su problema, o en su cúmulo de problemas. Y allí la llevé.
– ¿Dónde está ese lugar?
– Aparentemente en medio del desierto, pero tienen unas magníficas instalaciones. Es un pueblo de Soria cuyo nombre siempre olvido. Estoy tratando de hacer memoria, bueno, puede que no sea necesario.
Se levantó y cogió su bolso, Sacó una pequeña cartera de piel clara, hurgó en sus departamentos y mientras volvía a sentarse sacó de uno de ellos una tarjeta que me tendió por encima de la mesa.
– Sabía que guardaba una tarjeta. Puedes quedártela, si crees que te servirá de algo. Yo no volveré a utilizarla. Claudia era la única alcohólica que conocía.
– Ella sostenía apasionadamente lo contrario -dije, recordando nuestra conversación en el pueblo, un par de semanas atrás.
– ¿Cómo lo contrario?
– Ella negaba ser una alcohólica.
– Ah, ya. A nadie le gusta admitirlo.
– Yo la creía, en cierto modo. Un alcohólico lo es siempre, no intermitentemente, como ella.
– Me da la sensación de que nunca tuviste demasiada perspectiva, respecto a Claudia, quiero decir.
– Quién sabe -admití, sin ganas de defenderme-. ¿Cómo fue la desintoxicación?
– Bien, porque Claudia sacó en seguida a relucir su amor propio. Algún médico me comentó que rara vez había visto a nadie demostrar tanta entereza. Pero quizá lo dijo para que me escociera menos el dinero que él creía que me costaba la cura. En realidad el dinero era de Claudia, por supuesto, y poco me importaba si él se llevaba más o menos. De todos modos es innegable que su recuperación fue muy rápida. Apenas un mes después del desastre era una persona normal, o más todavía, volvía a ser Claudia. Bajaba con vestido de noche a cenar al comedor de la clínica y peleaba incansablemente con las enfermeras para que la dejaran dormir con un escandaloso camisón rosa. De pronto empezó a tratarme con una lejana frialdad, como si la importunara yendo a verla. Eso es algo curioso.
– ¿El qué?
– Que no recuerde una transición gradual entre el estado de ruina absoluta en que entró allí y el aire de desafío, casi de euforia, con que salió. Una semana después de verla desencajada, vomitando en la palangana, fui a verla y me la encontré impecablemente maquillada y vestida, impaciente por acabar el tratamiento. No puedo saber exactamente qué ocurrió, pero conocía a mi hermana y estoy segura de una cosa: alguna de sus habituales ideas fijas, en las que cifraba el fundamento de su vida para una noche o para una semana o para dos meses, había empezado a bullir en su cabeza