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Entonces comenzó a cortarle la blusa, abriéndole las mangas por las costuras con la misma limpieza con que habría abierto un plátano. Por la amarga mirada de Claudia pasó una nube oscura; el miedo de no haber entendido bien aquel instante o la decepción de que, de todas las posibles fórmulas, de todos los posibles significados, aquellas manos acabaran eligiendo el que sórdidamente había previsto desde el mismo momento en que él había irrumpido en la habitación. Mientras los botones saltaban uno tras otro sobre su pecho y después sobre su vientre, mientras la hoja que había rozado la piel de sus brazos blancos y ya desnudos le metía el escalofrío en las entrañas, recordó efímeramente las caricias de los hombres que había deseado y también las que había tolerado por caridad o desvío. A continuación la navaja destramó el hilo que unía las piezas de tela sobre sus hombros; tras dos pequeños cortes más y un par de delicadas maniobras, se vio tendida sobre un lienzo ya ajeno a su suerte, como la piel de un animal desollado. Sin pausa, la navaja inició la destrucción de la falda. Impúdica, se infiltró por la cintura y la humilló discurriendo en línea recta por encima de su intimidad. El hombre cortó hasta abajo, y después extendió la tela sobre el colchón igual que lo había hecho con la blusa.

– Eres un bombón -dijo, mientras la contemplaba con la desvergüenza y la minuciosidad de un agrimensor-. Vamos a dejar que te dé del todo la luz.

Pero antes de que la punta de la navaja pudiera llegar a la cadera de Claudia, su pierna se disparó como una ballesta y le colocó un punterazo en la boca al hombre. Éste retrocedió un par de pasos, meneando la cabeza, y barbotó:

– Maldita sea, ya me estás jodiendo.

Le dio dos golpes secos con el canto de sus manazas, uno en cada muslo, muy cerca del vientre. Claudia gimió y se quedó inmóvil, como si le hubiera partido las piernas.

– Como ves, no me importa machacar los bombones, si me hinchan las pelotas. Más te valdrá seguir quietecita.

Sólo quedaban dos pequeñas prendas. Un corte de navaja abajo y tal vez tres arriba. No más de medio minuto. Algún otro comentario, más sucio, o quizá no. Luego se bajaría los pantalones o simplemente se tumbaría sobre ella abriéndose a la vez la bragueta. También podía demorarse sádicamente en acariciarla con la lengua o con la punta del estilete. En cualquier caso quizá no me afectaba demasiado que pudiera violarla. Incluso puede que lo deseara, torcidamente, porque en otro tiempo aquella mujer, sin esforzarse, me había hecho más daño del que era capaz de olvidar. También es posible que, en aquel momento en el que todo habría debido estar decidido, y me refiero a todo lo que en aquella tarde yo mismo esperaba de mí, no acabara de vislumbrar en qué consistía, allí y entonces, mi lealtad a la memoria de Pablo. Si en defender a su viuda, si en dejar que ella pagara por el desorbitado sufrimiento en que había hundido, antes y después de mí, a mi amigo difunto.

Sea como fuere, no me gustaba el hombre de las hermosas manos, y por lo poco que sabía de él no calculaba que mereciese el placer que iba a darse. Aunque Claudia ya no fuese más que un residuo de todo lo que yo la había visto ser, a aquel tipo le sobraba para volverse loco. Ya lo imaginaba, con todos los detalles, y no estaba seguro de conservar la impiedad necesaria para salir indemne de semejante degradación. Todavía vacilante, pero ya con esa inercia de lo que acabará por ocurrir, busqué el contacto de mi Astra, que en realidad no era legítimamente mía. La había comprado mi abuelo en 1920, la había heredado mi padre y yo, que no había sido militar como ellos ni poseía permiso para tenerla, la guardaba tras la muerte de ambos. No era un arma como el revólver de aquel sujeto. No tenía diez tiros, sino seis; no era un 38, sino un 9 corto; no la habían fabricado ayer, sino hacía ochenta años. También se diferenciaba del revólver en que solía encasquillarse, como tarde, al tercer disparo, y en que en 1921 le había metido un balazo en la frente a una mora que estaba mutilando a un soldado moribundo, bajo una chumbera en algún punto a medio camino entre Melilla y Monte Arruit. Era pequeña y redonda, y ya no se fundía acero como aquél. La empuñé fuerte, la monté rápido y abrí de una patada el armario en que comenzaba a asfixiarme, rodeado por las ropas ligeramente perfumadas de Claudia.

Extendí el brazo hacia aquellos ojos incrédulos y situé la mira justo en el centro de ambos. No me temblaba el pulso, pero sí me corría el corazón.

– Tira el acero, chico.

Dejó caer la navaja, abriendo mucho aquella mano de músico. No le salió ninguna excusa, aunque abrió y cerró la boca un par de veces. Después de eso, pareció que intentaba rehacerse y me dirigió una precaria mirada de desafío. Pero no dijo que disparase si tenía cojones.

– No parece que la dama estime mucho tus fantasías -observé, acordándome de alguna película-. Sé un poco más dulce. Olvídate un poco de ti mismo y déjala inventar.

No comprendió, como cabía prever.

– Que la sueltes, imbécil.

Obedeció, mordiéndose ostensiblemente los labios. Claudia se incorporó, tanteó el estado de sus muñecas y se retiró con rapidez de la cama. Sólo cuando estuvo lejos de él se quitó el pañuelo de la boca.

– ¿A qué esperas? -me urgió, y lamenté haber ordenado que la desatara.

El hombre estaba ahora solo y desvalido. Daba lástima, tan alto, inmóvil, señalado por mi pistola y por el rencor de ella. Yo en su lugar habría tratado de hacer algo. Si mi primer disparo fallaba, habría podido triturarme sin despeinarse. Entonces creí que era poco ambicioso. Ahora que lo recuerdo no sé qué creer. Yo jamás había matado a un hombre a sangre fría, aunque había odiado lo bastante como para desearlo. A aquel infeliz, en cambio, no le odiaba en absoluto. Borrosamente me asistían otras razones. Prestarles oído fue en parte un error y en parte, si no debe atenderse sólo a lo que al final resulta de las cosas que uno da en hacer, un acto radicalmente justo. Le di en la cabeza, y el ruido de la detonación reverberó en el pequeño cuarto durante cuatro o cinco segundos, mientras él terminaba de encontrar la quietud de la muerte sobre el suelo de losas oscuras. Una alegría ausente y brutal llenó el semblante blanquísimo de Claudia.

No había prisa. Estábamos en una casa de montaña, a un par de kilómetros de cualquier ser viviente. Un capricho de Pablo, había dicho ella al describirla, para escaparse de la mierda cuando empezaba a llegarle al cuello. Claudia se había vuelto dura, desagradable, dando rienda suelta a aquello que siempre había atesorado en secreto su alma, detrás de las maneras leves con que nos había hechizado a los dos y a tantos otros. Lo había demostrado trayendo a aquel desdichado hasta la trampa, aguantando el tipo mientras yo meditaba en el armario.

– Te lo has pensado, ¿eh? -me reprochó-. ¿Creíste haberte equivocado de bando o sólo querías verme desnuda, como cuando me espiabas en la ducha?

– Nunca te espié en la ducha.

– No seas tímido. Si quieres, terminaré yo lo que él ha dejado a medias -y se llevó la mano a un tirante del sostén-. Sin compromiso. Considéralo tus honorarios.

– Esto no es mi profesión.

– Llámalo recompensa, entonces.

– Tampoco. No estoy aquí por ti, y lo sabes de sobra, princesa. Por ti no mataría ni una cucaracha.

– Claro. Por mí sólo traicionaste a tu amigo y te miras con asco en el espejo, cada mañana.

– Afortunadamente no me miro al espejo, ni tú sabes nada de lo que hago por la mañana. Vístete, Claudia. Yo tengo que enterrar a este pobre diablo. La tierra está dura, hace frío y pronto será de noche. Hay un largo camino hasta Madrid, y yo ardo en deseos de dormirme con una botella de remedio escocés en los brazos.