– Llegamos a un momento interesante -observé, torpemente-. Ayudaría que me dijeras cuanto sepas de esa idea.
Lucrecia me miró primero con lástima y luego con maldad.
– Lo único que sé de esa idea es que el único que puede saber algo eres tú.
Sonreí, pero no tenía ningún motivo. Débilmente, protesté:
– No era aquí a donde quería llegar. Si acudo a ti es porque yo no puedo ayudarme. ¿Qué quieres decir exactamente?
– No es complicado de entender, pero quizá sea largo explicarlo. Mi trato con mi hermana, desde el momento de su milagroso restablecimiento hasta que dejó la clínica, fue un tanto superficial. Poco pude captar de sus pensamientos íntimos. El día en que fui a recogerla para traerla de regreso a Madrid descendió a hacerme una confidencia bastante hermética. A ti esto nunca podrá importarte, me dijo, pero es extraño que cuando se sale del infierno no haya más razón para vivir que el deseo de volver a pecar. Y añadió: Lo único que consigue la penitencia es que desees cometer un pecado distinto del último, pero mejor si es uno que cometiste otra vez antes, uno que sea lo bastante antiguo como para haberlo olvidado y poder recordarlo ahora con curiosidad.
Sin gran mérito, empecé a entender. No la verdad, todavía, sino la mentira que por antojo de Claudia su hermana parecía creer la verdad.
– Nunca concedí importancia a las divagaciones de Claudia -continuó Lucrecia-, pero un viejo hábito me hacía retenerlas en la memoria para cuando llegara el momento de aplicarlas a interpretar sus aventuras. Desde que esa noche la dejé en su casa, un pequeño piso que le había alquilado y que ella sustituyó pronto por un suntuoso ático, hasta la noche en que la mataron, sólo hablé con ella tres veces, y las tres por teléfono. Es decir, el día que la traje de la clínica fue la última vez que la vi viva. Es un detalle que se destaca mucho en novelas y películas, pero que por mi experiencia no creo que destaque mucho en la realidad. Mi sensación de haberla perdido no llega hasta tan atrás, quizá porque la última vez que hablé con ella fue la misma noche de su muerte.
Ante aquel hecho inesperado procuré reprimir mi interés. Lucrecia, sabiéndose dueña de mis cinco sentidos, se demoró aún en algún pormenor secundario para hacer crecer mi expectación.
– Las otras dos veces que hablé con ella por teléfono -explicó- intercambiamos preguntas rutinarias e informaciones no menos rutinarias. Esto en mí suponía asuntos indignos de ser siquiera mencionados, pero en Claudia se traducía en su ático, su todoterreno y un ingeniero industrial negro que con sus dos metros había resultado ser formidablemente impotente. Yo creí que Claudia retornaba a sus pasatiempos y que sólo si los acontecimientos volvían a desbocarse resurgirían los problemas. No era improbable, pero me consideré excusada de preocuparme inmediatamente. Tampoco podía detenerla. Mi única posibilidad era esperar a que cayera para recogerla otra vez del barro. Mientras tanto era mejor quedarse al margen.
Lucrecia hizo una pausa para cerciorarse de que su maniobra de distracción había logrado ponerme nervioso. En ciertas cosas era idéntica a su hermana. También Claudia se imponía el cumplimiento de ritos preparatorios para acometer acciones que no los necesitaban en absoluto.
– Pero esa última noche -continuó, apartando de mí los ojos- nuestra conversación telefónica se alejó bastante de la rutina. Noté en su voz que algo la intranquilizaba, y en sus palabras el eco de un confuso peligro. Me dijo que las cosas no iban bien, que creía haberse equivocado. Le pregunté qué era lo que no iba bien, en qué se había equivocado, y me respondió con evasivas. Luego empezó de repente a hablarme de ti. Me contó que te había visto y que seguías loco por ella. Esta última confidencia pareció animarla, pero en seguida volvió a ponerse seria y se quejó de que te habías portado de un modo decepcionante. Yo no sabía qué creer y qué no, porque este tipo de charla siempre era en Claudia muy poco de fiar. Sin embargo, noté claramente que en aquella ocasión había algo más que el juego casi infantil de siempre. A continuación se entretuvo en una serie de incoherencias que apenas entendí y no puedo recordar y al final, como el resumen de todo, dejó escapar un insólito lamento. Acaso merezca estar siempre sola, murmuró, porque ya no pueden creerme y no me tienen más que miedo. Después de eso me dio las buenas noches y colgó.
En mi cabeza se agolpaban diversos pensamientos alarmantes y temo que a mi cara asomó una indisimulada expresión de desconcierto.
– Creo que ahora queda explicado por qué creo que tú sabes mejor que nadie cuál era la idea de Claudia -pronunció cada sílaba, paladeando su triunfo-. Tú la viste después de la última vez que estuvimos juntas. Quizá fuiste uno de los últimos que la vieron viva.
No sabía cómo decir lo que tenía que decir. Aquella mujer era una insensata, una retrasada mental o una especie de hechicera capaz de leer la voluntad de quienes se cruzaba. Decidí acercarme por el borde más exterior:
– ¿Le has contado esa última conversación telefónica a la policía?
– Por supuesto.
– ¿Tal como me la has contado a mí?
– Sin omitir nada. Soy una funcionaría pública y debo comportarme como una ciudadana ejemplar.
– Magnífico. ¿Y qué te preguntaron de mí?
– Tu apellido, todo lo que supiera.
– ¿Y qué les dijiste?
– Que ignoraba tu apellido, que no sabía dónde vivías y que eras un amigo de mi cuñado. Entonces me preguntaron a qué te dedicabas y contesté que a los mismos negocios que él, según tenía entendido. No me preguntaron más.
No pude evitar pensar en voz alta:
– Bien. Es suficiente para que me busquen como sospechoso de asesinato pero no tanto que no pueda llevarles un par de semanas encontrar un buen rastro que seguir. Afortunadamente les diste una pista falsa y tienen que averiguar primero que hace años que no me dedico a esos negocios.
Lucrecia me observaba como si todo aquello no la afectara lo más mínimo.
– En cualquier caso -añadí, por si reaccionaba-, esas dos semanas han pasado ya, así que es posible que ya estén sobre la pista buena. A partir de ahora tendré que usar un nombre supuesto. Tendré que darme prisa para hacer tres o cuatro cosas que necesitan del auténtico. Sólo tengo una duda.
Lucrecia tardó un segundo en percatarse de que me dirigía a ella.
– ¿Cuál? -preguntó.
– Tus motivos para hablar tan tranquilamente con un sospechoso de asesinato.
– Ah, no tiene mérito. Puede que ellos sospechen de ti. Yo no.
– ¿Tú no? ¿Y qué te hace estar tan segura? No me conoces. Ni siquiera sabías que llevo años fuera de todo esto.
– Claudia me habló mucho de ti. Desde luego que sabía que hace diez años que te marchaste, aunque ella no me dijera adónde. También sé por qué te fuiste. No eres el hombre que podría violar a mi hermana.
– Me admira la fe que tienes en tu intuición -gruñí, mientras la duda acerca del grado de conocimiento que Lucrecia pudiera tener de las razones de mi retiro me provocaba un indeseable sonrojo-. Si yo fuera el asesino podrías pagarla muy cara.
– Me seguiste por los pasillos andando tan despacio como se me antojó obligarte a hacerlo. Esperaste dos minutos antes de entrar en mi despacho. Los violadores son impacientes.
– No puedes convencerme con eso.
– Resultas muy gracioso. No es a ti a quien debe convencer.
– Que me maten si te entiendo. Si no creías que yo era el asesino, ¿por qué dejaste que la policía lo creyera?
– Yo no les sugerí nada. Sólo respondí a lo que me preguntaron. Además, lo que sirve para mi propio gobierno puede no servir a los fines de la policía, ¿no crees?