Выбрать главу

– Creo que no te das cuenta de cómo es este juego que estás jugando con tanta despreocupación.

Lucrecia se puso en pie y, súbitamente airada, repuso:

– Mis preocupaciones son asunto mío. Si no vas a violarme o a estrangularme para demostrarme lo imprudente de mis intuiciones, me permito informarte de que tengo algunos asuntos que despachar. Me parece que he atendido a tu solicitud de información más allá de lo que me puedes exigir.

– Está bien, ya me voy. Si vuelve a verte la policía intenta imaginar alguna posibilidad intermedia entre encubrirme y ponerme las esposas.

– Contestaré a lo que me pregunten, simplemente. Y dudo que se interesen por nada de lo que hemos hablado hoy. En último extremo, puedo considerar la posibilidad de mentir. Me da que eres un tipo que necesita ayuda.

– Gracias. Te enviaré flores, por la molestia.

– Ni orquídeas ni rosas. Recuérdalo.

– Seguro.

Lucrecia me sonreía con un aplomo portentoso, en las fronteras de la alienación, que ahora identificaba como un rasgo de familia. Vacilante entre el encantamiento y el pánico de depender en cierto modo de ella, me levanté y retrocedí hasta la puerta. Antes de salir Lucrecia me dedicó un extraño cumplido:

– Si hubiera podido elegir entre dos delincuentes, te habría preferido a ti como cuñado. Habría intentado seducirte, para destruir vuestro matrimonio y salvar a Claudia. Con él me daba demasiado asco, pero contigo podría haber habido placer.

– Imagino que ése es el tipo de cosas que piensas mientras te lavas los dientes.

– No forzosamente.

– Volveré a buscarte si te necesito. Aunque sea una locura.

– Por favor.

Recorrí penosamente los pasillos y todavía aturdido bajé en el ascensor, devolví mi tarjeta roja al guardia de seguridad, ignoré su frase amistosa y llegué hasta la calle. Cinco minutos después conducía mi veloz coche de alquiler por el Paseo del Prado, tratando de establecer prioridades para aprovechar lo que quedaba de mañana.

Había varias gestiones insoslayables, y a ellas me puse sin demorarme, en parte para proteger mi cerebro de las imprevisibles cavilaciones en que podía precipitarse a propósito de Lucrecia. Tuve tiempo de llegar a otros dos de mis bancos y de sacar de ellos cantidades importantes para resistir los malos tiempos que se avecinaban. También ordené un par de transferencias, para ir moviendo poco a poco los fondos hacia mi cuenta en el extranjero. Yo no había ideado una compleja estrategia de dispersión financiera como la de Pablo, tampoco disponía de tanto dinero como él, pero siempre había tenido presente que podía llegar el momento de quitarse de en medio y que había que estar preparado para esa eventualidad. Hacía tanto tiempo que no efectuaba más operación bancada que comprobar sin gran detalle los intereses abonados según los extractos que me enviaban, que me resultó casi fatigosa aquella acumulación de transacciones. Pero debía apresurarme a mover lo más posible en uno o dos días, porque pronto no podría ni siquiera utilizar la tarjeta de crédito que había solicitado aquella misma mañana, a menos que quisiera dejar un reguero de señales que alguien sabría leer en mi perjuicio.

La última gestión de la mañana fue acudir a uno de los más reputados especialistas de la ciudad para que me preparara varios documentos de identidad falsos. En menos de una hora, tenía en mi bolsillo cinco posibilidades distintas de registrarme en cualquier hotel o alquilar cualquier apartamento sin necesidad de usar aquel nombre que mis padres me habían dado y que ahora era un contratiempo más. El falsificador cobró caros sus servicios, pero como él mismo dijo, para aliviarme en el trance del desembolso, un profesional audaz sólo puede utilizar herramientas de primera clase. Si bien yo no era un profesional, no podía descartar que necesitara obrar con audacia.

Por la tarde me mudé a un edificio de apartamentos en el norte de la ciudad. En la pensión había dado mi verdadero nombre y además no era un buen barrio para aparcar el coche. Aunque al día siguiente pensaba devolverlo, porque también lo había alquilado con mi nombre, tendría que reemplazarlo y no iba a conformarme con medianías. Elegí aquel edificio porque, según me informó el recepcionista, tenía garaje y estaba medio vacío. La zona también era apacible. Creo que la mayor parte del vecindario se dedicaba a la prostitución de alto nivel. Mejor así. Prefería vivir entre gente sin raíces.

Al caer la noche salí a cenar y a dar un paseo por la Castellana. Discurriendo despacio entre las terrazas, ansiosamente dispuestas y ocupadas con los primeros calores, me crucé con no menos de cinco muchachas parecidas a la joven Claudia que había conocido y un par de mujeres similares a la última Claudia y a la más grave y no obstante afín Lucrecia que acababa de conocer. Aquél era su mundo, allí habían ido mil veces, Claudia disfrutando sin escrúpulos, Lucrecia silenciosamente sublevada, pero sin poder negar que era una de ellos. Yo caminaba por allí sin detenerme, sin concebir siquiera la posibilidad de sentarme. Yo no pertenecía a aquella multitud resbaladiza ni pretendía jugar su juego de mecánicas incitaciones.

Al final del Paseo, sin embargo, atrajo mi atención una rotunda adolescente de dieciocho o diecinueve años. No fue su indumentaria, que la escondía tan poco como a otras cien que había visto antes. Tampoco fue la intrincada y reluciente musculatura de su abdomen, que me avergonzaba por el flojo abultamiento del mío: esa misma vergüenza me la habían causado otras treinta o cuarenta implacables gimnastas a lo largo del Paseo. Fue, más que otra cosa, el dulce gesto de asombro con que inopinadamente me distinguió entre los habituales de las terrazas. Desde luego que creí haberla visto antes, que en un segundo indefenso juré haberla amado incluso. Pero no podía ser nada de aquello que yo barajaba lo que a ella le hacía mirarme así, porque yo sólo podía haberla amado hacía veinte años y entonces ella no había nacido. Aquella muchacha no me había visto jamás, y era precisamente por eso, porque no sabía quién era yo ni qué hacía allí, por lo que me sonreía. Reconocí la valentía y la eterna belleza de las muchachas, como tantas otras veces en que se había encarnado ante mí. Y para mis adentros, indeciso entre el sarcasmo y la autocompasión por mi piel erizada, musité:

– Venga, dilo, viejo inútil. Mientras exista una mujer hermosa, habrá poesía.

Pensaba confusamente en Lucrecia y admití sin sofisticaciones estar desviándome de mi camino, cualquiera que éste fuese.

6 .

Un humo que dibuja en la noche tu nombre

Después de hablar con Lucrecia, además de muy buenas razones para estar asustado, tenía varias alternativas para mi búsqueda, y aunque quizá el tiempo apremiaba decidí detenerme primeramente en aquella de la que esperaba sacar menos, retrasando el momento de apurar las que parecían más prometedoras. En realidad, se trataba de una posibilidad que existía con anterioridad a nuestra conversación en el Ministerio, que incluso había pasado por mi mente en el mismo instante en que leí en el periódico que Claudia estaba muerta y comprendí que tendría que averiguar por qué. Pero buena prueba de la cuestionable utilidad que me ofrecía era que la primera mañana me hubiera entretenido en despachar otras cosas antes de hacer aquella indagación. Sin embargo, pronto habría de reconocer que también mis cálculos respecto a ella habían sido equivocados. Porque cuando al fin la hice, mi investigación, sin lograr, es cierto, un progreso material perceptible, me transportó no obstante a un mundo de extrañas y a la vez familiares realidades que me impresionaron, seguramente, mucho más de lo que habría podido hacerlo cualquier descubrimiento concreto en relación con la muerte de Claudia.