El ático estaba en una zona acomodada de la ciudad. De ésas en las que a las siete de la mañana sólo hay hombres de verde regando las calles y algunos jubilados de aspecto digno o empleadas de hogar paseando las más abominables muestras de la degeneración de ciertas razas caninas. Había decidido madrugar para que mi aproximación a la casa pasara desapercibida y también para poder entrar y salir antes de que el portero se instalara en su puesto, lo que calculé que no ocurriría antes de las nueve. La historia está llena de crímenes impecables desentrañados gracias a la curiosidad y a la formidable memoria de una persona desocupada, y es sabido que los porteros son los más terribles entre esa clase de gente, ya que llegan al extremo de convertir la desocupación en un oficio. Por fortuna, y ésta era una de las razones que me impulsaban a cumplir aquel trámite pese a su probable esterilidad, disponía de la nada despreciable facilidad de poseer las llaves de la casa, con lo que salvaba satisfactoriamente el único problema que la ausencia del portero me planteaba. Después de diez años no estaba seguro de saber manejar una ganzúa de modo apropiado.
La forma en que me había hecho con aquellas llaves merece ser relatada. Claudia y yo nos habíamos visto sólo una vez, durante mi breve estancia en Madrid antes de la emboscada en la casa de la montaña. Concertamos la cita por teléfono. Fuimos a unos grandes almacenes y simulamos curiosear en el mismo montón de pantalones vaqueros rebajados. Ella dejó una cajetilla de cigarrillos entre ellos y se marchó inmediatamente. Yo permanecí allí diez minutos más, revolviendo pantalones, y cuando estuve seguro de que nadie podía estar observándome saqué la cajetilla y me la guardé en el bolsillo. Al abrirla, encontré dentro un papel minuciosamente doblado y las llaves que aquella mañana me disponía a utilizar. En el papel estaban las últimas instrucciones de su alambicado plan para eliminar al hombre que la seguía y al final había una referencia a las llaves que decía más o menos así:
Las llaves son de mi casa en Madrid. Te las doy por si tienes alguna necesidad inesperada y urgente de verme y crees que merece la pena arriesgarse. Como ves, confío plenamente en ti. Tampoco seré muy estricta a la hora de juzgar tu necesidad de verme, si llegas a sentirla. Cualquier excusa que sea suficiente para ti lo será para mí. Y fíjate que digo cualquiera, chéri.
En su momento había ignorado cortésmente aquella imprudente invitación, pero había retenido las llaves, así como la dirección que estaba apuntada en el papel. Tampoco Claudia me había pedido que le devolviera nada, y ahora, mientras me disponía a acceder al ático donde ya no estaba ella, pensé de pronto que su frialdad en el momento de nuestra despedida podía haber sido sólo una maniobra de distracción, para acabar llegando a algo distinto que su muerte había frustrado en su mismo inicio. Desde luego, yo no habría colaborado, pero no me resultaba fácil asegurar que no habría sucedido nada.
A pesar del reciente y luctuoso suceso, los dueños del inmueble no habían considerado necesario cambiar la cerradura. Entré sin problemas en el portal y subí en el ascensor, para no tropezarme con nadie y también para cansarme menos. Ante la puerta me sentí notablemente defraudado por no encontrarla precintada, o con algún letrero prohibiendo el acceso como mínimo. De todos modos me alegré de no estar en un telefilme americano, en el que jamás se habría descuidado aquel detalle, porque poder entrar y salir sin dejar huella era bastante mejor que sembrar en la mente de la policía sospechas imprevisibles.
Nada me sorprendió en el aspecto del ático. Si había habido forcejeo, lo que era presumible, o sangre, que no parecía indispensable, ninguna huella quedaba allí. Todo estaba ordenado y limpio, aunque olía un poco a cerrado. No busqué una figura dibujada con tiza en el suelo, pero era obvio que tampoco la había. En cuanto al ático en sí, había sido comprado o alquilado amueblado o había sido decorado de una sola vez encargando la tarea a algún profesional que le había dado una apariencia de inflexible impersonalidad. Parecía una casa destinada a ser fotografiada, en la que cualquier ser humano no hacía más que perturbar el equilibrio de los muebles a la suave luz de las lámparas. Si esta impresión era acusada en el salón, la cocina y otra pequeña pieza que servía de mirador, llegaba a la hipérbole en el dormitorio, que parecía una inmensa tarta de nata adornada con innumerables filigranas de crema. El cuarto de baño anexo, en sorprendente contraste, era de una obscena agresividad, por el tamaño y las aventuradas formas de todos los sanitarios, hechos de una especie de aleación gris oscura. Si es que el individuo responsable intentaba aducir para su obra algún criterio rector distinto de su sano capricho, imaginé que aquella decoración estaba inspirada por alguna grosera teoría acerca de la dualidad del alma. En cualquier caso, y dejando de lado mi reprobación, que a nadie importaba un comino, hube de reconocer que aquél no dejaba de ser un entorno adecuado para Claudia, en el que debía de haber desahogado a gusto sus instintos. Había lujo, grandes perspectivas y un falso refinamiento que lo impregnaba todo. Como había sentenciado fríamente su hermana, Claudia era una esnob. Por un momento me sentí aliviado de una ominosa e indefinible carga, pero luego la recordé saliendo del pantano, húmeda y segura de mi fascinación, y tuve que admitir que reírme ahora de ella no era un entretenimiento digno.
Registré sin violencias, empezando por el salón. Allí, como en la cocina, no encontré más que una larga y variada serie de objetos domésticos, que sin duda venían en su mayoría con los muebles; muchos de ellos estaban sin desembalar y casi todos tenían el aspecto de no haber sido usados nunca. Había artefactos asombrosos, de cuya existencia y funciones nada había sabido en mis diez años de exilio rural, y que hice girar en mis manos como un gorila haría girar una cafetera; sin entender cuál era el revés y cuál el derecho. Me encaminé hacia el dormitorio con la esperanza de hallar algo más revelador, pero al principio mi registro resultó igualmente decepcionante. El tocador estaba repleto de frascos intactos, los armarios llenos de ropa apenas estrenada y los cajones infestados de alhajas a las que nadie había quitado siquiera la etiqueta. Por todas partes obtenía la sensación de que Claudia no había vivido allí; simplemente había preparado todo para ocuparlo, y después de reunir cuanto podía precisar y una infinidad de cosas prescindibles, no había llegado siquiera a tomar posesión. También era típico de Claudia: antes de decidirse a tener algo, cerciorarse de que podía tener tanto esto como aquello, ya fueran afines u opuestos. Y luego elegir uno cualquiera, o no elegir. Había jugado aquel mismo juego, desatento y destructor, con Pablo y conmigo. Y al final nos había elegido a ambos, es decir, a ninguno. Había muerto sola y aterrorizada, en medio de todas aquellas cosas sin dueño.
En los dos únicos bolsos que, entre otros quince envueltos en celofán, daban la impresión de haber sido utilizados, tampoco encontré gran cosa. Cogí tres o cuatro facturas de restaurantes y hoteles y un mechero de un club nocturno, pero lo hice más por rutina, por si más adelante alguna otra pista me llevaba a ellos, que con la intención de considerarlos vías autónomas de investigación. El resto, salvo una barra de labios de un raro tono ocre, que cogí como recuerdo de la tarde en que había ido a verme al balneario con los labios pintados de aquel color, no suscitó mi interés como tampoco había suscitado el de la policía, que probablemente se había llevado todo lo que merecía la pena. Al discurrir aquello, de repente recordé algo que había estado en uno de aquellos bolsos y que bajo ningún concepto me interesaba que tuviera la policía: la carta de Pablo. Imaginaba que no contendría ningún dato excesivamente explícito, pero en aquel momento carecer de certeza al respecto era más grave que cuando le había devuelto la carta a Claudia sin leerla. Entre otras cosas, en aquella misiva se hablaba de mí, con un grado de precisión acerca de mi identidad y de mi cometido que me inquietaba ignorar, si la policía la había leído dos semanas antes.