No puedo contar mucho del resto del día, pero sé que hice esfuerzos para no averiguar nada acerca de aquella hostilidad. Había otra cosa que la carta de Pablo me había traído, o me había devuelto, para ser más exactos. Mientras la leía, y a la vez que sentía y pensaba tantas otras cosas contrapuestas, volví a notar aquella conmoción que nos había sacudido en los tiempos de gloria anteriores a Claudia, cuando habíamos comprendido sin vacilaciones que entre los dos existía algo que nadie podría vulnerar. La sensación, recobrada otras veces, era menos pura que nunca, y nunca había venido tan a destiempo. Y sin embargo, la acepté, e incluso me obstiné en llenarme de ella y desde ella resistir hasta que todos los demás fantasmas que habían sido liberados enmudecieran.
Aquella noche me acosté borracho, tan solo y triste de alcohol como jamás lo había estado antes. Creo que fue entonces cuando mi corazón admitió, al fin, que Pablo se había ido y que hacía más de uno y más de diez años de su marcha. Costaba ser exacto, con el cerebro embotado de whisky, pero pensé al azar en una noche en el Retiro, frente al estanque. La noche en que había aparecido Claudia. Pero ella no había tenido la culpa. Cómo puede ser culpable quien no se da cuenta de lo que ocurre. Los culpables habíamos sido nosotros, que sí nos dábamos cuenta. Y ahora sólo quedaba yo para pagarlo.
7 .
Y sin embargo, seguí adelante, hasta descubrir que la verdad era más amarga que mis peores presentimientos, hasta comprobar palmo a palmo que allí donde éstos se detenían una imaginación enferma había tramado un modo más completo de desintegrarlo todo. No es éste el momento de aclarar mis motivos para continuar, aunque en justicia ésa debería ser la pregunta que cualquier lector posible debería estar formulándose al llegar a este punto. Por un momento había creído que regresaba por Claudia, para disuadirme en seguida en beneficio de Pablo. Ahora que también él se desvanecía, ¿qué me impedía dejar las cosas donde estaban y reincorporarme a mi empleo? En este instante en que lo escribo creo conocer la respuesta, pero entonces carecía de ella. En rigor, desistía de hacerme la pregunta; me limitaba a dar a tientas el paso siguiente, con impaciencia, abandonado a la acuciante higiene de la catástrofe que exige sobre cualquier otra cosa no parar de correr. No tendría ninguna lógica que yo insertara aquí una explicación. En aquellos días simplemente actuaba. Venía a ser como esos cerdos que soltaron en alguna que otra guerra para limpiar campos minados. Yo sólo pisaba, y quizá era necesario que ignorase el sentido de lo que hacía hasta que bajo una pisada más certera que las otras la tierra se abriera en una reveladora explosión.
Así fue como al día siguiente, después de sacarme de encima la resaca a base de agua fría y cafés, me senté al volante de mi coche alquilado y puse rumbo a un pueblo de Soria de cuyo nombre exacto resulta superfluo dejar constancia. El coche era un deportivo italiano que sustituía desde la tarde anterior al coche alemán que había alquilado el primer día. Aquel proyectil era difícil conducirlo por debajo de los doscientos kilómetros por hora, de manera que antes de que pudiera darme demasiada cuenta estaba allí. La clínica ofrecía un aspecto previsible, es decir, impoluto. Las labores de jardinería debían de ser desempeñadas por una especie de esteta desesperadamente sensible, y la concepción del edificio, o más bien de los diversos edificios que componían el complejo, aparecía meticulosamente aliviada de impurezas. Supongo que aquella delicada armonía era el primer truco del doctor Azcoitia, insigne fundador según rezaba el letrero de la entrada, para apabullar a los espíritus disolutos que acudían a humillarse ante su ciencia. Antes de entrar en la recepción, instintivamente, me eché el aliento en la palma de la mano y pude comprobar que apestaba a whisky como para derribar a un vikingo. Resignándome a lo que era factible camuflar, me volví a poner las gafas oscuras para que nadie viera mis ojos inyectados en sangre. Aquel pudor estúpido que sentía de repente era probablemente otra de las armas secretas del doctor Azcoitia.
Tras el mostrador de la recepción había una rubia oxigenada de profuso busto. Esforzándome por eludir aquel escote que parecía estar por todas partes, me dirigí a ella.
– Buenos días, señorita -tenía bien probado que emplear este tratamiento las hacía sonreír; aquella rubia tenía los dientes recién encalados, o eso parecía al verlos junto a su cara achicharrada por la lámpara-. Soy familiar de una paciente de esta clínica y me gustaría hablar con alguno de los médicos que la atendieron cuando estuvo aquí. Verá usted, señorita -y aquí fingí seriedad y reserva-, mi prima se ha marchado de su domicilio sin decir adónde, y estamos todos muy preocupados. Sabemos que aquí recibió cuidados excelentes, y queríamos que alguna de las personas que la trataron nos ayudara a averiguar qué puede haber pasado y qué podríamos hacer por ella.
– Entiendo -dijo la rubia, con voz de tener no demasiado entendimiento-. En principio cualquier dato sobre nuestros pacientes es confidencial, como podrá imaginar. Pero avisaré a alguno de los doctores para que discuta usted el asunto con él. ¿Podría decirme el nombre de su prima?
– Claudia Artola. Ingresó hace unos tres meses y medio, tal vez cuatro, no recuerdo bien.
La rubia buscó en un libro grande de tapas oscuras, señaló con el dedo un nombre que no pude ver y tomó el teléfono. Habló durante un par de minutos con alguien a quien llamaba doctor y al que trataba con exagerada reverencia, como gustan de ser tratados los pequeños hombres que eligen esa profesión para satisfacer su paranoica necesidad de mirar por encima del hombro a sus semejantes. Le relató con cierta exactitud mi mentira y recibió, adiviné, un par de instrucciones claras y concisas. Un minuto después, caminaba tras ella por un pasillo de color gris pálido, descubriendo cada cinco pasos una lámina de ese pintor de alma deshabitada que se hacía llamar Paul Klee. Decididamente, aquél era uno de los lugares más esterilizantes que había conocido nunca. No me cabía duda de que, si se lo proponían, en un par de semanas podían reducir al estado de catequista o de académico al crápula más tortuoso y al más contumaz bailarín de samba.
La puerta del despacho era también gris mate, pero sólo por fuera. Por dentro era caoba y estaba barnizada. Todo allí dentro era de color caoba y estaba barnizado, hasta casi conseguir que a uno le dolieran los ojos. Detrás de la más suntuosa mesa de despacho que jamás había visto, me esperaba en pie un hombre de poca estatura, con gafas y el pelo aplastado hacia atrás con fijador. Sin la bata blanca, también habría parecido un médico. Su mano, que estrechó la mía con esa desgana que da haber estrechado millones de manos, era suave y estaba llena de vello.
– Soy el doctor Azcoitia -esculpió poco a poco en el aire con deslumbrantes letras de bronce, consciente de su aura de fundador y seguro del estupor que me produciría ser atendido por él personalmente.
– Encantado -le informé, sin necesidad, pues él ya lo sabía-. Anselmo Artola -creí que Anselmo era lo bastante grotesco como para darle todavía más confianza en sí mismo.
Cuando la enfermera se hubo marchado, el doctor Azcoitia concentró en mí sus grandes ojos inquisitivos y dijo con expresión de astucia:
– Perdóneme si le parezco descortés, pero en mi profesión uno se acostumbra a ser quizá demasiado directo. ¿Me permitiría que le hiciera una pregunta un poco indiscreta?