– Según dicen por ahí, lo será o no dependiendo de mi respuesta -alegué al azar, para ganar tiempo.
– Entenderé que me autoriza, entonces -y después de fruncir un par de veces la nariz extendió el índice hacia mí y apostó-: ¿Whisky irlandés?
Le miré como si tuviera ante mí un mono de feria. Agradecí que las gafas oscuras ocultaran mis ojos, porque siempre he odiado aquella clase de campechanía grosera y prematura que el doctor Azcoitia exhibía. Después, pausadamente, asentí:
– Sí. Supongo que no resulta muy apropiado.
– Bueno, no se vaya a creer que soy un puritano. Como podrá observar, fumo como un carretero. Y le haré una confidencia: me gusta el alcohol como al que más. Pero para mantener este olfato debo abstenerme de beberlo. Los negocios, antes que el placer, ya sabe. La vida es un mal invento. Yo me consuelo fumando. También es una forma de entender a mis pacientes.
– Un método de trabajo interesante, sin duda.
En este punto el doctor Azcoitia volvió a clavar en mí sus ojos y rehízo su gesto astuto para preguntar:
– De modo que su prima se ha escapado, ¿no?
Yo nunca he tenido mucha perspicacia, pero siempre me sobró para ver venir a la legua a tipos tan obvios como aquél.
– No, doctor -respondí, con calma, empezando a construir un persuasivo gesto de tristeza. Incluso me quité las gafas, para que pudiera verlo mejor.
– ¿Ah, no?
– No en sentido estricto. No sé si lee usted periódicos de Madrid, o si la noticia ha llegado a los periódicos locales -dije, con mil titubeos-; el caso es que mi prima fue asesinada hace quince días.
– Dios mío. -El muy imbécil se creyó obligado a simular desconocerlo, para no tener que defender ante mí su mezquindad de haber intentado sorprenderme pero, sobre todo, para encubrir el fracaso de su rudimentaria argucia.
– Naturalmente, comprenderá usted que utilizara una manera más o menos imprecisa de describirlo, para uso de la recepcionista. No es algo que sea agradable ir contando a cualquiera.
– Lo comprendo, por supuesto, ha debido ser un golpe terrible. Sólo de pensarlo me produce espanto. Una mujer tan joven. Perdone si se trata de algo que prefiere no recordar, pero ¿cómo demonios ocurrió?
Ahora que el doctor Azcoitia se sentía a salvo, tras alejar la atención de su pequeña travesura, pretendía imponerme la rutina de su oficio. Sus frases hechas, su pesadumbre postiza, su solidaridad inútil. Probablemente le había incitado mintiéndole a la recepcionista y reservándome la verdad hasta hablar con él. El doctor Azcoitia interpretaba sin duda tal gesto como una ratificación de su licencia para hurgar en la intimidad de otros. Por un lado me interesaba que recibiera ese halago, pero quería que su desfachatez trabajase para mí, no perder el tiempo satisfaciéndole.
– Los detalles son demasiado desagradables y le agradecería que me excusara de relatárselos -contesté-. La mataron en su apartamento, por la noche. No robaron ni una sortija. Fue un loco o un canalla. La policía no tiene pistas, por ahora. La vida es así de absurda. Nos habíamos visto aquella misma tarde. Yo acababa de regresar de un largo viaje de trabajo y era la primera vez que nos encontrábamos en meses. Pasamos gran parte de nuestra infancia juntos y para mí ella era como una hermana. Quería saber cómo se encontraba, después de su enfermedad. Estaba tranquila, contenta. Y a la mañana siguiente ya no estaba.
Juzgué que llorar sería excesivo. El doctor Azcoitia ya había ido hasta el sitio al que me convenía llevarle. Ahora sólo me quedaba esperarle, sin prisa.
– No puede usted imaginarse la impresión que me produce -abundó-. De todos los pacientes que han pasado por mis manos, si alguno he de recordar por su entereza, y por lo que más ayuda a un médico de mi especialidad, por su rabia de vivir, si me permite decirlo de este modo, tendría que escoger a su prima. Hay pacientes que resisten tenazmente al tratamiento, que desde el primer día me identifican como enemigo y no dejan de combatirme. Al final siempre les venzo, porque ellos son más débiles y porque yo sé de ellos más de lo que ellos saben de mí; pero cuando salen de la clínica, siempre pienso que los veré volver. Otros se rinden dócilmente, hacen todo lo que se les dice y acatan todo lo que se les impone como si estuvieran avergonzados. A ésos sé que tampoco podré curarlos nunca, quizá menos aún que a los anteriores. Me obedecen porque reconocen en mí una fuerza protectora. Pero cuando salen de aquí y tienen que enfrentarse de nuevo a la vida su mismo instinto los echa otra vez en brazos del alcohol. Sólo unos pocos reaccionan con furia, con orgullo, empeñándose en el tratamiento por delante del médico, haciéndolo cosa suya. Mi experiencia me dice que ésos son los únicos que salen adelante, y no porque los cure yo, sino porque se curan ellos mismos. Su prima era un caso clarísimo de este tercer tipo de pacientes. Por eso cuando la recepcionista me dijo que había un familiar suyo diciendo que había desaparecido, me resultó extremadamente chocante.
Aquel pobre hombre hablaba demasiado. Escuché sin inmutarme su perorata, tramo ínfimo de la perpetua tesis doctoral que debía ser su vida, incluso cuando discutiera con su mujer el dibujo que debían llevar sus calzoncillos. Estaba pasmado de que careciera tan completamente de picardía. Por si yo no me hubiera dado cuenta antes de su ruin jugada, ahora era él mismo, después de preguntarme con sorna por la huida de Claudia, quien me reconocía que no había podido creer esa hipótesis. Tal vez su intención era otra, crear alguna complicidad conmigo, pero aun así no dejaba de ser una declaración inoportuna. En cualquier caso, respiré aliviado. No podía costarme demasiado sacar de aquel individuo cuanto quisiera. Tras su lección sobre la tipología del alcohólico, el doctor Azcoitia acometía ahora una patética reflexión destinada con toda seguridad a incrementar la confianza entre ambos. Aquella criatura parecía ignorar que hay gente peligrosa en el mundo con la que se deben mantener las distancias, y que a veces un desconocido no es quien dice ser. Se sinceraba a tumba abierta, imagino que para demostrarse a sí mismo que su posición era tan invulnerable que no necesitaba tomar precauciones.
– Pensará usted -continuó- que en el fondo mi negocio es una estafa. Sí, utilicemos la palabra más dura. A quienes no pueden ayudarse a sí mismos, no les ayudo, y quienes salen de aquí curados lo hacen por su propio esfuerzo. Yo también lo he pensado muchas veces. Creo que el único médico que da verdaderamente al enfermo recursos que éste no tiene es el cirujano. Los demás simplemente le guiamos para que emplee sus propias defensas adecuadamente. Por desgracia mis manos siempre fueron más torpes de lo que habría deseado, vedándome la práctica de la cirugía, que era mi ilusión. A fin de cuentas, todo esto que usted ve es el laborioso consuelo de una frustración juvenil. Pero me estoy extendiendo sobre cuestiones que probablemente no le interesen. Debe disculparme; tanto escuchar los problemas de otros me hace ser demasiado locuaz con los míos en momentos indebidos. Naturalmente, estoy a su disposición para cualquier cosa en la que pueda ayudarle, así que, usted dirá.
Enternecido por su alarde de modestia, pero sin concederle cuartel ahora que estaba en mis manos, acepté su ofrecimiento.
– Verá, doctor, en realidad estamos todos muy confusos. La policía no sabe cuál pudo ser la motivación del crimen, si es que hubo alguna. Mi prima hacía una vida muy independiente, y ahora que se ha ido tenemos la sensación de que no sabíamos lo suficiente de ella. Mi prima Lucrecia, a la que usted conocerá, se ocupó de ella durante el último año. A mí el trabajo me impidió ayudarla; paso largas temporadas fuera del país y hube de seguir desde lejos lo que ocurría. Ahora he hablado mucho con Lucrecia, y aunque ella estuvo más cerca de Claudia, tiene la misma sensación que yo. Hay en la vida de su hermana demasiadas zonas de sombra, demasiadas cosas que ignoramos. Naturalmente no pretendemos interferir la investigación policial, pero tenemos un interés, mejor dicho, una necesidad personal de averiguar cuanto podamos de todo lo que ahora no conocemos. De paso, si podemos obtener algún dato útil para la policía, tanto mejor. Ya sabe que en cuanto pasan uno o dos meses las pesquisas de la policía pierden impulso y son los familiares de las víctimas quienes tienen que ocuparse de reavivarlas.