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– Desde luego, entiendo sus sentimientos -dijo el doctor, con energía- y estoy dispuesto a informar tanto a usted como a la policía de cualquier aspecto que puedan creer relevante. No soy de esos autómatas que olvidando la finalidad del secreto profesional, lo aplican a rajatabla, aun contra esa misma finalidad. De modo que le ruego que se sienta libre para preguntar lo que desee.

– Le agradezco mucho su cooperación. En fin, comprenderá que es difícil para mí hacerle preguntas concretas, porque caminamos a ciegas y no tenemos más que dudas. Lucrecia me ha contado que durante el tratamiento, más o menos hacia la mitad de su estancia aquí, observó un brusco cambio en la actitud de Claudia, coincidiendo con el inicio de su recuperación. En nuestras conversaciones hemos contemplado a veces la posibilidad de que en la clínica le ocurriera algo que no sabemos, algo extraño que mantuvo en secreto y que pudo influir en su comportamiento desde, entonces. Usted estuvo siguiéndola día a día. ¿Tuvo conocimiento de algo anormal, algún hecho externo, alguna reacción de Claudia? Perdone que no sea más específico.

El doctor Azcoitia puso cara de estar habituado a bregar con asuntos defectuosamente planteados. Reordenó ostensiblemente en su cerebro los amorfos materiales que yo le había suministrado y arrancó a hablar con afanosa exactitud y absoluto rigor profesionaclass="underline"

– Verá usted, Anselmo, la cura de un alcohólico con un alto grado de intoxicación, como era el caso de su prima, es un proceso extremadamente irregular. Los primeros días, las primeras semanas incluso, todo resulta caótico. El paciente cree a veces progresar más deprisa de lo que realmente progresa, y las recaídas son terribles. Tenga usted en cuenta que aquí privamos bruscamente al organismo de un combustible que se ha habituado patológicamente a quemar en grandes cantidades, si se me permite este rudo modo de decirlo, y que todas las crisis deben ser afrontadas sin su auxilio. Una vez que el cuerpo, ayudado por la medicación, va superando esta primera fase, y a medida que el paciente nota que empieza a soportar mejor la falta de alcohol, se produce una súbita euforia, que al operar sobre un enfermo que ya ha salido de la etapa de mayor debilidad se traduce en una aceleración de su restablecimiento. En este sentido, el caso de su prima no tiene nada de excepcional. Por lo que se refiere a mi trato con ella, hablamos largamente acerca de muchas cosas, pero nunca me abrió su corazón. Tampoco yo insistí para conseguirlo. Pese a mi oficio y a lo que la gente opina de él, no soy un entrometido, y cuando observo que alguien tiene fuerza suficiente para salir del pozo llevando a cuestas sus secretos no me empeño en desenterrarlos. Claudia me habló poco o nada de su familia. Sólo me habló de su hermana, a la que yo ya conocía, y de su padre. Siempre referencias casuales, muy fragmentarias. De su vida, de lo que la había llevado a beber, me dijo aún menos, prácticamente nada. En esas circunstancias, yo seguía su evolución desde el exterior, sin saber qué pasaba por su cabeza. Le vuelvo a decir: no era necesario que lo supiese. Desde lo que puedo relatarle, esto es, desde esa perspectiva exterior, Claudia soportaba sin quejarse los malos momentos y no se entusiasmaba en los buenos; una vez que la cura empezó a progresar se animó mucho, desde luego, pero le repito que no creo que eso sea nada inusual. Es lo que ocurre siempre, aunque en su prima tuviera las peculiaridades propias de su carácter. No estaba simplemente animada. Era como si tuviera ganas de probar esas fuerzas que sentía estar recobrando. Luchó bastante con las enfermeras, por ejemplo, pero tampoco de eso es el único caso que recordamos aquí, como puede imaginar. Me temo que no puedo decirle más, y no sé si respondo a su pregunta.

Era el momento de tender, al fin, la red al doctor Azcoitia:

– Tampoco yo sé qué contestarle. Ni estoy seguro de cómo podría precisarle más nuestra inquietud. Habíamos pensado que quizá Claudia hubiera recibido alguna carta, alguna visita, alguna llamada. O que hubiera sufrido algún tipo de incidente, algo de lo que ni ella ni ustedes nos hubieran informado en su momento y que hubiera podido afectarla de un modo especial.

– Respecto a eso puedo ser absolutamente preciso. Claudia no sufrió aquí ningún incidente digno de ser mencionado. Y en cuanto a las visitas, sólo vinieron a verla dos personas. Su hermana y un religioso que dijo ser amigo de la familia y al que ella consintió en ver. Ya estaba en franca mejoría y juzgué conveniente autorizar la visita. Era un hombre impedido que dijo llamarse padre algo, un nombre corriente.

– Padre Francisco -completé; el nombre saltó de mi memoria como la cuerda de una ballesta, una cuerda que alguien había tensado inadvertidamente y que ahora me servía para recoger del doctor Azcoitia, sin que se diera cuenta, todo lo que podía proporcionarme y yo necesitaba de él.

– Eso es, Francisco -repitió, con la alegría de colmar la casilla en blanco de un aficionado a los crucigramas.

– Efectivamente es un amigo de la familia; Lucrecia me contó su entrevista con Claudia. En realidad, fue la propia Lucrecia quien le pidió que viniera -inventé rápidamente. En circunstancias normales mi patraña, aprecié según terminaba de soltarla, habría sido muy objetable, pero para el doctor Azcoitia era más que satisfactoria.

– Pues aparte de eso, no hubo nada. Ni cartas ni más llamadas telefónicas que las de la señorita Lucrecia. Me parece que por ahí tampoco sacamos nada en limpio.

Después de aquello aún hube de mantener un tedioso diálogo de cerca de veinte minutos con el doctor Azcoitia, preguntándole cosas sin importancia y aumentando su convicción de estar siendo caritativo con el afligido. Nada justifica que reproduzca aquí aquella cortina de humo ni las demás sandeces que en tono invariablemente profesoral hube de escuchar. Cuando nos despedíamos, después de haber improvisado yo las fórmulas de gratitud menos inverosímiles que me vinieron a la mente, el doctor Azcoitia me reiteró solemnemente su disponibilidad:

– Sepa que éste ha sido un día muy amargo para mí. Llegué a apreciar mucho a su prima. No dude en reclamar mi ayuda, para lo que sea. Iré ante un tribunal, si es necesario; si mi testimonio puede contribuir a dejar patente la calidad humana de la difunta y hacer que paguen los culpables, cuente conmigo. El mundo está lleno de idiotas que no entienden la vida, señor Artola. Hay quien cree que se debe tener compasión a esa gente, pero yo no soy de esa opinión. Quien no comprende que la belleza debe ser amada, y jamás destruida, no merece vivir. Buenos días y buena suerte.

Abandoné su despacho y casi corrí hasta estar otra vez sentado en el coche. Mientras arrancaba, dos intensas sensaciones accesorias distraían mi cerebro. La primera, una vehemente intranquilidad por los seres indefensos que sus desaprensivos familiares ponían en manos del doctor Azcoitia. La segunda, una irreprimible admiración por Claudia. La ingresaban casi arrastrándose en una clínica como aquélla y ella vencía todos los obstáculos, se curaba y se largaba dejando, de propina, enamorado al director.

Pero ahora tenía otros asuntos, demasiado serios para entretenerme mucho tiempo en aquellas fruslerías. Al llegar al cruce con la carretera general me detuve. Saqué el mapa que había en la guantera y calculé la distancia desde la clínica al que, inevitablemente, era mi próximo destino. Con aquel coche, no más de una hora y media. Podía llegar bastante antes de la hora de comer. Repasé un par de veces la ruta y me puse en movimiento. Atravesé, a lo largo de kilómetros de carreteras desiertas, casi todas las modalidades del paisaje mesetario. La llanura vestida de cereal amarillento, el monte cubierto de pinos, las viñas, los olivares, los eriales abandonados a las reses. Mientras la sofisticada suspensión del vehículo me exoneraba de preocuparme de las inclemencias de la carretera, dejé que mis pensamientos flotaran libremente sobre aquellos dispares y sin embargo sucesivos horizontes de junio.