No había oído nunca el nombre de Emilio Jáuregui. O bien era un recién llegado al negocio, es decir, alguien que se había incorporado en los últimos diez años, o bien se dedicaba al negocio a una escala que estaba por encima de lo que yo había conocido, o bien estaba fuera del negocio. Cualquiera de las tres explicaciones era verosímil, y de la que consiguiera elegir aquella mañana, si por alguna podía inclinarme tras hablar con él, dependía en buena medida la táctica que debía emplear en un hipotético futuro. La casa, como anunciaba antes de verla el nombre del barrio residencial en que la ubicaban las señas que me había dado el padre Francisco, era muy confortable. Disponía a todas luces de esas instalaciones mínimas que permiten llevar una existencia no inquietada por las múltiples agresiones del mundo moderno. La primera idea al respecto la adquiría uno en la verja de entrada, a unos cien metros de la casa propiamente dicha, junto a la que había una garita del tamaño de mi apartamento desde la que un sujeto con gafas oscuras y uniforme neonazi, es decir, un vigilante jurado al uso, inquirió mi identidad y mis propósitos antes de salir de su refugio blindado. Le grité desde el coche:
– Mi nombre es Julio Valbuena. Traigo un mensaje para el señor Jáuregui de parte de don Pablo Echevarría.
El vigilante procedió a una consulta telefónica que resultó algo complicada, ya que se prolongó durante diez minutos y pareció ser realizada con diferentes interlocutores. Eso me hizo meditar mientras tanto si habría sido una buena idea darle uno de mis nombres falsos. Quizá había rizado el rizo. Finalmente, el vigilante reunió las garantías necesarias; colgó el aparato y osó salir de la garita. Mientras me abría la verja, oprimiendo un pulsador eléctrico, me saludó afablemente:
– Buenos días, señor Valbuena. Ha habido algunos problemas para confirmar su nombre. Disculpe por la espera.
Traspasé el umbral despacio, con la mirada imantada por el inmenso 38 que desde la cadera del vigilante erguía su culata hasta casi la axila de su portador.
– Por aquí, señor Valbuena, tenga la bondad -me indicó, dirigiéndome hacia un pequeño aparcamiento situado cerca de la entrada-. Si es tan amable deje ahí su coche. El señor Olarte vendrá personalmente para llevarle a la casa.
Debí de hacer algún gesto extraño, porque el vigilante se apresuró a decir:
– No se preocupe, el coche está seguro aquí. Cerca de la casa no hay espacio para aparcar.
De que el coche estaba seguro allí, si él mismo no decidía volármelo con su revólver para ejercitar su puntería, no me cabía ninguna duda. Que no hubiera sitio para aparcar junto a la casa ya me parecía más extraño. En cualquier caso, obedecí. Después de estacionar mi vehículo me encaminé hacia la garita, a diez o doce metros del aparcamiento. El vigilante me esperaba allí, con su alarmante sonrisa. Le faltaba uno de los colmillos superiores. Algún intercambio de impresiones con un visitante lento de comprensión y rápido de puños, deduje sin brillantez. Cerca de la garita, tras él, y ocultos por la valla para cualquiera que mirara desde fuera, dormitaban dos mastines que cada mañana desayunaban diez o doce tipos como yo, migados en la leche. Estaban atados, pero era notorio que permanecían quietos sólo por lástima de romper la cadena, de lo que parecían perfectamente capaces si se lo proponían.
El vigilante aseguró un último detalle:
– Perdone, señor Valbuena. ¿Lleva usted armas?
– Ah, sí, una Astra pequeña, del nueve corto -más que pequeña me parecía minúscula, al imaginarla empuñada por aquellas manazas en las que reparé entonces y para las que inferí que la culata del 38 había sido diseñada a medida-. ¿Debo entregársela?
– No, por favor, no es necesario. Sólo se lo pregunto para que tenga en cuenta que hay un detector de metales a la entrada. Deberá dejarla en el vestíbulo para evitar que se dispare la alarma.
– Ah, comprendo -pero la verdad es que no veía qué diferencia había entre desarmarme ahora o desarmarme en la casa. Quizá fuera porque nunca estuve en un colegio de jesuítas.
El señor Olarte resultó ser un individuo atildado, de tez muy morena, amplia nariz y ojos tristes, que acudió a la vega conduciendo un pequeñísimo y reluciente jeep. Descendió de un brinco y me tendió su fina mano oscura.
– Buenos días, señor Valbuena. Ernesto Olarte. Lamento haberle hecho esperar.
– No importa. Soy yo el que debe excusarse por venir a una hora tan intempestiva.
– No se preocupe por eso. Aquí todos madrugamos bastante. Suba al coche, por favor.
Me instalé en el asiento del copiloto y Olarte arrancó suavemente. Mientras conducía, a paso de tortuga, hablamos un poco del tiempo y en seguida se acercó al grano del asunto. Daba la sensación de ser un hombre ocupado, de los que miran de frente, golpean deprisa y no valoran el ballet.
– Y bien, señor Valbuena…
– Julio, por favor -aunque no era desde luego el momento para reparar en tales cosas, lo que acababa de decir me sonó tan ridículo que tuve que esforzarme para no reír. Verdaderamente, aquel nombre que me había fabricado el falsificador era una combinación insostenible.
– De acuerdo, Julio, si lo prefiere. -Olarte carraspeó y forzó una risita que me estremeció hasta el tuétano de los huesos-. Verá, el señor Jáuregui está en estos momentos ocupado con otras cuestiones que no puede abandonar inmediatamente. Yo soy su secretario personal, de modo que le agradecería si pudiera ir anticipándome el contenido del mensaje del señor Echevarría.
Le miré un poco como quien mira una mierda, para desconcertarle. Después, tragando saliva y aduciendo ante mi propia conciencia atónita que ya que había hecho una locura no era cosa de vacilar en momentos secundarios, contesté con soltura:
– Mire, Olarte. El solo hecho de que usted me esté sonriendo ahora mismo, cuando no tiene ni puta idea de quién puede ser Julio Valbuena, y me sorprenderá si la tiene, porque yo al menos no sé quién es, debería sobrarle para percatarse de que el mensaje que traigo no es asunto de subalternos. Si es el señor Jáuregui el que le ha encargado que vaya sacándomelo, es él entonces quien me decepciona. Por no saber hasta dónde pueden llegar sus empleados ni en qué cosas puede o debe ahorrar su tiempo.
Olarte me contempló con singular dulzura, pero desde entonces su obsequiosidad menguó y los silencios se volvieron algo tensos. Hablamos otra vez del tiempo y de las plantas en aquella época del año, como si su intento de sacar otra conversación hubiera sido una salida de tono. Llegamos a la casa. Dejamos mi pistola en el vestíbulo y caminamos por largos pasillos con distintas intensidades de luz, unos muy luminosos y otros en semipenumbra, hasta una escalera que nos condujo a otro pasillo que a su vez desembocaba en un amplio gabinete. Allí me ofreció asiento y café y después de que yo aceptara lo primero y rechazara lo segundo me rogó que aguardase y prometió sin afán que intentaría que el señor Jáuregui me atendiera lo antes posible. Yo le agradecí su gentileza y él salió por una puerta lateral. Conté hasta diez. Al no recibir en ese lapso el balazo cuya espera se traducía en cierto desasosiego o escalofrío en mi nuca, comprendí que mi ejecución había sido aplazada y que aquella mañana me enteraría de algo. Después de todo, mi temeridad con Olarte había sido un lujo a mi alcance, aunque intuía de un modo vago que el odio que tan despreocupadamente había engendrado en aquel personaje era un sentimiento con cuyas consecuencias iba a tener ocasión de medirme en un porvenir no muy distante.