Aguardé quince minutos, justos. Cumplido ese plazo, sin duda calculado, Olarte volvió a salir por la misma puerta por la que había desaparecido antes.
– El señor Jáuregui le recibirá ahora mismo -anunció-. Si tiene la bondad de seguirme.
Mientras cruzábamos la antesala de lo que, al fin, parecía ser el sacro despacho del señor Jáuregui, Olarte creyó oportuno instruirme brevemente acerca del comportamiento que se esperaba de mí.
– Le sugiero que reflexione cuanto vaya a decir. El señor Jáuregui tiene mucho trabajo e intereses mucho más importantes que cualquiera de los relacionados con el señor Echevarría. Quizá usted no esté debidamente informado, pero él puede no comprenderlo.
– Ese será su problema, Olarte. Yo no tengo otros intereses, ni tampoco nada más que hacer. No se apure por mí.
Conteniéndose con dificultad, Olarte abrió la puerta. Entré con decisión, casi brincando. Era esa especie de alegría o euforia con que se reacciona a veces en situaciones de extremo pánico. Si su nombre me había sonado nuevo, tampoco me dijo mucho la cara de Emilio Jáuregui. Algo en ella me recordaba a alguien, pero tan borrosamente que lo achaqué a una reminiscencia casual sin la menor trascendencia. Era un hombre de unos cincuenta años, obeso y calvo, de cálidos ojos y sonrisa seductora. Sus cabellos, es decir, los que le quedaban, eran de un hermoso color ceniza. Le tendí mi mano antes de que él moviera la suya. Apretó un poco al estrechármela, pero sin duda por algún error de cálculo de sus grandes y robustos dedos, y no porque saludar a nadie en general o a mí en particular le produjera el menor entusiasmo.
– Buenos días, señor Valbuena -dijo, con afinada voz de barítono-. Me alegro de verle.
Pensé que no era cosa de arredrarme, y también con Jáuregui resolví eliminar desde el principio cualquier malentendido.
– El señor Valbuena no existe -repuse-. Disculpe la travesura, pero tengo alergia a los hombres de uniforme que se ponen detrás de las verjas y no me siento cómodo abriéndoles mi corazón. Veo que el nombre supuesto no ha sido un problema para entendernos, pero para que no quede ninguna duda mi nombre es Galba, Juan Galba. Encantado.
Jáuregui carraspeó con más firmeza que la que había usado antes Olarte. Tal vez para advertirme de que era más propenso a la impaciencia.
– Muy bien, señor Galba, esas pequeñas cosas no tienen mayor relevancia entre nosotros. Somos hombres de negocios y debemos estar preparados para comprender los actos ajenos, por extravagantes que resulten. Siéntese, por favor.
Tomé asiento y miré a mi alrededor. Pude identificar varios prerrafaelitas auténticos. Naturalmente mi olfato podía fallar, y más a aquélla distancia, pero dos hechos quedaban acreditados con razonable seguridad. Primero, que Jáuregui estaba en el negocio. Segundo, que era un hortera.
– Jáuregui -le dije, por no perder el impulso-, si no necesita a Olarte para que tome notas o alguna otra tarea mecánica, como yo tampoco le necesito sería tal vez conveniente que abandonara la habitación. Me permitiría expresarme con más espontaneidad.
Jáuregui dejó que sus ojos se perdieran en algún vacío que se extendía detrás del pulcro montoncito de folios que había sobre su mesa impoluta. Después tuvo la rara debilidad de pensar en voz alta:
– No parece que le coarte mucho, pero nada me cuesta complacerle.
Olarte miró a su amo, esperando la orden:
– Ernesto -murmuró Jáuregui-, haz el favor de salir. Dentro de media hora, ni un minuto más ni un minuto menos, entras otra vez. Es todo el tiempo que puedo dedicarle a este hombre. Si para entonces no ha acertado a hacer otra cosa que insultarme en mi propia casa, te pediré que se lo eches a los perros. En caso contrario le acompañarás a la salida, harás que le devuelvan su arma y le recordarás que no volverá a ser recibido en este despacho. Apúntalo para no perder tiempo luego. Gracias.
Olarte obedeció silenciosamente. Yo pensé en los mastines y en el júbilo de Olarte, como quien juega, porque también ése es a veces el rostro del miedo. Para darle a Jáuregui otra impresión, me apresuré a puntualizar:
– Tendrá que comprar comida para sus perros, Jáuregui. Llevo casi una hora dentro de su propiedad y hasta ahora no me ha dejado hacer otra cosa que apartar de en medio a sus empleados. Ahora que estamos solos prometo no defraudarle, y hasta procuraré ser más cortés. Perdone si mis modos son a veces bruscos. No estoy seguro de que siendo amable alguna gente me vaya a querer más.
– Quizá debiera intentarlo, para salir de dudas. Ya estoy esperando su mensaje, Galba. Tengo mucha curiosidad por saber que dice Pablo Echevarría un año después de su muerte.
– No me meta prisa. A fin de cuentas he venido antes de lo que nadie podía prever.
– ¿Qué quiere decir con eso?
– No sé, tal vez me dejo arrastrar por mi propia sensación. Ha sido usted muy fácil de encontrar. Apenas llevo tres días en Madrid.
Yo hablaba al azar, pero Jáuregui quedó un momento pensativo. Tras escrutarme meticulosamente, dibujó con sus finos labios una sonrisa de pretendida inteligencia.
– ¿Y qué es lo que ha encontrado en mí, Galba?
– Hasta aquí ha demostrado ser muy comprensivo, empezando por mi nombre supuesto. Comprenderá también que a esa pregunta no puedo responder en dos patadas.
– Tómese su tiempo, pero ya sólo le quedan veintiocho minutos.
– Creí que había dado instrucciones a Olarte para no tener que cansarse mirando usted mismo la hora. Habría sido un signo de elegancia que su precioso cronómetro estuviese parado y sólo le sirviera de adorno, pero reconozco que a menudo la realidad no alcanza la cota habitual de mis fantasías, así que no se sienta frustrado.
Jáuregui ya no dijo nada. Unió las puntas de sus dedos ante su rostro y me observó, inmóvil. Al fin un gesto de categoría. No podía seguir agitando la muleta ante sus cuernos, así que decidí atacar la cuestión.
– Como le dije al SS de la puerta, y esto es verdad, traigo un mensaje de Pablo Echevarría. Para compensar las dilaciones sufridas hasta aquí seré sincero y lo más directo posible. No tengo la menor idea de quién es usted, señor Jáuregui, ni me preocupa quién sea. Deshágase de sus esquemas mentales para hablar conmigo. Ponga que he vivido diez años con una tribu de bosquimanos o que he sido carmelita descalzo. No voy a echarme llorando a sus pies pidiéndole perdón porque alrededor de su casa haya más césped del que podría pisar en toda su vida aunque le dedicara diez horas diarias. No me juego en esto más que el pellejo y sólo cada hombre sabe lo que vale su pellejo. No intente tasar el mío porque puede equivocarse, señor Jáuregui.
– Estoy francamente trastornado por su personalidad. Siga.
– Verá, Jáuregui. Yo era amigo de Pablo Echevarría antes de que usted pusiera por primera vez el culo en esa silla.
– Eso no es difícil. Esta casa es nueva.
– Antes de que usted pusiera el culo en algo blando, entonces, si eso le vale. Hice negocios con él, pero antes de eso hice otras muchas cosas infinitamente más importantes. Hace tiempo que abandoné los negocios, de modo que, contra lo que usted sugirió antes, en este despacho ahora mismo no hay más que un hombre de negocios, porque yo no lo soy ni se me da un higo serlo. Pero nunca he abandonado del todo las otras cosas en que Pablo y yo nos ocupamos antes de los negocios. Una de esas cosas era una mujer. A veces uno le cuenta verdades íntimas a un ser insignificante, como un escarabajo o un canario. Esto que le cuento ahora viene a ser algo parecido; se lo digo para que no malinterprete su posición. Los dos quisimos a aquella mujer, y ella terminó siendo para él y yo aceptándolo. Antes de morir, a manos de no sé quiénes porque aquél fue un asunto del que me puso al margen y porque tampoco servía de nada averiguarlo, Pablo me encargó que cuidara de su esposa. Como usted sabe, hice un pésimo trabajo.