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– Será un placer. Pero no he comprado vino ni flores.

– Ya descubrí que no eres un caballero. Dame la chaqueta y siéntate por ahí mientras saco de algún modo de mis platos para uno raciones para dos.

– Si necesitas alguna ayuda, he vivido solo, es decir, puedo freír huevos sin incendiar el aceite.

– Jamás te dejaría tocar mi comida.

Veinte minutos después apareció con una bandeja que puso sobre la mesita ante mí. Dispuestos en ordenados montones había diversos alimentos de fácil digestión. Verdura, arroz, carne sin grasa. También había una pera y un yogur. Mientras yo admiraba la pulcra organización de mi comida y lamentaba su escasa suculencia, ella volvió a la cocina y trajo su propia bandeja, en todo gemela a la mía, salvo por dos pequeños detalles: una gragea de repulsivo color verdoso que parecía hecha de alfalfa apelmazada y una cápsula rosa.

– Disculpa que te obligue a comer en bandeja. Sólo utilizo mesa y mantel para las grandes ocasiones. Tampoco te lo avisé antes: si quieres comer callos o alubias o chuletas de cordero tendrás que buscarte ese bar.

– Puedo arreglarme con esto, si me garantizas que al menos tienes café.

– Desde luego. No soy una fanática. Es una simple cuestión de paladar.

Empezamos a comer. Era extraño estar allí, sentado junto a aquel perfil idéntico al de Claudia, masticando champiñones insípidos. Pero aquel día había agotado mi capacidad de sorpresa. No sabía a qué había ido a ver a Lucrecia, y ella tampoco lo sabía. Sin embargo, ninguno trató de señalar la incongruencia del instante. Mientras yo la miraba sin disimular, ella atacaba sus platos con la misma mesurada minuciosidad con que los había preparado. Aquél parecía su principal interés, como si mi presencia no fuera una anomalía destacable. Sólo fue de pasada, por sacar conversación, que preguntó:

– ¿Cómo va la venganza? ¿Has desenmascarado a los villanos o seguimos en peligro?

Traté de leer en sus ojos la respuesta que imaginaba. Pero sus ojos esperaban adormilados, insensibles.

– Estoy más cerca de ellos, o sea, corremos más peligro que antes -improvisé.

– Magnífico. ¿Me traes algún consejo?

– No abras a nadie de noche y no aceptes caramelos de desconocidos.

– Comprendo.

Intentaba vencer la indolencia que me invitaba a no hacer otra cosa que quedarme sentado junto a aquella mujer y dejar pasar el tiempo. Pero aunque nada de lo que se me ocurriera podría convencer a nadie, empezando por mí, de la pertinencia de aquella visita, tenía la obligación de buscar, por lo menos para usarlo frente a ella, un móvil que no resultara demasiado inconsistente. Tanteando, expliqué:

– En realidad he venido a verte para asegurarme de que sigues bien, de que nadie te ha molestado en estos dos días.

– Muy amable de tu parte. Ayer me echó una bronca el Director General, pero no sé si merece que le mates. Creo que el pobre no sabía lo que hacía, como de costumbre.

– También quería cerciorarme de que la policía no ha vuelto a visitarte.

– Creo que no.

– ¿Crees?

– Desde nuestra conversación del otro día tengo la sensación de que todo el mundo me sigue. Quizá alguien me siga de verdad y sea policía. Si yo fuera tú no me preocuparía, en cualquier caso.

Yo había terminado prácticamente aquel frugal almuerzo, pero ella aún tardó diez minutos más. Mientras la veía comer me aleccionó acerca de las bondades de determinadas salsas y compuso una prolija lista de los lugares donde podía comprarse la mejor fruta. Al fin llegó el momento de la gragea verde alfalfa y de la cápsula rosa, que engulló disciplinadamente con un sorbo de agua.

– No estoy enferma -aclaró-. Tomo fibra y vitaminas. ¿Cómo quieres el café?

– Con leche y tres cucharadas de azúcar.

– Leche y azúcar. No eres tan duro.

– ¿Quién ha dicho que lo fuese?

Salió y no regresó hasta que el café estuvo hecho. Lo trajo en unas tazas blancas con ribete gris, sobre una bandeja roja con dos pequeñas servilletas de papel también rojas dobladas en forma de triángulo. Sin ningún motivo que yo pudiera determinar fácilmente, se había soltado el pelo. Puso la bandeja sobre la mesa, cogió su taza y se sentó al otro extremo del tresillo, muy reclinada hacia atrás. Me observaba de un modo intranquilizador.

– ¿Y eso es todo lo que te traía a mi casa? -interrogó, ablandada y provocativa.

Temerosamente empecé a percibir no sólo que no eran aquellas banales consultas que le había hecho el motivo de mi visita, lo que en ningún momento había sostenido seriamente, sino también que, más allá de lo que me había atrevido a sospechar, la malvada suposición que parecía alentar su pregunta podía no estar descaminada. Cualquier otro habría celebrado descubrir a la vez un deseo inconfesado y ciertas esperanzas de satisfacerlo. Cualquier otro que hubiera estado en condiciones de aceptar sin aprensión determinados actos de competición y desnudez. Pero yo debía recriminarme ferozmente la inconsecuencia de soñarle o pedirle a aquella mujer ceremonias en las que sólo podía comparecer entorpecido por los emblemas de mi extrañamiento. Por decencia o por evitar el oprobio, tenía que empujarla a desistir:

– Vine por eso y por tomar este café. Por estar un rato en la casa de alguien. Un apartamento alquilado no es la casa de nadie, sino una incitación al suicidio o a la lujuria rutinaria. Y yo ya estoy viejo para esos dos pasatiempos.

– ¿Debo creerte o es que de pronto me ves demasiado flaca?

Hay algo que siempre me ha ayudado frente a las mujeres. Durante mis primeros veinte años de vida me rechazaron con una contundencia tan constante que me hice a calcular que sólo me buscarían en el caso de que les apeteciera humillarme. Así que nunca he podido asistir a las insinuaciones de una mujer sin una profunda sensación de irrealidad, lo que equivale a decir sin olerme una trampa.

– No acostumbro a consolarme con la hermana -repliqué, sin medir la crueldad-. Y aunque lo hiciera, no es el momento de esconderme bajo unas faldas. Es cuestión de tenerte respeto a ti y de conservar el poco que me queda por mí mismo.

Lucrecia encajó impasible mi brusca denegación. Como si lo que yo dijera fuera apenas un ruido lejano que no interfería sus pensamientos.

– Ahora yo podría quitarme esta ropa y complicarte ese ascetismo que te empeñas en gastarte -se burló-. He conocido hombres sin ataduras y hombres encadenados. A otra mujer, a un dogma moral o a un terror de adolescente. Nunca me he divertido con un sinvergüenza. Ignoran el misterio, es decir, el remordimiento. Pero tú acarreas tanta culpa que el placer sería infinito. No voy a acorralarte. Sabes donde vivo y yo no mendigo a nadie. Te esperaré aquí, Juan, y acabarás viniendo. Debajo de toda esa prudencia hay un ansia desesperada de estrellarse contra algo.

– Sin entrar a cuestionar tu meteórico psicoanálisis, ¿qué ganas tú con enredarme? Dudo que escaseen los hombres dispuestos a beneficiarse de tus encantos y de la seguridad de tu sueldo.

– Nunca le preguntes a una mujer sus razones. Lo mejor que puede hacer es mentirte.

– Miente, entonces. No soy un purista. Sólo es para tener algo con lo que entretenerme mientras espero a caer en tus brazos.

– Quiero verte perdido, sin inventar aspavientos como si yo fuera estúpida.

– ¿Es una razón o una mentira?

– Es una advertencia, por no abusar.

– Confidencia por confidencia, si es que aguardas a que esté agotado, tengo algo mejor que mis fuerzas para defenderme de ti.

– ¿Un revólver?

– No. Mis limitaciones. Nunca he usado revólver. Y ahora tendrás que perdonarme. Se me hace tarde.

– Puedes irte cuando gustes. No he echado la llave para esconderla en mi escote.

Me levanté y cogí la chaqueta, que estaba colgada en una silla junto a la puerta de la cocina. Lucrecia seguía mis movimientos con insolencia. Traté de ser deportivo: