– Te agradezco que no te hayas quitado la ropa. Me incomoda no poder complacer a la gente.
– La próxima vez trae flores. Esparciremos los pétalos por la cama.
– El impudor es un signo de impotencia.
– La impotencia es problema de hombres.
– Y de mujeres. Cúidate, Lucrecia. Si pasa algo podrás localizarme en estas señas y este teléfono. Si me das el tuyo podré avisarte en seguida en caso de que cambie de refugio.
– Hay una tarjeta mía en tu chaqueta. Llámame cuando empieces a soñar conmigo.
– No es por comparar, pero Claudia se hacía desear más. Casi demasiado.
– Claudia era una niña y prefería el juego a la realidad. Yo no he jugado en mi vida.
– Puedo creerlo. Adiós, Lucrecia.
Ya en la escalera, respiré aliviado. Rehusé el ascensor para ejercitar un poco las piernas. Bajé corriendo, como si huyera de un animal ponzoñoso. En mi mente estaba fija la imagen de la pálida frente de Lucrecia, sus cejas finas, sus ojos verdes, el comienzo de su nariz afilada y recta. La imagen no llegaba más abajo. Ni el final de la nariz, ni las mejillas, ni la boca. Vanamente me pregunté por qué había asumido la responsabilidad de velar por ella, aunque fuera limitándome a la mecánica escasa de darle mi dirección y mi número. Podía amar a Claudia, que estaba muerta, o a la hija de Jáuregui, que era un fantasma intocable. Pero ante el cuerpo blanco y conciso de Lucrecia, que cualquier día podía latir entre mis dedos, sólo me era lícito sentir espanto. Nada estaba más lejos de mi misión que caer en las sábanas de una mujer, pero por primera vez en varios años, al razonar mi renuncia reconocí, casi intolerable, una olvidada y ominosa forma del dolor.
9 .
Para alivio de quien la sufre, en cualquier experiencia desfavorable siempre acaba llegando un momento en el que todo empieza a suceder al margen de uno. O por expresarlo de otro modo: a partir de determinado punto, casi no hay que inventar y apenas hay que decidir. Los acontecimientos se gobiernan a sí mismos y uno no ha de preocuparse más que de entender cuanto sea posible y experimentar el mínimo de daños. Lo poco que me quedaba por aportar a aquella peripecia en que estaba inmerso, antes de precipitarme a la vorágine de dos días de alienación, lo hice esa misma tarde, después de visitar a Lucrecia. Y fue algo minúsculo, por no decir irrelevante o inútil. Fui a mi apartamento a cambiarme de ropa y luego emprendí una expedición en metro. En el mismo barrio y en la misma calle donde había conseguido las tarjetas que acreditaban mis varias identidades, ajeno como el falsificador a los diez años transcurridos, encontré al proveedor adecuado para satisfacer una necesidad que tras mi entrevista con Jáuregui había razones para juzgar perentoria. Aunque no era una munición corriente, conseguí a un módico precio cinco cajas, es decir, ciento veinticinco cartuchos. Con eso y los dos cargadores que tenía había para sostener una guerra, si hacía falta. Regresé al apartamento cuando ya atardecía. Fue mi último movimiento como hombre relativamente libre. En los dos días siguientes, nada de lo que hice pudo ser sopesado. Me limité a irme apartando, sin saber hacia dónde, y a cubrirme, sin saber con qué.
Me fijé en el coche por casualidad. Habían aparcado inteligentemente, detrás de una gran furgoneta, con buena perspectiva sobre el portal y escasas posibilidades de ser detectados por cualquiera que entrara en él a no ser que se volviera del todo. Pero para mi fortuna, en el mismo instante en que yo llegaba a la calle, el conductor de la furgoneta subió a ella y arrancó rápidamente. Dispuse apenas de una fracción de segundo para ver al hombre que estaba dentro del coche soltar el periódico, bajar la cabeza y comenzar a atisbar en todas direcciones. Luego seguí caminando como si nada, mirando al suelo, para que no se diera cuenta de que le había descubierto. Entré en el portal y subí a mi apartamento sin demorarme. Un hombre que lee un periódico en un coche estacionado detrás de una inmensa furgoneta puede significar muchas cosas, pero algunas de esas cosas son más probables que otras y dentro de las probables alguna es especialmente verosímil para alguien a quien la policía busca como sospechoso de asesinato. Por eso no me sorprendió cuando vi desde la ventana que otro hombre se metía en el coche y que al cabo de unos minutos salían los dos y echaban a andar, el recién llegado normalmente y el otro desentumeciendo las piernas, hacia el portal por el que se accedía a mi apartamento. Recogí sin pérdida de tiempo las pocas pertenencias que me eran imprescindibles, desalojé el piso y cerré la puerta. Corrí por el pasillo hasta el descansillo de la escalera y allí me escondí. Para intuir el oficio de aquellos dos hombres, me sobraba con la gravidez y la barriga del que me había estado esperando en el coche, o con la dosificada energía del que había llegado después, más joven y prematuramente calvo. Pero tenía que cambiar mi intuición por una certeza. No sin motivo, adivinaba que en las horas sucesivas me iba a ser de gran ayuda contar con algunos detalles confirmados sin ningún género de duda. No tardaron ni un minuto en salir del ascensor. Oí cómo uno de ellos amartillaba su revólver y el monótono y apagado ruido de sus pasos alejándose por la moqueta. A continuación, débil, remoto, sonó el timbre. Lo pulsaron tres veces. Después vinieron los golpes, más próximos, más reales. Y la voz enronquecida por el alcohol o el frío de algunas malas noches que ladró para corroborar definitivamente:
– Abra, Galba. Policía.
El resto ya me lo sabía, así que no me quedé a escucharlo. Mientras bajaba derribaron la puerta. Con los treinta segundos que desperdiciarían en registrar y deducir yo tenía más que suficiente para llegar al garaje y subir al coche. Poco me importaba que me vieran irme en él. El formidable deportivo italiano estaba condenado a la jubilación inmediata, como mi documentación de Julio Valbuena, que tiré por la ventanilla apenas estuve en la calle. Conduje a buena velocidad, pero cuidándome de llamar la atención, hacia el centro. Callejeé un poco y en el primer hueco que vi, un vado en una acera de mala muerte, abandoné el coche. Caminé unos quince minutos, hacia la zona comercial. Allí tomé un taxi. Pedí al taxista que me llevara al aeropuerto. Una hora después, regresaba a Madrid en mi nuevo coche alquilado bajo mi nuevo nombre. Era un utilitario, rápido, pero que no despertaba el interés de nadie. El tiempo de los caprichos había pasado. Ahora el juego iba en serio.
Y el cerebro, de acuerdo con la nueva situación, empezó a funcionarme a pleno rendimiento. Había poco donde elegir para explicar la presencia de la policía en mi apartamento, cuando éste había sido alquilado bajo nombre falso y no hacía cuatro días que estaba en la ciudad. Pero tampoco debía apresurarme a sacar conclusiones que podía demostrar o desmentir con poco esfuerzo. Aunque sólo me quedaban cuatro identidades falsas, consideré sobre la marcha que merecía la pena dilapidar una en ganar aquella tranquilidad. Busqué un hotel de segunda categoría, no muy alejado del centro, pero tampoco situado en una calle de gran bullicio. No tuve problemas para conseguir una habitación en el cuarto piso y en una esquina, esto es, lejos del ascensor y de la escalera. Me registré bajo el increíble nombre de Genaro Salaberry, que había sido la segunda ocurrencia del falsificador, y dejé el DNI en la recepción sin contemplar que pudiera haber ninguna oportunidad de recogerlo a la mañana siguiente. También pensé, con malicia y cierta tristeza por la insólitamente amable conversación de la recepcionista, que no habría ocasión de pagar la cuenta. Aparqué el coche a dos calles del hotel y subí a la habitación. Me duché y mientras me secaba examiné el desolador mobiliario estándar que decoraba la pieza. Me llamó la atención una percha de ésas sobre ruedas con forma de torso, que tienen hombros y un cajón y una rejilla abajo para dejar los zapatos. La empujé con el pie hasta el centro de la habitación y cuando hube terminado con la toalla se la eché encima. Después, sin otro pasatiempo con que retrasarlo, cogí el teléfono y llamé a Lucrecia.